Uno de los rincones de la ciudad |
En este momento quiero salir de las garras que me aprisionan,
del hechizo embriagador de la capital para trasladarme a lugares donde el
espíritu se recrea, el cuerpo se sosiega y la mente se rejuvenece.
Hoy, como en más de una ocasión he hecho y lo seguiré
haciendo, voy a trasladarme con las alas de la imaginación a tiempos pasados a
lugares que derrochan por los cuatro costados frescura, sol, deleite, belleza
de paisajes y sobre todo traen al presente momentos de felicidad de una niñez y
juventud que me ennoblecen y enaltecen estos lugares en los que hoy me quiero
recrear.
Aquella noche del 14 de agosto de 1946, la intranquilidad y
desasosiego habían hecho presa en mí. Caer en la cama y ser todo captura de Morfeo era la norma diaria, sin embargo, el
día anterior se había hecho un sorteo en mi Escuela para ver que alumnos irían
a ver el mar; claro que no todos habían tenido la suerte de entrar en dicho
sorteo, solamente aquellos que diariamente eran fieles a los principios
fundamentales por los que se regía el Colegio: estudio, trabajo,
responsabilidad, puntualidad…, los valores fundamentales que hacen a las
personas dignas de tal título.
Aún no me lo creía, yo era uno de los agraciados, por esta
razón daba vueltas en la cama y deseaba fervientemente que llegara la deseada
mañana. Sin embargo, las sigilosas sombras del sueño fueron poco a poco
apoderándose de mí hasta que caí rendido en brazos del que todas las noches dulcemente
me abrigaba, arropado juntamente por la
ternura de mi madre que al borde del lecho esperaba que mis ojos se cerraran.
Hoy día, el mar está al alcance de la mano, por varias
razones: las carreteras son infinitamente superiores a los caminos de antes,
los medios para desplazarse los poseen un porcentaje alto de familias, por regla
general tienen vehículos…, por lo que ir al mar es como darse un ligero paseo.
En aquellos tiempos el mar estaba muy lejos. Tener diez años
y no haber visto la inmensidad del agua
salada, era una cosa casi normal. Había
incluso personas mayores, entre ellas recuerdo a mi madre, que con más de cincuenta
años sus ojos se quedaron perplejos cuando por primera vez vio la inmensidad de
aquel azul ultramarino, color que han
metido en botes de pintura para recreo de los pinceles de los artistas.
Al despertar del alba algún compañero tocaba en la ventana de
mi dormitorio que daba a la calle. Raudo y veloz, con la taleguilla donde mi madre había puesto
la merienda, nos dirigíamos al sitio desde donde debíamos partir, no sin antes escuchar las
recomendaciones correspondientes: ¡cuidado con las olas, no te metas muy
adentro, el mar es muy traicionero te absorbe y ya no puedes salir, cuídate del
sol, las quemaduras son terribles….!
De abajo para arriba, tercera fila, tercero por la izquierda, camisa blanca, ese era yo.
En unos bancos de madera, que a nosotros nos parecían
butacas, con delicada amortiguación, fijados al suelo de un camión, ordenadamente,
nos colocaron a los treinta elegidos.
Los primeros rayos del sol habían comenzado a dar en el
vehículo cuando la ciudad se fue quedando atrás. El velo grisáceo de la neblina
calenturienta de la noche agosteña se iba disipando poco a poco y la silueta de
los tejados comenzaban a renacer y tras ellos el cuerpo de las encaladas casas
albaicineras a través de cuyas puertas salían presurosos los madrugadores
trabajadores en busca del sustento de sus familias. Las vecinas, cubo y escoba
en mano barrían y refrescaban sus puertas y la ciudad comenzaba a tomar vida.
Estábamos despiertos pero a pesar de todo aquel viaje nos parecía un sueño. La
brisa fresca de la mañana de un vehículo en movimiento sesgaba nuestras caritas
y nuestros cuerpos ateridos se replegaban unos contra otros para ir entrando en
calor.
El maestro que nos acompañaba nos iba
describiendo todo cuanto se nos presentaba al paso.
Los carros que
trasportaban la basura, recogida durante la noche, ordenados en fila rigurosa
como si se tratara de un desfile procesional invadían la carretera, los íbamos
dejando a nuestras espaldas, pasábamos
por el pueblo de Armilla, pueblo que en aquella época vivía del producto
recogido que lo transformaba en abono, o
lo reciclaba de forma casera sacándole el mayor rendimiento.
Alhendín, poco después, como lonja del pescado, esperaba la
llegada del copo adquirido en las aguas de Motril y Almuñécar, para después
distribuirlo por las distintas pescaderías de la ciudad. En mis oídos,
misteriosamente, sonaba el pregonar de las lozanas pescaderas vociferando en
las dos grandes naves de la pescadería del mercado de S. Agustín:
-¡boquerones de Motril, como la plata, recién pescados!
-¡Vamos niñas, a la rica pescada de Almuñecar!
Con el Suspiro del Moro,- puerto de pequeña montaña-, desde
donde se vislumbra por última vez la ciudad, que ya ha comenzado a desperezarse
con el toque sutil de los dorados cabellos del sol, nuestro maestro nos trajo algo
de historia, con aquella frase de Aixa a su hijo Boabdil, cuando en retirada
había dejado las llaves de la ciudad en manos de los Reyes Católicos: “No
llores como mujer lo que no supiste
defender como hombre”.
Vendría el Padul y Dúrcal con sus grandes pilas de melones y
sandías que los excursionistas acopian para llevar a la playa.
Los Caracolillos de Vélez tan temidos por sus enrevesadas
curvas se superaron con la alegría de todos, a pesar de que en alguno de
aquellos pronunciados alabeos, uno de los bancos se rompió y los que en ellos
depositaban sus posaderas rodaron por el suelo.
Alguien gritó: ¡Motril a la vista! Igual que diría Rodrigo de
Triana cuando, desde su puesto de vigía, gritaba emocionado la aparición de un
Nuevo Mundo.
Ansiosos levantamos nuestras cabecitas para ver aquello que
tanto ansiábamos, el mar, pero todo quedó en una leve desilusión, una
blanquecina y tupida niebla, como telón de fondo en el horizonte, desvanecía
nuestros deseos y nos arrebataba la dicha de satisfacer nuestros anhelos.
Hay momentos en la vida que se sienten en lo más profundo de
nuestro ser, pero darle rienda suelta para describir con palabras esas
emociones se hace bastante difícil; el léxico español uno de los más ricos
entre los diversos idiomas que existen puede hacerlo pero yo me atrevo a decir
que por muy bien que se describan estos momentos emocionales siempre queda la
insatisfacción de no igualar con palabras lo que se siente en el interior.
El camión aparcó tan cerca del mar que cuando bajamos, dimos
la vuelta a la trasera del vehículo de pronto nos dimos de cara con él.
Hay muchas emociones en la vida, pero creo que ésta se puede
colocar a la cabeza.
Reír, gritar, saltar, quedar con la respiración entrecortada,
helado sin saber que decir ante aquel gigantesco espectáculo, la inmensidad de
agua azulada que se presentaba ante mis ojos. Algunos de mis compañeros habían
corrido ansiosos a darle un abrazo de bienvenida.
