La Fuente del Tomate en el bosque de la Alhambra
El
espíritu se enerva y la sangre hierve cuando determinados lugares de la ciudad
se puedan ver alterados por la contaminación, por el escarnio producido por
desaprensivos maltratadores que no saben apreciar la belleza y los beneficios
que, a los ciudadanos, produce un pulmón natural como es el bosque de la
Alhambra, o cualquier rincón de la ciudad que rezuma por los cuatro costados historia
y añoranzas del pasado.
El
tiempo ha pasado vertiginosamente pero los recuerdos quedan grabados en la
mente, de tal manera, que solamente la ruptura natural con la vida podrá
borrarlos.
El afiladorEl hojalatero
El aguador granadino
Los ricos higos isabeles
A
quien no se le ha perdido el alma de su niñez correteando de niño por las
callejas albaicineras, disfrutando de las fiestas propias de nuestra ciudad,
acompañando a su madre por aquellas naves de la pescadería, con las robustas pescaderas,
todas vestidas de blanco, subidas en lo alto de sus puestos, con la mercancía
por delante, pregonando a voz en cuello el rico pescado traído de Motril, o los
diversos pregones del hojalatero, sombrillero, afilador, aguadores, cántaro
metálico sobre el costado, rejilla portadora de vasos en la delantera,
lavándolos y perfumándolos con hojas de las avellaneras, pregonando el agua de
la fuente del Avellano, los ricos higos isabeles traídos de las huertas de la
Alberzana o del Ave María, y tantos recuerdos que subyacen en lo más profundo
de cualquiera que se precie de granadino.
Las pescaderas granadinas
Ciertamente
son gratos recuerdos que constituyen parte de nuestra historia que quedarán en
sus anales y en nuestras mentes, con un sabor especial de niñez y de ciudad
antigua.
Los juegos de los niños en el pasado
No
van a volver, ni está el escenario necesario de aquellos momentos, ya que
muchos de estos recuerdos llevan aparejado una época, que nosotros en aquel
momento no percibíamos, de miseria y penuria, pero ahí están con un sabor
agradable en el rincón de nuestras añoranzas.
Hay
otros muchos recuerdos de lugares maravillosos que están en ese baúl mental
hacinados y que son actualidad, por nada ni por nadie se deben ver perturbados
porque los progresos del momento quieran
estropearlos.
Los atascos de la ciudad
Son
lugares para pasear, para relajarse, disfrutar de la Naturaleza sin tener que
salir de la ciudad, para meditar, abstraerse del ajetreo ensordecedor del
tráfico impuesto por los avances de la modernidad.
Tendríamos
que estar continuamente dándole las gracias a la Naturaleza por haber tenido la
gentileza de haberse implantado como un vecino más dentro de la ciudad, por
traernos el murmullo del agua de las acequias de la Vega e instalarse en el
corazón de Granada, con sus arroyuelos corriendo vertiente abajo hasta el
centro, por el trinar de las diversas y variadas aves en una orquestal
musicalidad que adormece y anestesia al que plácidamente las escucha, por la
sombra de su arboleda, que produce relajación en los momentos más calurosos y
álgidos del estío, por la alfombra multicolor de hojas que a modo de paracaídas
van cayendo, como lluvia otoñal, formando un tapiz multicolor que destila
música de sinfonía de hojas por la diversidad de notas que suenan al pisarlas.
La belleza del bosque un día de nieve
Por
el manto níveo de los copos que cubren el diverso ramaje trasladándonos a un
paisaje de bosque alpino un día de nieve. Es uno de los lugares más apetecibles
por las cámaras fotográficas en cualquier momento del año pero, sin lugar a
dudas, un día de invierno con una gran nevada, sobre todo porque no se digna el
cielo hacerlo con mucha frecuencia.
Ángel
Barrios, con sus obras sinfónicas “Zambra en el Albayzín” o “una copla en la
fuente del Avellano”; Manuel de Falla, “Amor Brujo”,
“La Danza del Fuego” “Noches en los Jardines de España” con su primer
movimiento en el Generalife; el maestro Francisco Alonso, que echó sus primeros
dientes musicales en las Escuelas del Ave María con el gran pedagogo Andrés
Manjón, poniéndole música a pequeñas
zarzuelas, como el ”Día de Inocentes”, no me cabe la menor duda que, en sus
largos paseos por esta arboleda, sacaran motivos de inspiración para sus
grandes obras musicales.
¡Qué
bella melodía, produce el crepitar de las hojas amarillentas al posar nuestros
pies sobre sus mortecinos cuerpos!
