lunes, 19 de noviembre de 2018

ALBAYZÍN. LA CALLE SAN MARTÍN


                                                           Calle San Martín en el Albayzín. Óleo. 44X32. 
                                                                                              Autor. José Medina Villalba.

Cuando el otoño se ha desmelenado, dejando entrever los encantos que encierra, comenzando a desnudarse dejando al descubierto toda la plenitud de belleza y atractivos que encierra, es imposible resistirse y no salir a la calle para respirar y empaparse de todo lo que el ambiente da de si.



Sábado de un mes de noviembre,  luce un Sol espléndido, no se le parece en nada  a las de las otras estaciones, quizás porque se ha lavado con las lluvias torrenciales de días pasados y todo ufano, muy narcisista, se manifiesta elegante y chulesco paseándose por un cielo pintado con un azul celeste.


                                         Los crisantemos ponen en el otoño la nota de color

Huele a castañas asadas, a crisantemos y claveles, a sentimientos y recuerdos de aquellos que estuvieron y ahora no están, de subidas al dormitorio donde descansan los que viven eternamente, de instalaciones eléctricas en todas las calles que se adornan con diademas y collares de perlas multicolores, esperando el momento de lucirse en la próxima Navidad.
-¡Qué ricas y qué dulces!




Palabras que deambulan en el ambiente, el reclamo para consumir las que estuvieron no hace mucho engordando en los castañales, y ahora se ofrecen para calentar manos y estómagos.
Los tenderetes de libros que conservan en sus entrañas la sabiduría condensada, en páginas que amarillean por el tiempo, han hecho acto de presencia.



En Puerta Real, la Fuente de las Batallas se enseñorea dejando en el aire como moléculas de polvo, las finísimas gotas de agua, pequeñas perlas que refrescan el ambiente. A todo lo largo de la Carrera de la Virgen de las Angustias, exposición de fotos gigantescas, muestran en vivos colores la diversidad de paisajes que plagan la Geografía de nuestra tierra.




 El gaitero soplando su gaita y deslizados sus dedos, con rapidez tapa los  diversos orificios de su flauta para que salgan las notas más acordes con la sinfonía que interpreta.





Más allá el estatuario subido en su podio nos trae una nueva manifestación que impresiona dejando caer un chorro de agua interminable, mientras las cámaras recogen todo lo que se palpa  esta mañana.





El mantero que ha encontrado el sitio propicio para dar salida a su mercancía eludiendo la vigilancia policial.



Los diversos tenderetes con productos que anuncian la próxima llegada de la Navidad.





No podían faltar los colores flotantes del manojo de globos que porta el que espera la mirada de los infantes para llevarse uno de ellos, y el titiritero en medio de la plaza reclama la atención de un público que se divierte, mientras helios se desliza sobre un gigantesco árbol de Navidad y los rostros de los que forman círculo ante el espectáculo.





Todo este escenario es "la leche", y nunca menor dicho, cuando nuestra Central Lechera "PULEVA" ha dejado su blanco producto esparcido por la calle, convertido en infinidad de carteles proclamando su sesenta aniversario.   
Las calles se están cubriendo de oro, son las hojas muertas que lentamente van enhebrando un maravilloso encaje que trenza una alfombra para cubrir el suelo.



El otoño es, de las cuatro estaciones del año, la más sensual, no hay nada más que observar la lentitud con la que se despojan los árboles de sus hojas, para depositarlas cuidadosamente en el remanso firme de asfaltos y enlosados, es el mejor estriptis con que se luce la Naturaleza, bajo la musicalidad del airecillo que las va delicadamente desprendiendo de las ramas que dejan, sin originarles  ningún daño.