Poco a poco fui
reaccionando y con pasos entrecortados pisando firmemente la arena fui poco a
poco acercándome, todo me tenía embargado, aquel color azul intenso, la
grandiosidad infinita de tanta agua que apenas si podían mis ojos absorber, el
encaje de bolillo blanquecino como ribete
de adorno iban construyendo las olas al llegar plácidamente a la playa, con apretones amorosos de agua y
arena continuamente se están dando, acompañado de una sonoridad musical especial
reiterativa me dejaron durante un buen rato embelesado.
Hablar de Motril es como rememorar muchos recuerdos de mi infancia.
El Mar, la Mar, como en más de una
ocasión dijo el poeta del Puerto de Santa María, Rafael Alberti, en sus poemas.
El
mar, la mar.
El mar, ¡Sólo la mar!
¿Por qué me trajiste, madre,
a la ciudad?
¿Por qué me desenterraste
del mar?
En sueños, la marejada
me tira del corazón,
se lo quisiera llevar.
Madre, ¿Por qué me trajiste
acá?
En nuestros tiempos infantiles no se iba
con tanta frecuencia, como ahora a ver el mar.
El 600 de la familia Medina Arroyo
Recuerdos del pasado que en estos momentos vienen a mi
memoria; visitar el mar a lomos de una vespa, aquella, que después
transportaría a toda mi familia. Después vendría el 600, el Chrysler, el Daewo,
pero siempre, siempre, el verano, los Caracolillos de Vélez, la parada
inevitable para saborear los pestiños, el canto continuo de la chicharra, como
música de fondo descendiendo por los altos de la Cabra y refrescarnos en la
Vega Chirimollera de Almuñécar, para aterrizar en las arenas de una playa
repleta de gentes ansiosas de mar y de sol.
Pestiños de Vélez
Tener un “seillas”, aunque fuera de
segunda mano, en la década de los sesenta, era todo un lujo.
La familia Medina Arroyo, formada por el
matrimonio y sus dos hijos Mari Carmen y Francis, aquellos domingos del verano partían
gozosos hacia la playa en su recién estrenado 600. Las ocupaciones del cabeza
de familia, no les permitía salir temprano pero eso no era inconveniente para
ilusionados tomar rumbo hacia Almuñécar.
Carretera de la Cabra y pinares de la Sierra de Cázulas
La carretera de la Cabra, que arranca
desde el Suspiro del Moro, era uno de los caminos elegidos, no solo porque es
la senda más corta sino porque el contraste de los paisajes que a través del
recorrido se observan, lo hacían más atractivo.
Los pinares de la sierra de Cázulas eran
los testigos presenciales de nuestro caminar dominguero, nos regalaban
continuamente la sombra de su inmensa enramada espesura, el perfume de la
resina al haber sido sangrados recientemente, el oxígeno puro de un lugar que
todavía no había sido profanado por la contaminación.
El canto alegre de la chicharra
Había una música que nos acompañaba
durante todo el camino, el canto alegre de la chicharra, que quizás aburrida de
no ver pasar a casi nadie se alegraba de nuestra presencia y arrogante y despreocupada sin pensar en el invierno
holgaba sin pensar en su futuro.
Aquel canto no cesaba en todo el camino,
daba la impresión que la misma chicharra no nos quería dejar y seguía pegada a
nuestro vehículo.
Coronada la cima de la Cabra, ya todo
era descender, el mar en la lejanía nos esperaba y nuestra mirada fija en el
horizonte, curva tras curva en un descenso sumamente sinuoso, se embriagaba de
todo lo que nos rodeaba.
Se olía ya a sal, a ese salitre
concentrado en la inmensidad de las aguas marinas que gentilmente se eleva
desde su lecho, para dar la bienvenida a los visitantes, a los que todos los
domingos llegábamos para abrazarnos en esa compenetración que se produce el fundirse con los brazos extendidos de sus
olas. Éramos una familia, más que unos extraños visitantes.
Recolección de los chirimoyos
El verde de los pinares se había quedado
allí arriba en la sierra, ahora nuestra retina se impregnaba de ese otro verde
que cubre los huertos cargados de chirimoyos, aguacates, plataneras, mangos,
kiwi, nísperos, de los pueblos de Otívar, Jete y Lentejí.
Otívar
Jete
Algunos puestos ambulantes al margen de
la carretera incitan a la compra de alguno de estos productos.
Por fin aterrizamos en el llano hemos
dejado atrás la diversidad de curvas, la pendiente de la carretera y la vega de
Almuñécar nos abre sus puertas. La cinetosis de las curvas se había
tranquilizado.
Almuñecar
Mi mirada fija en la carretera, mis
manos en el volante del 600 pero mi mente en el rico bagaje histórico-cultural,
veo pasar rápidamente la riqueza de una población donde dejaron su huella los
diversos pueblos que la habitaron. Los comerciantes fenicios supieron encontrar
un magnífico lugar para establecer aquí sus actividades comerciales,
construyendo dos magníficos puertos el de Poniente y Levante, que servían de
resguardo a las embarcaciones según la dirección del viento. La factoría de
salazón del pescado que ocupaba la base central del comercio sexitano.
Mercado fenicio
El largo acueducto de más de siete
kilómetros, me dejan pensar en la gran repercusión e influencia de los romanos.
Acueducto romano
Veo el monumento dedicado a Abderramán I
obra del gran escultor granadino, Miguel Moreno, y los tambores tocando a
despedida cuando el Zagal y su séquito embarcan dirección a Marruecos, después
de las Capitulaciones de Boabdil con los Reyes Católicos.
Abderramán I
Se le unen las poblaciones de la
Herradura, Velilla-Taramay, que son el deleite de la masa de visitantes y
extranjeros, sobre todo de la tercera edad, ingleses, franceses y alemanes, que
la eligieron para pasar aquí los últimos años de su existencia, debido al clima
y tranquilidad que se respira.
Las playas de S. Cristóbal, Velilla y la
Herradura, con sus arenas limpias y bien cuidadas se ven cubiertas de un mar de
sombrillas que dan sombra, mientras otros muchos recogen en su piel la fuerza
de los rayos solares que les va dorando sus cuerpos.
Durante un anochecer en esta playa te
amé tanto
que una respiración
para los dos bastaba.
Suspendieron el mar, para mirarnos,
su armonioso escalofrío
y su unánime vuelo de gaviotas.
Se divertía el agua, sonrosada,
como si fuera a amanecer,
y se posó el silencio sobre el aire
lo mismo que un jilguero en una
rama. (Antonio Gala)
Cualquier atardecer o amanecer en la
playa viendo salir o acunarse en el horizonte esa bola impresionante rojiza a
la que con desenfado puedes mirarla a la cara, durante unos minutos, como la
que diariamente nace a la vida, con esa multitud de colores con los que va impregnando y pintando el cielo, formando
vidrieras irregulares, tapices salidos del viejo oriente, te invitan a robarle
su belleza dejando aprisionada en la cámara fotográfica o en un lienzo.
El gran guitarrista Andrés Segovia
Podemos ver la Punta de la Mona y como
por un hechizo especial me imagino y escucho en mi subconsciente las notas
musicales salidas de la caja de resonancia de una guitarra española, en la
mansión de un granadino, cuya infancia la pasó en las Escuelas del Ave María,
junto a su fundador D. Andrés Manjón. Prepara el concierto que va a dar en el
Patio de los Arrayanes con motivo del Festival de Música y Danza que todos los
años se celebra en la Alhambra.