No
estropeemos este disfrute que nos ofrece el bosque de la Alhambra introduciendo
la contaminación, el ajetreo, el ruido de la metrópolis, en un lugar que fue
creado para soñar.
El Marquesado
Plaza de los aljibes con el kiosco en medio.
Era
un niño, tendría la edad de cinco o seis años cuando mi padre, hombre amante de
la Naturaleza, ya que procedía del campo, concretamente de la zona del
marquesado de Guadix, tenía por costumbre, los domingos, llevarnos a mi hermano y a mí por ese delicioso bosque a la Plaza de los
Aljibes a beber la rica y fresquita agua, que Angelillo Guardia, muy amigo de
la casa, nos ofrecía con aquel gracejo y gentileza especial que le
caracterizaba. Ángel, su padre, desde tiempo inmemorial, había adquirido la
gobernabilidad y regencia de los aljibes a través de un arrendamiento con el
Patronato de la Alhambra, por herencia habían pasado a su descendiente.
El chirriar de aquella cadena que subía el agua...
Todavía
suenan en mis oídos el chirriar de aquella cadena que soportaba un cubo de
madera que arrastraba hasta el borde del brocal el rico elemento, sustraído de
aquel aljibe que con dolor dejaba le arrancaran de sus entrañas el líquido
elemento venido del Valle de Valparaiso; subía tan cargado de agua que al
depositarlo sobre el pretil del pozo parte del agua caía hacia su interior como
el que lo arrancan inesperadamente de su morada y quiere volver de nuevo a
ella.
El
kiosco tenía un encanto especial, su forma poligonal permitía acercarse al
mostrador por cualquiera de sus caras; el pozo estaba en medio y el brocal era
de piedra de un color grisáceo, el borde desgastado por el roce del cubo de
madera que una y otra vez descansaba rezumando agua por sus costados. El techo
era de madera, así como los seis grandes ventanales que cerraban, todo el
contorno, cuando había que dejarlo tapiado.
Angelillo,
de mediana estatura, se desenvolvía como pez en el agua con una agilidad
especial, atendiendo a toda la clientela que calmaba su sed bebiendo el caldo
fresquito en aquellos gruesos vasos de cristal traídos de la cristalería “la
Favorita”, asentada en la calle Mesones.
Angelillo,
aunque pequeño en estatura, y aparentemente escaso de fuerzas, tenía una
habilidad especial para arrastrar la pesada carga cuando subía el cubo lleno de
agua hasta el brocal del pozo.
El
agua era gratuita, de tal manera que se podía beber toda cuanto se quisiera. Sin
embargo, haciendo alusión a la zarzuela “Agua
Azucarillos y Aguardiente”, del compositor Miguel Ramos Carrión y música de
Federico Chueca. ¿Quién no pedía uno de esos ricos combinados?
Las
noches de verano cuando el sol había castigado, durante el día, con una fiereza especial, a los ciudadanos,
subíamos caminando, disfrutando de ese
fresco especial que se percibe desde el momento que entras por la Cuesta
Gomérez, atraviesas el Arco de las Granadas y te deleitas en el bosque
escuchando el murmullo del agua que corre por los riachuelos laterales.
Aunque
en aquella época apenas si había tránsito rodado de vehículos, y menos a estas
horas de la noche, sin embargo nuestro paso era a través de una de los arcos
pequeños, que solía ser el de la izquierda que conduce al acceso del camino que
nos ha de llevar a nuestro destino.
Era
obligado detenerse en la plazoleta donde se encuentra la fuente del tomate,
sentarse en uno de los bancos de piedra y escuchar el sonido del cuclillo, el
golpeteo del chorro de agua que sale de la boca del macho cabrío en el
monumento a Ángel Ganivet.
Un sonido especial llega a nuestros oídos, el
autor nos está mirando con ojos desencajados, vuela cerca de los que considera
intrusos erizando las plumas, se posa en las ramas cercanas, se agita, parece
que habla, grita como una gallina furiosa, brinca, mueve y estira el pescuezo
cómicamente, es la clásica lechuza que deja en el silencio de la noche un cu-cú,
cu-cú, cu-cú que nos sobrecoge e impresiona.
Otra
de aquellas noches cogíamos el bosque por el lateral izquierdo, dejando atrás
aquella cruz de piedra, donde en cierta ocasión mi hermano Manolo, vino a dejar
parte de su dentadura, porque fue el freno que le detuvo cuando corriendo se
había precipitado por aquel empinado camino.
Nuestro
descanso estaba en el pilar de Carlos V, con sus tres mascarones echando agua,
como la que corre por los tres ríos de Granada: Genil, Darro y Beiro, a los que
representa.