                                     El mejor estriptis que todos los otoños hace la Naturaleza

El Albayzín me esperaba, tenía que alimentarme del lugar donde iba a construir mi próximo archivo, que engrosara una página más de mi blog.
Las callejas albaicineras inamovibles, impertérritas y firmes con sus calzados, empedrados deslavazados y maltratados en el transcurrir del tiempo, por el paso de los carros y pezuñas de los burros que transportaban las cargas, para abastecer los puestos de comestibles o las construcciones que se hacían, hoy sufren el martilleo de los carruajes de motor que haciendo malabarismos, no tienen inconveniente en salvar las dificultades que le presenta el intrincado laberinto de las callejas y callejones, que forman el inmenso plano de esta Medina llamada Albayzín.


                                     Intentando salvar las dificultades de las callejas albaicineras

Nuestra calle, la escogida hoy, arranca desde la Cuesta del Chapiz, es una más de las que se clavan como costillas laterales en la verticalidad de la que desciende vertiginosa y precipitadamente, desde la cúspide del Albayzín, para ir a beber las aguas de un río que llevará al mar, después de recorrer la Vega de Granada, todo el oro que guarda secretamente en sus entrañas.


                                                     Cuesta del Chapiz

     La Calle de San Martín, como otra de las muchas calles que existen en este misterioso barrio tiene su embrujo especial.


                                                    Calle  San Martín

        Tiene una forma especial de presentarse, rectilínea al principio para después desmelenarse en un número diverso de callejuelas estrechas que serpentean y se retuercen como brazos que emanan de un mismo tronco.


                                                         Calle San Buenaventura

       Se viste del albor con el que la nieve cubre su cuerpo, las fachadas de las  casas resplandecen con la cal recién apagada, y se incrustan en ellas como elementos que le dan vida por donde respira, la reja andaluza, el balcón florido, el cierre de madera, la azotea, el mirador, y el perfume de la floresta que se asoma a la calleja dejándose caer por el tapial para rendir pleitesía a los que la observan, el sitio escogido  desde donde el cielo y el paisaje se aprecian con más fuerza.


                                             La floresta se deja caer por el tapial

Se sedimenta en un empedrado donde se mezcla el blanco con el gris de unas piedras que durante años estuvieron durmiendo a las orillas de las arenas del mar o de la ribera del río.


                                           Se mezcla el blanco con el gris del empedrado

La Calle San Martín se siente arropada por otras que la circundan, Veredillas de San Agustín que la contempla desde enfrente, Yanguas, San Luis, Vereda de los Pinchos, San Buenaventura, Pino, Mentidero..., que la protegen, porque en este barrio unas se apoyan en las otras formando un armazón de tal manera, que si pudiéramos hacer desaparecer a cualquiera de ellas todas se vendrían abajo.



                                                   Veredillas de San Agustín

       El lenguaje de las campanas de El Salvador, en conversación con los toques campaniles que llegan desde lo alto del cerro, donde San Miguel sigue triunfador aplastando con su pie al indómito Lucifer, son la sinfonía que suena a bronce añejo, filtrándose por los estrechos callejones, libando fachadas y empedrados, en una especie de diálogo en el que el albaicinero que en solitario transita, 



se limita solamente a extasiarse escuchando, en el silencio de la mañana, unas conversaciones, que hablan de recuerdos, de tristeza cuando algún vecino se despide definitivamente o de gloria y alegría, cuando una pareja se ha dado un sí amoroso ante el altar.



Todo ha cambiado en pocos años, ya no hay niños jugando en las calles a la pelota, al escondite, a la comba, a las cuatro esquinas, a chicha escondía..., ni vecinas charlando amigablemente en las puertas, mientras en las tardes de invierno cuando apretaba el frío se dejaba sentir el olor de las  tiras de la piel de naranja enroscadas, ardiendo en los braseros de cisco y picón, 



ni se siente el tintineo de las esquilas de la manada de cabras que vienen de pastar de los altos de San Miguel, para encerrarse en las cuadras de Miguel Peña, ni está Trini la señora que ponía inyecciones, ni los que se apellidaban Guardia, Rafael padre, Ángel hijo, que durante años cuidaron del kiosco de los aljibes de la Alhambra ofreciendo los mejores azucarillos y aguardientes,



                                    Agua, azucarllos y aguardiente en los aljibes de la Alhambra

 ni Pepe el tintorero, Encarnita su mujer y sus cinco hijos, que vivía en las proximidades, como otros muchos vecinos, Dori Bernal, Carmen Molina, los pescaderos, Paquita y su esposo Luis, Serrato el carpintero, Manolo el el Jau a quien los vecinos le llamaban D. Manuel, su esposa Pepita,  su hemana Conchita, su marido Felipe, Encarna la Barragana, Antonia "la gafas" Nati y su marido Fali, Carmela y su marido Manolo....