Seguimos carretera adelante, esa que aún
no siente el temor de ser desplazada por la moderna autovía con sus gigantescos
puentes construidos con el pago de las vidas de algunos de sus trabajadores.
Huele a melaza, a caña de azúcar, como
si fuera una gran sultana allí a lo lejos se vislumbra la que siempre me
pareció una gran tarta blanca, como si fuera un portalico de Belén, Salobreña
se otea desde cualquier parte y el ajetreo constante de su fábrica de azúcar
reciben la rica caña de azúcar para ser triturada y obtener el sabroso jugo.
La opulenta vega que posee, en otros lejanos tiempos, fue
una bahía en la que el cerro donde se asienta actualmente Salobreña era una
isla. Los aportes realizados por el río Guadalfeo, hicieron desaparecer poco a
poco la bahía y que ésta se convirtiera en una fértil vega.
Aquí hicieron sus asentamientos los
fenicios en el siglo XIII a.C. llamándola “Selambina”, después los
cartagineses, y los romanos dedicándose al cultivo de la vid, el olivo, la
pesca y el salazón. Su nombre era “Segalvina” y como tal consta en las actas
del Concilio de Ilíberis.
Con los musulmanes pasó a ser una
alquería y su nombre en lengua árabe es el de Shalubanya, de aquí procede su
nombre actual. En esta época el cultivo principal de la vega era el de la caña
de azúcar y las legumbres.
La situación estratégica de Salobreña es
importantísima, por lo que el castillo es conservado como fortaleza militar. El
castillo albergó un palacio en la época Nazarí y además fue prisión de más de
un monarca. Allí estuvieron prisioneros Yusuf III, Muhammed VIII “el pequeño”,
Muhammed IX “el zurdo”, Abu Nasr Sad y Muley Hacén.
La zafra. Recolectando la caña de azúcar
Playa de la Cagailla
El mayor resurgimiento del cultivo de la
industria azucarera es en el siglo XIX empleándose técnicas importadas desde
Cuba basadas en el empleo del vapor como fuerza motriz y para la obtención de
un producto más refinado.
Salobreña se expande con la repercusión
turística con la construcción de zonas residenciales y de veraneo. Grandes hoteles en la playa de
la Cagadilla, donde se ubica la Torre de Cabo Guilla o cabo Guillana, de cuyo
nombre procede la actual denominación.
El turismo es la fuente principal de su
economía con hoteles y zonas residen
ciales en la playa y en el monte.
Muchos de estos pasadizos se encuentran hoy completamente ignorados, y otros, cegados en parte por los escombros, o tapiados -recuerdo para nosotros de las celosas precauciones o estratagemas guerreras del gobierno moro-. Por uno de estos subterráneos pasadizos había determinado Hussein Baba llevar a las princesas hasta una salid más allá de las murallas de la ciudad, en donde estarían preparados los caballeros con veloces corceles para huir con todos hasta la frontera.
El puente del pueblo de Pinos Puente
Ermita de la Venta de las Angustias
Fuente del Miriñaque
Túnel de la Gorgoracha
Playa de Poniente
Playa de las Azucenas
Colegio del Ave María del Varadero
Colegio del Ave María de la Esparraguera
Vista desde la terraza
Castel de Ferro
Cariño mutuo entre abuelo y nietos
Otra actividad importante es la
agricultura con el cultivo de frutas subtropicales, aguacate, chirimoya,
mango…, el cultivo de la caña de azúcar que durante más de mil años fue la
fuente principal de su economía dejó de cultivarse; otros son las hortalizas,
frutos de invernadero y flores de temporada. Tenía una fábrica de azúcar en la
Caleta y aguardientes de caña.
Hay una leyenda relacionada con el
castillo de Salobreña, la recuerdo desde
que era niño, mi madre me la contaba todas las noches, apoyada en la cabecera
de la cama antes de que el sueño invadiera mi cuerpo. Fueron muchas las
sesiones invertidas dada su extensión.
La elocuencia y belleza con las que me las
trasmitía me hacían vivir todas sus escenas con un realismo que en estos
momentos quiero volverlas a reproducir.
LEYENDA DE LAS TRES HERMOSAS PRINCESAS
En tiempos antiguos gobernaba en Granada
un rey moro llamado Mohamed, a quien sus súbditos dieron el sobrenombre del
Hayzari, es decir el Zurdo. Unos dicen que le llamaban de este modo porque era
realmente más hábil con la mano izquierda que con la derecha; otros, porque
solía hacerlo todo al revés, o más claro, porque echaba a perder todo aquello
en que intervenía. Lo cierto es que por desgracia o mala administración sufría
continuas contrariedades: fue tres veces destronado, y en una ocasión,
disfrazado de pescador, pudo escapar difícilmente al África con vida. Sin
embargo, era tan valiente como desatinado, y aunque zurdo, manejaba la
cimitarra con tal destreza que siempre lograba recuperar el trono por la fuerza
de las armas. Pero en lugar de aprender prudencia con los reveses, se volvió
más inflexible y obstinado, y endureció su brazo izquierdo en su terquedad. Las
calamidades públicas que atrajo para sí y sobre su reino pueden conocerlas
todos los que investiguen en los anales de Granada; la presente leyenda no
trata más que de su vida privada.
Cierto día paseaba Mohamed a caballo con
su séquito de cortesanos al pie de Sierra Elvira, cuando tropezó con una tropa
de jinetes que volvía de hacer una correría por el país de los cristianos.
Llevaba una larga recua de mulas cargadas de botín y muchos cautivos de ambos
sexos, entre los que despertó el más vivo interés en el monarca la presencia de
una bella joven, ricamente ataviada, que iba llorando sobre un pequeño
palafrén, sin preocuparse de las frases de consuelo de una dueña que cabalgaba
junto a ella.
Quedó prendado el monarca de su
hermosura e, interrogado el capitán de la tropa, supo que era la hija del
alcalde de una fortaleza fronteriza, a la que habían atacado por sorpresa y
saqueado durante la incursión. Mohamed la reclamó como parte del botín real y la
condujo a su harén de la Alhambra. Todo estaba allí preparado para distraerla y
consolarla de su melancolía; el monarca, cada vez más enamorado, resolvió
hacerla su sultana. La joven española rechazó al principio sus proposiciones,
puesto que él era infiel, enemigo declarado de su patria y, lo que era peor,
¡que estaba muy entrado en años!
Viendo el rey que no le servía de nada
su asiduidad, determinó atraerse a su favor a la dueña capturada con la joven.
Era aquella andaluza de nacimiento, cuyo nombre cristiano se ignora; no aparece
mencionada en las leyendas moriscas sino por el sobrenombre de la discreta
Kadiga, y en verdad que lo era, según demuestra su historia. Apenas celebró el
rey moro una conversación secreta con ella, comprendió ésta al momento la
fuerza moral que supondrían sus consejos para la joven, y comenzó a defender la
causa del rey ante su señora.