La
Puerta de la Justicia, con su mano amenazante, nos deja paso para desembocar en
la Plaza de los Aljibes. Solo la tenue luz de algunas farolas alumbra aquel
espacio; el Palacio de Carlos V se nos queda mirando y entre la penumbra de la
noche nos aproximamos al largo poyete que delimita la plaza.
La tortilla española y la clásica pipirrana
Hay
corrillos de gentes que, apenas si se les podía distinguir, pero se escucha el
murmullo silencioso de los que conversan. Huele a pipirrana, a gazpacho, a
tortilla española, a pimientos fritos, que se mezcla con el conversar de los
allí presentes.
La Plaza de los Aljibes de noche
El Albayzín bajo la luz de las estrellas
Junto a la Plaza de los Aljibes está el Palacio de Carlos V
Torre de la Iglesia de S. José. Antigua mezquita de los Morabitos, al-Masyd al-Murabytin
Mirando
hacia el fondo se vislumbra un barrio que duerme, el Albayzín, las luminarias de
las farolas nos descubren lo intricado de sus callejas y vericuetos de un
arrabal con reminiscencias árabes. El sonido mortecino de la campana de una de
las torres de las iglesias que sepultaron a las mezquitas y la voz del muecín,
llamando al rito musulmán de la oración.
Degustamos
la rica tortilla española y dejamos que nuestros dientes clavándose lentamente
en la sonrojada cala de la fresquísima
sandía conviertan nuestro paladar en un delirio acuoso.
Son
las una de la madrugada descendemos de nuevo por el bosque, su espesor es tal
que apenas entre el ramaje podemos ver una luna llena que, nos sigue como
jugando al escondite, aparece y desaparece por momentos, entre el entramado de
la espesura.
La espesura del bosque y la abundancia de agua que corre por cascadas....
Su
colorida y olorosa masa forestal centenaria está combinada de chopos, castaños
de indias, saúcos, almeces, plátanos de sombra, acacias, avellanos, arces,
álamos, junto al arrayán recortado en forma de setos conforman las siluetas de
los senderos, espacio vegetal refrescado por la abundancia de agua que discurre
en cascadas y canales-acequias que enmarcan los paseos.
La Puerta de las Orejas vigila escondida en el bosque de la Alhambra.
La Puerta de las Orejas en su primitivo lugar en la Plaza de Bib-Rambla
Escondida
y como avergonzada entre el follaje del bosque, aquella puerta de entrada a Bib-Rambla,
la Puerta de las Manos o de las Orejas, donde se exponían los miembros cortados
a los delincuentes considerados culpables. Nos detenemos un momento, porque una
curruca capirotada se pasea por el pequeño arco de los dos que constituyen esta
arrinconada y aparentemente abandonada puerta.
El topillo desde un rincón del bosque nos contempla
Una
ardilla desvelada y un topillo común, que ha salido a hacer su vida nocturna,
se pasea por delante de nosotros mientras volvemos a descansar en el banco de
piedra de la Fuente del Tomate.
La pintora granadina Marisa Castilla
Mientras
un mochuelo me contempla desde una rama, mis pensamientos vagan a otros
espacios, imaginativamente veo en el banco de enfrente, allá por los años
cincuenta, del pasado siglo, a aquella magnífica pintora que saca unos apuntes
a mano, Marisa Castilla, me acerco, observo a la artista que con precisión y
rapidez ha dejado plasmado en un gran blog, con rápidos trazados, un paisaje
del bosque. Conversamos durante un buen rato y conectamos en nuestras aficiones
pictóricas.
Romería de S. Miguel al Cerro del Aceituno. 1956.
Mi
imaginación da un salto en el espacio del tiempo, me descubre una inolvidable
escena; una tarde primaveral, después de un tiempo de amistad con aquella chiquilla que una día,
en la romería de S. Miguel conocí, dando un paseo por el bosque, sentados en
este mismo banco en el que en estos momentos me encuentro, le susurré al oído
mis sentimientos amorosos y con un SI rotundo refrendamos un primer paso de
amor. Todo quedó sellado con un beso amoroso que lacró el comienzo de un noviazgo,
rasgando el velo de inocencia de aquella adolescente albaicinera con la que,
después de cincuenta y siete años, permanezco en su compañía.
Este
bosque con tantos recuerdos no solamente míos sino de todos los granadinos, de
visitantes, y artistas que por aquí han pasado merece la consideración y el
respeto de todos para su conservación tanto de especies vegetales como animales
que componen su flora y fauna, es uno más de los orgullos de Granada y de los granadinos.
José Medina Villalba.