-¿Quién vive entonces ahora?  
Gentes venidas de diversas partes que han reformado las casas de vecinos, construyendo verdaderos palacetes o pequeños cármenes,  o apartamentos de ocupaciones por días.





Lo que nunca se podrá cambiar es el encanto del lugar, sus perspectivas y maravillosas vistas, el atractivo y embrujo de la estrechez de sus callejas, el colorido de sus balcones, el atractivo que derrocha a raudales que hace ser visitada continuamente por gentes llegadas de todas las partes del mundo.


                                               El atractivo de la estrechez de sus callejas

En el Albayzín, en la maraña de callejas que a espaldas de Mentidero existe, y formando típico rincón frente a la calle del Pino, los restos de una hornacina que en tiempos pretéritos tuvo un lienzo con la pintada Faz del Redentor, es cuanto queda que pueda dar fe de la siguiente tradición, que hace años escuché de labios de una anciana, en un huerto florido y luminoso del propio barrio moro.



(Dicha hornacina existía cuando hice un trabajo sobre las leyendas del Albayzín, pero que actualmente ha desparecido, lo que existe y seguirá es el relato del Cristo de las Tinieblas).
En una casona de la Calle de San Martín, cargado de timbres de gloria y rancios pergaminos de hidalguía, aunque un tanto desembarazado en bienes de fortuna, vivía el capitán D. Pedro de Ballesteros, entregado al reposo de su cuerpo, maltrecho y dolorido. ¡Fueron largas y rudas las campañas libradas en Las Alpujarras donde quedaron deshechos y vencidos para siempre los moriscos!



Intrigados estaban los vecinos de la huraña vida del hidalgo, quien apenas salía, y cuya casa hallábase siempre cerrada.
En compañía de D. Pedro vivía su única familia, o sea su hermana Isabel, casi una niña a quien el Sumo Creador dotó de todos los encantos, de toda la belleza de que pudo estar adornada la más perfecta mujer del universo, y he aquí el tesoro que guardaba el Sr. Ballesteros, y el por qué de tener atrancada su puerta a todas horas.


                                       Isabel, hermana de D. Pedro de Ballesteros

Destinada al claustro estaba Isabel por su viejo hermano, el cual, sin haberla consultado, ignoraba que ella, en vez de tocar monjiles, tenía puesto sus amores en D. Fernando de Ayala, el estudiante más galán y cumplido de cuantos pisaron el templo de la ciencia y del saber.


                                                      D. Fernando de Ayala

Bien inocente estaba el capitán de estos amores, pues de saberlos ya les hubiese puesto trabas, por si eran pocas las reforzadas rejas y los grandes cerrojos de las puertas; pero lo cierto es que todas las noches, después del toque de Ánimas, en la estrecha calleja que daba a la siniestra mano de la casa sonaban unos pasos silenciosos, y un embozado se aproximaba a cierto ventanillo, que se abría, y allí, esquivando el paso de las rondas, largas horas permanecía en amorosa plática.


                                                   Esquivando el paso de las rondas
                                          Durante horas permanecían en amorosa plática
Amigo de D. Pedro y compañero de armas era el señor Gil Mendoza, única visita que, con cierto disgusto y demasiada frecuencia, se recibía en la casa.
Trastornado estaba D. Gil por la belleza peregrina de Isabel, y un día, aprovechando la ocasión de verse a solas con la joven, le declaró en tono impetuoso su pasión, ofreciéndole su mano, que ella rechazó rotundamente. Rompió el de Mendoza su amistad, marchándose despechado  y se dedicó a espiar en la sombra, con el alma envenenada por la rabia y los celos.