-¡Válgame Dios! –le decía-. ¿A qué viene
todo ese llanto y tristeza? ¿No es mejor ser la dueña de este hermoso palacio,
con todas sus fuentes y jardines, que vivir encerrada en la vieja torre
fronteriza de vuestro padre? ¿Y qué importa que Mohamed sea un infiel? ¿Qué es,
a fin de cuentas, lo que os propone? Os caséis con él, no con su religión; y si
es un poco viejo más pronto quedaréis viuda y dueña y señora de vuestra
voluntad; y puesto que de todas formas estáis en su poder, más vale ser reina
que esclava. Cuando alguien cae en manos de un ladrón, mejor es venderle las
mercancías a buen precio que dejárselas arrebatar por la fuerza.
Los argumentos de la discreta Kadiga
triunfaron al fin. La joven española secó sus lágrimas y se convirtió en la
esposa de Mohamed el Zurdo. Estaba conforme, al parecer, con la religión de su
real esposo, en tanto que la discreta dueña se hizo inmediatamente fervorosa
devota de las doctrinas musulmanas. Fue entonces cuando tomó el nombre árabe de
Kadiga, y se le permitió continuar al servicio de confianza de su señora.
Andando el tiempo. El rey moro fue padre
feliz de tres hermosas hijas, nacidas en un mismo parto; aunque él hubiese
preferido que fuesen varones, se consoló con la idea de que sus tres hijas eran
demasiado hermosas para un hombre entrado en años y zurdo por añadidura.
Según costumbre de los monarcas
musulmanes, convocó Mohamed a sus astrólogos en tan feliz acontecimiento, los
cuales hicieron el horóscopo de las tres princesas y movieron sus cabezas.
-Las hijas, ¡oh rey! –le dijeron- fueron
siempre propiedad poco segura; pero éstas necesitarán mucho más de tu
vigilancia cuando alcancen la edad núbil. Al llegar ese día, guárdalas bajo tus
alas y no las confíes a nadie.
Mohamed el Zurdo era tenido entre sus
cortesanos por rey sabio, y así se consideraba él mismo. La predicción de los
astrólogos no le produjo sino una pequeña inquietud; confiaba en su ingenio para
preservar a sus hijas y burlar a los hados.
El triple natalicio fue el último trofeo
conyugal del monarca, pues la reina no le dio más hijos y murió pocos años
después, confiando sus hijitas al amor y fidelidad de la discreta Kadiga.
Muchas lunas tenían que pasar aún para
que las princesas llegasen a la edad del peligro, esto es, a la edad de
casarse. “No obstante, es bueno, prevenirse a tiempo”, se dijo el astuto
monarca; y así, determinó que fuesen educadas en el castillo real de Salobreña.
Era éste un suntuoso palacio incrustado, por decirlo así, en la inexpugnable
fortaleza morisca situada en la cumbre de una colina que domina el mar
Mediterráneo; regio retiro en donde los monarcas musulmanes encerraban a los
parientes que pudieran poner en peligro su seguridad, permitiéndoles todo
género de lujos y diversiones, en medio de los cuales pasaban su vida en
voluptuosa indolencia. Allí vivían las princesas, separadas del mundo, pero
rodeadas de comodidades y servidas por esclavas que se anticipaban a sus deseos.
Tenían para su regalo deliciosos jardines llenos de frutas y flores más raras,
con fragantes arboledas y perfumados baños. Por tres lados daba vistas el
castillo a un fértil valle esmaltado por los cultivos de todo género y limitado
por las altas montañas de la Alpujarra; por el otro, se contemplaba el ancho y
resplandeciente mar.
En esta deliciosa morada, con un plácido
clima y bajo un cielo sin nubes, crecieron las tres hermosas princesas: y
aunque todas recibieron la misma educación, pronto dieron muestras de su
diversidad de carácter. Se llamaban Zaida, Zoraida y Zorahaida, y éste era su
orden de edad, pues hubo precisamente tres minutos de diferencia al nacer.
Zaida, la mayor, poseía un intrépido
espíritu y se adelantaba siempre en todo a sus hermanas; lo mismo que hiciera
al nacer. Era curiosa y preguntona y amiga de llegar al fondo de las cosas.
Zoraida destacaba por su apasionamiento
hacia la belleza; por esta razón, sin duda, le deleitaba contemplar su propia imagen en un
espejo o en una fuente, y sentía extremo cariño por las flores, joyas y otros
adornos de buen gusto.
En cuanto a Zorahaida, la menor, era
dulce, tímida, y extraordinariamente sensible, con un inmenso caudal de ternura
disponible, como lo demostraba el número de flores, pájaros y animales de toda
clase que acariciaba con el más entrañable cariño. Sus diversiones también eran
sencillas, mezcladas con meditaciones y ensueños. Pasaba horas enteras sentada
en un balcón, fijos sus ojos en las brillantes estrellas de una noche de verano
o en el mar iluminado por la luna; y en esos momentos, la canción de un
pescador, que llegaba débilmente de la playa, o las notas de una flauta morisca
desde alguna barca que se deslizaba, eran suficientes para elevar sus
sentimientos hasta el éxtasis. Pero la menor conmoción de la Naturaleza la
llenaba de espanto, y bastaba el estampido de un trueno para hacerla caer
desmayada.
Así trascurrieron los años, serena y
apaciblemente. La discreta Kadiga, a quien fueron confiadas las princesas, seguía
fiel a su cargo y las servía con incesantes cuidados.
El castillo de Salobreña, como ya se ha
dicho, estaba edificado sobre una colina a las orillas del mar. Una de las
murallas exteriores se extendía en torno a la montaña hasta llegar a una roca
saliente que cabalgaba sobre las aguas, con una estrecha y arenosa playa al
pie, bañada por las rizadas olas. La pequeña atalaya situada sobre esta roca se
había convertido en una especie de pabellón, con ventanas de celosías que daban
paso a la brisa marina. Allí solían pasar las princesas las calurosas horas del
mediodía.
Hallábase un día la curiosa Zaida
sentada en una de las ventanas del pabellón, mientras sus hermanas dormían la
siesta reclinadas en otomanas. Atrajo entonces su atención una galera que venía
costeando a golpes acompasados de remo. Al acercarse, la vio llena de hombres
armados. Ancló la galera al pie de la torre, y un grupo de soldados desembarcó
en la estrecha playa, conduciendo varios cautivos cristianos. La curiosa Zaida
despertó a sus hermanas y las tres se asomaron cautelosamente a través de las
espesas celosías que las ocultaban a cualquier mirada. Entre los prisioneros
figuraban tres caballeros españoles, ricamente vestidos; estaban en la flor de
la juventud, eran de noble apostura, y la arrogante altivez con que caminaban,
a pesar de ir cargados de cadenas y rodeados de enemigos, revelaban la grandeza
de sus almas.
Miraban las princesas con profundo e intenso interés. Encerradas
en aquel castillo, entre siervas, no viendo más hombres que los negros esclavos
o los rudos pescadores de la costa, no es de extrañar que la presencia de
aquellos caballeros, radiantes de juventud y de varonil belleza, produjese
cierta emoción en sus corazones.
-¿Habrá en la tierra un ser más noble
que aquel caballero vestido de carmesí? –exclamó Zaida, la mayor de las
hermanas - ¡Mirad qué arrogante marcha, como si todos los que le rodean fuesen
sus esclavos!
-¡Fijaos en aquel vestido de verde!
–exclamó Zoraida-. ¡Qué gracia! ¡Qué gentileza! ¡Qué espíritu!
La gentil Zorahaida nada dijo, pero dio
su preferencia, en secreto, al caballero vestido de azul.
Las tres princesas continuaron mirando
fijamente a los prisioneros hasta que se perdieron de vista; entonces,
suspirando tristemente, se volvieron, mirándose unas a otros, y sentáronse
pensativas en sus otomanas.
En esta actitud las encontró las
discretas Kadiga. Le Contaron lo que habían visto, y hasta el marchito corazón
de la dueña se sintió conmovido.
¡Pobres jóvenes! –exclamó-. ¡Apostaría
que su cautiverio ha dejado dolorido el corazón de algunas bellas y linajudas
damas de su país! ¡Ah, hijas mías! No tenéis una idea de la vida que esos caballeros
llevan en su patria. ¡Qué elegancia en los torneos! ¡Qué devoción por sus
damas! ¡Qué serenatas y galanteos!
La curiosidad de Zaida se despertó en
extremo; era insaciable en preguntar y oír de labios de su dueña las más
animadas descripciones de los episodios de sus días juveniles en su tierra
natal. La hermosa Zoraida levantaba la cabeza y se miraba disimuladamente en su
espejo, cuando la conversación recaía sobre los encantos de las damas
españolas; mientras Zorahaida ahogaba sus suspiros al oír contar lo de las
serenatas a la luz de la luna.
Diariamente renovaba sus preguntas la
curiosa Zaida, y diariamente repetía sus relatos la discreta dueña, siendo
escuchada por sus bellas oyentes con profundo interés y frecuentes suspiros. La
prudente anciana cayó por último en la cuenta del daño que estaba causando.
Acostumbrada a tratar como niñas a las princesas, no había considerado que
insensiblemente había ido creciendo y que ahora tenía ante sí a tres hermosas
jovencitas en edad de matrimonio. “Ya es hora
-pensó la dueña- de avisar al rey.”
Hallábase sentado cierta mañana Mohamed
el Zurdo sobre un diván en uno de los frescos salones de la Alhambra, cuando
llegó un esclavo de la fortaleza de Salobreña, con un mensaje de la prudente
Kadiga felicitándole por el cumpleaños de sus hijas. Al mismo tiempo le
presentó el esclavo una delicada cestilla adornada de flores, dentro de la
cual, sobre un lecho de pámpanos y hojas de higuera, venía un melocotón, un
albaricoque y un prisco, cuya frescura, agradable color y madurez eran una
verdadera tentación. El monarca, versado en el lenguaje oriental de frutas y
flores, adivinó al momento el significado de esta simbólica ofrenda. “De manera,
-se dijo- que ha llegado el periodo crítico señalado por los astrólogos: mis
hijas están en edad de casarse. ¿Qué haré? Se hallan ocultas a las miradas de
los hombres y bajo la custodia de la discreta Kadiga. Todo marcha
perfectamente, pero no están bajo mi vigilancia, como previnieron los
astrólogos; debo recogerlas al amparo de mis alas y no confiarlas a nadie”
Así, pues, ordenó que prepararan una
torre de la Alhambra para recibirlas, y partió a la cabeza de sus guardias
hacia la fortaleza de Salobreña para traérselas personalmente.
Tres años habían transcurrido desde que
Mohamed viera a sus hijas por última vez; y apenas daba crédito a sus ojos ante
el maravilloso cambio que se había operado en su aspecto en aquel breve espacio
de tiempo. Durante este intervalo traspasaron las princesas esa asombrosa línea
divisoria en la vida de la mujer, que separa a la imperfecta, informe e
irreflexiva niña, de la gallarda, ruborosa y pensativa muchacha. Algo semejante
al paso desde las áridas, desiertas e insulsas llanuras de la Mancha a los
voluptuosos valles y frondosas colinas de Andalucía.
Zaida era alta y bien formada, de
arrogante aspecto y penetrante mirada. Entró con andares resueltos y
majestuosos e hizo una profunda reverencia a Mohamed, tratándolo más como
soberano que como padre. Zoraida, de regular estatura, seductora mirada,
agradable continente y extraordinaria belleza, realzada con la ayuda de su
tocado, se acercó sonriente a su padre, le besó la mano y le saludó con varias
estrofas de un poeta árabe popular, de
lo que quedó encantado el monarca. Zorahaida era tímida y reservada, más baja
que sus hermanas y con ese tipo de belleza tierna y suplicante que parece
buscar cariño y protección. No estaba dotada para el mando, como su hermana
mayor, ni deslumbraba, como la segunda, sino que había nacido para alimentar en
su pecho el cariño de un hombre, anidarlo dentro y sentirse feliz. Se aproximó
a su padre con paso tímido y casi vacilante, y hubiera querido coger su mano
para besarla; pero al mirarle a la cara y verla iluminada con una sonrisa
paternal, dio rienda suelta a su natural ternura y se arrojó al cuello.
Mohamed el Zurdo contempló a sus bellas
hijas con cierta mezcla de orgullo y perplejidad, pues mientras se complacía en
sus encantos, recordaba la predicción de los astrólogos.
-¡Tres hijas! ¡Tres hijas – murmuró
repetidamente- y todas en edad matrimonial! ¡He aquí una tentadora fruta del
jardín de las Hespérides, que necesita de la guarda de un dragón!
Preparó su regreso a Granada, enviando
heraldos por delante, con la orden de que nadie transitara por el camino por
donde habían de pasar, y que todas las puertas y ventanas estuviesen cerradas
al acercarse las princesas. Hecho esto, partió escoltado por un escuadrón de
negros jinetes de horrible aspecto, vestidos con brillantes armaduras.
Cabalgaban las princesas al lado del
rey, tapadas con velos, sobre hermosos palafrenes blancos, con arreos de
terciopelo y bordado de oro, y las bridas de seda, adornadas con perlas y
piedras preciosas. Los palafrenes iban cubiertos de campanillas de plata que
producían un agradable tintineo al andar. Pero ¡desgraciado el que se parase en
el camino cuando se oyera la música de estas campanillas! Los guardianes tenían
orden de darle muerte sin piedad.
Ya se aproximaba la cabalgata a Granada,
cuando tropezó, en una de las márgenes del río Genil, con un pequeño grupo de soldados moros que conducían un convoy de
prisioneros. Era demasiado tarde para que aquellos hombres se apartaran del
camino, por lo que se arrojaron con sus rostros pegados a la tierra y ordenaron
a los cautivos que hicieran lo mismo. Entre éstos se hallaban aquellos tres
caballeros que las princesas habían visto desde el pabellón. Ya porque no
entendiesen la orden, o porque fueran demasiado altivos para obedecerla, lo
cierto es que continuaron en pie contemplando la cabalgata que se aproximaba.
Se encendió el monarca de ira ante este
flagrante incumplimiento de sus órdenes, desenvainó la cimitarra y avanzó hacia
ellos; ya iba a descargar el golpe con su mano zurda, golpe que hubiera sido
fatal por lo menos para uno de los caballeros, cuando las princesas le rodearon
e imploraron piedad para los prisioneros; hasta la tímida Zorahaida olvidó su
mutismo y se tornó elocuente en su favor. Mohamed se detuvo con el arma en
alto, cuando el capitán de la guardia se arrojó a sus plantas.