En la noche del Jueves Santo, una luna espléndida bañaba como en plata derretida, las callejas y los edificios del barrio moro, semejando una ciudad encantada.
El silencio era profundo, ni el paso de una ronda lo interrumpían en esta noche memorable, en que la ciudad católica, identificada con el drama sagrado del Calvario, se dedicaba a la oración y al recogimiento.



De no ser así, alguna curiosa vecina hubiese visto como en lo alto de la Calle de San Martín aparecía un embozado y, ocultándose en las sombras que proyectaban los salientes aleros de las casas, avanzaba hasta llegar frente a la de D. Pedro, lanzando un tenue silbido. Inmediatamente en el hueco del balcón apareció la silueta de cierta mujer, quien, inclinando el busto sobre el barandal dejó caer un papel, que el embozado cogió y guardó precipitadamente, internándose en la angosta callejuela próxima.



D. Fernando que tal era el embozado, sin temor ya a ser visto, avanzó a buen paso, pero al llegar al ángulo de la Calle del Pino, en cuyo muro una hornacina con la esfinge del Cristo, iluminaba la luna, sin saber cómo ni por donde, cual si la tierra le hubiese abortado, apareció la airada y vengativa figura de D. Gil, 


el cual habiendo descubierto los secretos amores de Isabel, juró vengarse en el amado de los desaires de ella, y ciego por la ira, tan trastornado por los celos, rugió al par que un brusco movimiento desenvainaba la espada.



-Entregadme el pliego que acaban de arrojaros o al punto sois muerto.
-¡Villano! Exclamó D. Fernando, intentando echar mano a su acero.
-¡Atrás!
Pero D. Gil sin dar tiempo a D. Fernando a la defensa, fue a extender su brazo armado para herirle, cuando una claridad inmensa iluminó el rostro del Cristo haciéndoles alzar el rostro hacia Él, maravillados.



     Descubriose devotamente D. Fernando mientras confiado y tranquilo fue a postrarse ante la sagrada esfinge. En aquel momento quedose en la penumbra la calleja, y D. Gil descreído, con un infierno de venganza en su pecho, como aquel que invadiera el terrible arcángel que quiso revelarse contra Dios, viendo solo en su ceguera que la presa se le iba, acometió por la espalda al indefenso estudiante…



Un grito de muerte desgarró el religioso silencio de la noche, y los precipitados pasos del traidor se perdieron en el laberinto de callejuelas que conducen a la Plaza de las Castillas.
El infeliz D. Fernando se incorporó apoyándose en el muro mientras sus labios suplicaban fervorosos :
-¡Señor, no me dejéis expirar sin verla!
Y con pasos vacilantes echó a andar calle abajo, dejando aquí y allá grandes manchas de sangre.



Tres meses después del suceso que acabo de narrar, y al punto que la campana mayor del Salvador daba el toque de oraciones, una pequeña comitiva salía del templo, ante la cual se veía a Isabel más guapa que nunca, ataviada con el velo de desposada, dando el brazo a D. Fernando, cuyo rostro aún mostraba intensa palidez.



El capitán los conducía satisfecho, pues él recogió al herido en el umbral de su casa, y enterado de lo ocurrido, su honor y su conciencia le dictaron esa humanitaria determinación. ¡Que no en balde la fama pregonaba la nobleza de su estirpe y de sus sentimientos!
Nadie volvió a saber de D. Gil, aunque los moradores de aquellas cercanías aseguraban que todas las noches, después de las Ánimas un bulto negro llegaba medroso ante la imagen del Cristo y en aquel punto la oscilante luz del farolillo se apagaba, con lo cual la tradición conservó el nombre del Cristo de las Tinieblas.



Aún hoy, cuando las noches de invierno el viento al soplar en la encrucijada, forma gemidos lastimeros, aseguran las viejas vecinas que es el alma de D. Gil, que anda vagando en demanda de oraciones.
                                 José Medina Villalba