-No realice su majestad- le dijo- una
acción que pueda escandalizar a todo el reino. Estos son tres bravos y nobles
caballeros españoles que han sido apresados en la batalla, luchando como
leones; son de alto linaje y pueden valer un rescate.
-¡Basta! –dijo el rey- Les perdonaré la
vida, pero castigaré su audacia; conducidlos a Torres Bermejas y obligadlos a
los más duros trabajos.
Torres Bermejas
Mohamed estaba cometiendo uno de sus
acostumbrados y zurdos desatinos. En el tumulto y agitación de esta borrascosa
escena habían levantado sus velos las tres prisioneras, dejando ver su radiante
hermosura; y la prolongación del diálogo dio lugar a que la belleza produjera
su efecto.
En aquellos tiempos la gente se enamoraba más pronto que ahora, como
enseñan todas las historias antiguas; no es extraño, por consiguiente, que los
corazones de los tres caballeros quedasen completamente cautivados; sobre todo
cuando la gratitud se unía a su admiración. Es un poco singular, sin embargo,
aunque no menos cierto, que cada uno de ellos quedó prendado de una belleza
diferente. En cuanto a las princesas, se admiraron más que nunca del noble
aspecto de los cautivos, acariciando en su interior cuanto habían oído de su
valor y noble linaje.
La cabalgata prosiguió su marcha;
caminaban pensativas las princesas en sus soberbios palafrenes, y de cuando en
cuando dirigían una furtiva mirada hacia atrás, en busca de los cautivos
cristianos que eran trasladados a la prisión que se les había asignado en
Torres Bermejas.
La residencia preparada para ellas era
una de las más delicadas que la fantasía pueda concebir; una torre algo
apartada del palacio principal de la Alhambra, aunque comunicaba con él por la
muralla que rodea toda la cumbre de la colina. Por un lado daba vista al
interior de la fortaleza, y al pie tenía un pequeño jardín poblado de las
flores más peregrinas. Por el otro, dominaba una profunda y frondosa cañada que
separaba los terrenos de la Alhambra de los del Generalife.
El interior de esta
torre estaba dividido en pequeñas y lindas habitaciones, magníficamente
decoradas en elegante estilo árabe, y rodeando un alto salón, cuyo techo
abovedado subía casi hasta lo alto de la torre; sus muros y artesonados estaban
adornados de arabescos y calados que relucían
con sus áureos y brillantes colores. En el centro del pavimento de mármol había
una fuente de alabastro, rodeada de flores y hierbas aromáticas, de la que
surgía un caudal de agua que refrescaba todo el edificio y producía un murmullo
arrullador.
Dando vuelta al salón, se veían colgadas jaulas de alambre de oro y
plata, con pajarillos del más fino plumaje y de armoniosos trinos.
Siempre se mostraron alegres las
princesas en el castillo de Salobreña, por cuya razón espera el rey verlas
entusiasmadas en el Alcázar. Pero con gran sorpresa suya, empezaron a
languidecer, tristes y melancólicas con cuanto las rodeaba. No recibían deleite
en la fragancia de las flores; el canto del ruiseñor turbaba su sueño por la
noche y no podían soportar con paciencia el eterno murmullo de la fuente de
alabastro, desde la mañana a la noche y desde la noche a la mañana.
El rey, que era de carácter algo
enojadizo y tiránico, se irritó mucho al principio; pero reflexionó después en
que sus hijas habían llegado ya a una edad en la que ensancha la imaginación
femenina y aumentan sus deseos. “Ya no son niñas – se dijo-; son ya mujeres, y
necesitan objetos apropiados que atraigan su atención”. Llamó, pues, a todas
las modistas, joyeros y artífices en oro y plata del Zacatín de Granada, y las
princesas quedaron abrumadas de vestidos de seda, de tisú, y brocados, chales
de cachemira, collares de perlas y diamantes, anillos, brazaletes y ajorcas, y
toda clase de objetos preciosos.
Mas todo fue inútil; las princesas
continuaron pálidas y tristes en medio de su lujo, y parecían tres capullos
marchitos que se consumían en el tallo. El monarca no sabía qué resolver; tenía
generalmente una gran confianza en su propio juicio, por lo que nunca pedía
consejo. “Los antojos y caprichos de tres jóvenes casaderas - se decía- son en verdad suficientes para
confundir al más avisado”. Y por primera vez en su vida buscó la ayuda de un
consejo. La persona a quien acudió fue a la experimentada dueña.
-Kadiga- le dijo-, sé que eres una de
las mujeres más discretas del mundo, así como una de las más dignas de fiar:
por estas razones te he mantenido siempre al lado de mis hijas. Nunca deben los
padres ser reservados con aquellos en quienes depositan su confianza. Ahora
quiero que averigües la secreta enfermedad que aqueja a las princesas y
descubras los medios de devolverles pronto la salud y la alegría.
Kadiga, por supuesto, prometió
obedecerle. En realidad conocía mejor que ellas mismas la enfermedad que
padecían; y encerrándose con las jóvenes, procuró ganarse su confianza.
Kadiga, por supuesto, prometió
obedecerle. En realidad conocía mejor que ellas mismas la enfermedad que
padecían; y encerrándose con las jóvenes, procuró ganarse su confianza.
-Mis queridas niñas: ¿por qué razón
estáis tan tristes y abatidas en un sitio tan hermoso, donde tenéis cuanto
pueda desear vuestro corazón?
Las infantas miraron melancólicamente en
torno al aposento y lanzaron un suspiro.
¿Qué más podéis anhelar? ¿Queréis que os
traiga el maravilloso papagayo que habla todas las lenguas y hace las delicias
de Granada?
-¡Qué horror! –exclamó la princesa Zaida-
Un pájaro horrible y chillón, que habla sin saber lo que dice; preciso es haber
perdido el juicio para soportar semejante plaga.
-¿Os mando traer un mono del Peñón de Gibraltar
para que os divierta con sus gestos?
-¡Un mono! ¡Bah! –exclamó Zaida-. Una
detestable imitación del hombre. Aborrezco a ese asqueroso animal.
-¿Y qué me decís del famoso cantor negro
Casem, del harén real de Marruecos? Aseguran que tiene una voz tan delicada
como la de una mujer.
-Me aterra ver a estos esclavos negros-
dijo la delicada Zorahaida -; además, he perdido toda afición por la música.
-¡Ay, hija mía! No dirías eso –respondió
la vieja maliciosamente- si hubieses escuchado la música que yo oí anoche a los
tres caballeros españoles con quienes nos encontramos en el viaje. Pero
¡válgame Dios, hijas mías! ¿Qué os sucede para poneros tan ruborosas y en tal
confusión?
-¡Nada, nada, buena madre; sigue, por
favor!
-Pues bien: cuando pasaba ayer noche por
Torres Bermejas, vi a los tres caballeros descansando del trabajo del día. Uno
de ellos tocaba la guitarra con mucha gracia, mientras los otros dos cantaban por turno; y con tal
estilo lo hacían, que los mismos guardias parecían estatuas u hombres
encantados. ¡Alá me perdone!, pero no pude evitar el sentirme conmovida al
escuchar las canciones de mi tierra natal. Y luego, ¡ver tres jóvenes tan
nobles y gentiles, cargados de cadenas y en esclavitud!
Al llegar aquí, la bondadosa anciana no
pudo contener sus lágrimas.
-Tal vez, madre, podría lograr que
viésemos a esos caballeros –dijo Zaida.
-Yo creo –dijo Zoraida- que un poco de
música nos animaría mucho.
La tímida Zorahaida no dijo nada, pero echó
sus brazos al cuello de Kadiga.
-¡Pobre de mí! –exclamó la discreta
anciana-. ¿Qué estáis diciendo, hijas mías? Vuestro padre nos mataría a todos
si oyese semejante cosa. Sin duda que los caballeros son jóvenes muy nobles y
bien educados; pero ¿Qué importa? Son enemigos de nuestra fe, y no debéis
pensar en ellos sino para aborrecerlos.
Hay una admirable intrepidez en la
voluntad femenina, en especial cuando la mujer está en edad de casarse; por lo
cual, no se acobarda ante los peligros o las prohibiciones. Las princesas se
colgaron a la vieja dueña y le rogaron, suplicaron y advirtieron que su
negativa les destrozaría el corazón.
¿Qué podía hacer ella? Era, ciertamente,
la mujer más discreta del mundo y la más fiel servidora del rey; pero
¿consentiría que se destrozase el corazón de las tres bellas infantas por el
simple rasgueo de una guitarra? Además, aunque estaba tanto tiempo entre moros
y había cambiado de religión imitando a su señora, como fiel servidora suya, al
fin, era española de nacimiento y sentía la nostalgia del cristianismo en el
fondo de su corazón; así, pues, se propuso buscar el modo de satisfacer el
deseo de las jóvenes.
Los cautivos cristianos presos en Torres
Bermejas, vivían a cargo de un barbudo renegado de anchas espaldas llamado
Hussein Baba, que tenía fama de ser bastante aficionado al soborno. Kadiga le
visitó en secreto y, deslizándole en la mano una moneda de oro, le dijo:
-Hussein Baba: mis señoras, las tres
princesas que están encerradas en la torre, muy necesitadas de distracción, han
oído hablar del talento musical de los tres caballeros españoles, y están
deseosas de escuchar alguna prueba de su habilidad. Seguro estoy que eres
demasiado bondadoso para negarte a un capricho tan inocente.
-¡Cómo! Y luego que pongan mi cabeza haciendo
muecas en la puerta de mí torre. Esa sería la recompensa que me daría el rey,
si llegase a descubrirlo.
-No hay peligro ninguno; podemos
arreglar el asunto de tal manera que se satisfaga el capricho de las princesas
sin que su padre se entere. Tú conoces el profundo barranco que pasa por la
parte exterior de las murallas, precisamente por debajo de la torre. Pon allí a
trabajar a los tres cristianos y, en los intermedios de su tarea, déjalos tocar
y cantar como si fuera para su propio recreo. De esta manera podrán oírlos mis
señoras desde las ventanas de la torre, y puedes confiar en que pagaré bien tu
condescendencia.
Cuando la buena anciana concluyó su
arenga, oprimió cariñosamente la ruda mano del renegado, dejándole en ella otra
moneda de oro.
Esta elocuencia fue irresistible. Al día
siguiente, los tres caballeros trabajaron en el barranco. Durante las horas
calurosas del mediodía, mientras sus compañeros de penas y fatigas dormían a la
sombra, y la guardia, amodorrada, daba cabezadas en sus puestos, se sentaron
sobre la hierba al pie de la torre y cantaron unas melodías españolas con el
acompañamiento de la guitarra.
Profundo era el barranco y alta la
torre; pero sus voces se elevaban claramente en el silencio de aquellas horas
estivales. Las princesas escuchaban desde su balcón; habían aprendido de su
dueña la lengua española, y se conmovieron por la ternura de la canción. La
discreta Kadiga, por el contrario, estaba muy inquieta.
-¡Alá nos proteja!–exclamó- Están
cantando una cantinela amorosa dirigida a vosotras. ¿Quién vio nunca semejante
audacia? Ahora mismo voy a decirle al capataz de los esclavos que les dé una soberana paliza.
-¿Cómo? ¿Apalear a tan galantes
caballeros porque cantan con tanta dulzura?
Las tres hermosas infantas se
horrorizaron ante semejante idea. Y a pesar de toda su virtuosa indignación, la
buena anciana, que era de condición apacible, se tranquilizó fácilmente. Por
otra parte, parecía que la música había logrado un benéfico efecto en sus
señoras. Insensiblemente volvieron los colores a sus mejillas y comenzaron a
brillar sus ojos; así, que no opuso ninguna objeción al amoroso canto de los
caballeros.
Cuando acabaron sus coplas los cautivos,
quedaron en silencio las doncellas por un momento; al fin, Zoraida tomó un laúd,
y con dulce, débil y emocionada voz, entonó una cancioncilla africana, cuyo
estribillo era éste:
Aunque la rosa se oculte entre sus
pétalos
escucha con deleite la canción del
ruiseñor.
Desde entonces, trabajaron los
caballeros casi a diario en aquella cañada. El considerado Hussein Baba se hizo
cada vez más indulgente y más propenso cada día a quedarse dormido en su puesto.
Durante algún tiempo se establecíó una misteriosa correspondencia por medio de
canciones populares y romances, consistentes, en cierto modo, en una
conversación que revelaba los sentimientos de unos y otros. Poco a poco las
princesas se fueron asomando al balcón siempre que podían burlar la vigilancia
de los guardias.
También conversaban con los caballeros por medio de flores
cuyo simbólico lenguaje conocían mutuamente. Las mismas dificultades de su
correspondencia aumentaban sus encantos y avivaba la pasión que de tan singular
manera despertara en sus corazones; pues el amor se complace en luchar con los
obstáculos y crece con más fuerza cuando más estrecho y limitado es el terreno.
El cambio operado en el aspecto y
carácter de las princesas con esta secreta correspondencia sorprendió y agradó
al zurdo rey; pero nadie se mostraba más satisfecho que la discreta Kadiga, lo
cual todo lo consideraba a su hábil
prudencia.
Más he aquí que esta telegráfica
comunicación se interrumpió durante unos días, pues los caballeros no volvieron
a aparecer por el barranco. En vano miraban las tres jóvenes desde la torre; en
vano asomaban sus cuellos de cisne por el balcón; en vano gorjeaban como
ruiseñores en sus jaulas: no veían a sus enamorados caballeros cristianos, ni
una nota respondía desde la alameda. La discreta Kadiga salió en busca de
noticias, y pronto regresó con el rostro lleno de turbación.
-¡Ay, hijas mías!- exclamó- ¡Ya preveía
yo en qué iba a parar todo esto, pero tal fue vuestra voluntad! Podéis colgar
el laúd en los sauces. Los caballeros españoles han sido rescatados por sus
familias, han bajado a Granada y estarán preparando el regreso a su patria.
Las tres bellas infantas quedaron desconsoladas
con aquella noticia. Zaida se indignó por la descortesía usada con ella, al
marcharse de este modo, sin una palabra de despedida. Zoraida se retorcía las
manos y lloraba; mirándose en el espejo, se enjugaba sus lágrimas y volvía a
llorar de nuevo amargamente. La gentil Zorahaida, apoyada en el alféizar de la
ventana, lloraba en silencio, y sus lágrimas regaron gota a gota las flores de
la ladera en que tantas veces se habían sentado los tres desleales caballeros.
La discreta Kadiga hizo cuanto pudo por
mitigarles su pena.
-Consolaos, hijas mías –les decía-; esto
no será nada cundo os hayáis acostumbrado. Así es el mundo. ¡Ay! Cuándo seáis
tan viejas como yo, sabréis lo que son los hombres. Segura estoy que esos
jóvenes tienen amores con algunas bellas españolas de Córdoba o Sevilla, y
pronto les darán serenatas bajos sus balcones, sin acordarse de las bellezas
moras de la Alhambra. Consolaos, pues, hijas mías, y arrojadlos de vuestro
corazón.
Las alentadoras palabras de la discreta
Kadiga sólo sirvieron para acrecentar el dolor de las tres princesas, que
permanecieron inconsolables durante dos días. En la mañana del tercero, la
buena anciana entró en sus habitaciones, trémula de indignación.
-¡Quién se hubiera imaginado tamaña
insolencia en un ser mortal! –exclamó, tan pronto como pudo hallar palabras
para expresarse-. Pero bien merecido me lo tengo por contribuir a engañar a
vuestro digno padre. ¡No me habléis más en la vida de vuestros caballeros
españoles!
-Pero ¿qué ha sucedido, buena Kadiga?
–exclamaron las princesas con anhelante inquietud.
-¿Qué ha sucedido? ¡Que han hecho
traición o lo que es lo mismo, que me han propuesto hacer una traición! ¡A mí,
la más fiel de los súbditos de vuestro padre, la más leal de las dueñas! ¡Sí,
hijas mías, los caballeros españoles se han atrevido a proponerme que pos
persuada para que huyáis con ellos a Córdoba y os hagáis sus esposas!
Y al llegar aquí la astuta vieja se
cubrió el rostro con las manos entregándose a un violento acceso de pesar e
indignación. Las tres hermanas infantas tan pronto se ponían rojas como
pálidas, se estremecían, bajaban sus ojos al suelo y se miraban de reojo unas a
otras; pero no dijeron nada. Ente tanto se sentó Kadiga, agitándose
violentamente, mientras prorrumpía de cuando en cuando en exclamaciones:
-¿Qué haya yo vivido para ser insultada
de este modo! ¡Yo, la más fiel servidora!
Al fin, la mayor de las princesas, que
poseía más valor y tomaba siempre la iniciativa, se acercó a ella y, poniéndole
una mano en el hombro, le dijo:
-Y bien, madre; suponiendo que nosotras
estemos dispuestas a huir con esos caballeros cristianos, ¿sería eso posible?
La buena anciana se contuvo bruscamente
en su desconsuelo y, alzando la mirada, repitió:
-¿Posible? ¡Claro que es posible! ¿No
han sobornado ya los caballeros a Hussein Baba, el renegado capitán de la
guardia, y han concertado con él todo el plan? Pero, ¡cómo! ¡Pensar en engañar
a vuestro padre! ¡A vuestro padre, que ha depositado en mí toda confianza!
Y aquí la buena mujer cedió a otra
explosión de dolor, y comenzó a agitarse y a retorcerse las manos.
-Pero nuestro padre nunca depositó
confianza alguna en nosotras –replicó la mayor de las princesas- . Nos confió a
cerrojos y barrotes y nos trató como a cautivas.
-Eso es verdad- respondió Kadiga, conteniendo
de nuevo sus lamentaciones-. Realmente os ha tratado de un modo indigno,
encerrándoos aquí, en esta vieja torre, para que se marchite vuestra lozanía como
las rosas que se deshojan en un búcaro. Sin embargo, ¡huir de vuestro país
natal!..-¿Y no es la tierra adónde vamos la patria de nuestra madre, donde
viviríamos en libertad? ¿No tendríamos cada una un marido joven en vez de un
padre viejo y severo?
-¡Sí; también todo eso es verdad! He de
confesar que vuestro padre es un tirano; pero entonces… -volviendo a su dolor-,
¿me dejaréis aquí abandonada, para que yo soporte el peso de su venganza?
-De ninguna manera, mi buena Kadiga; ¿no
puedes venir con nosotras?
-Ciertamente que sí, hija mía. A decir
verdad, cuando traté este asunto con Hussein Baba, prometió cuidar de mí si yo
os acompañaba en la huida; pero pensadlo bien, hijas mías: ¿estáis dispuestas a
renunciar a la fe de vuestro padre?
-La religión cristiana fue la primera de
nuestra madre -argumentó la mayor de las
princesas-. Estoy dispuesta a recibirla, y segura que mis hermanas también.
-Tienes razón –exclamó el aya con
alegría- Esa fue la primitiva religión de vuestra madre, y se lamentó muy
amargamente, en su lecho de muerte, de haber adjurado de ella. Entonces le
ofrecí cuidar de vuestras almas, y ahora me alegra el veros en camino de
salvación. Sí, hijas mías: yo también nací cristiana y he seguido siéndolo en
el fondo de mi corazón, y estoy resuelta a volver a mi fe. He tratado esto con
Hussin Baba, español de nacimiento y natural de un pueblo no muy distante de mi
ciudad natal. También está él ansioso de ver su patria y reconciliarse con la
Iglesia. Los caballeros nos han prometido que, si estamos dispuestos a ser
marido y mujer al regresar a nuestra patria, ellos nos ayudarán generosamente.
En una palabra: resultó que esta
discretísima y previsora anciana había consultado ya con los caballeros y el
renegado, y concertado con ellos todo el plan de fuga. Zaida lo aceptó
inmediatamente, y su ejemplo, como de costumbre, determinó la conducta de las
hermanas. También es verdad que Zorahaida, la más joven, vacilaba: pues su alma
dulce y tímida luchaba entre el cariño filial y la pasión juvenil; mas, como
siempre, la hermana mayor ganó la victoria, y entre lágrimas silenciosas y
suspiros ahogados, se preparó también para la evasión.
La escarpada colina sobre la que está
asentada la Alhambra, se halla desde tiempos antiguos minada por pasadizos
subterráneos, abiertos en la roca, que conducen desde la fortaleza a varios
sitios de la ciudad y a distintos portillos en las márgenes del Darro y del
Genil; construidos en épocas diferentes por los reyes moros, como medios de
escapar en las insurrecciones repentinas, o para las secretas salidas de sus
aventuras privadas.
Muchos de estos pasadizos se encuentran hoy completamente ignorados, y otros, cegados en parte por los escombros, o tapiados -recuerdo para nosotros de las celosas precauciones o estratagemas guerreras del gobierno moro-. Por uno de estos subterráneos pasadizos había determinado Hussein Baba llevar a las princesas hasta una salid más allá de las murallas de la ciudad, en donde estarían preparados los caballeros con veloces corceles para huir con todos hasta la frontera.
Llegó la noche señalada. La torre de las
infantas fue cerrada como de costumbre, y la Alhambra quedó sumida en el más
profundo silencio. A eso de la medianoche, la discreta Kadiga escuchó desde una
ventana que daba al jardín. Hussein Baba el renegado ya estaba debajo y daba la
señal convenida.
La dueña amarró el extremo de una escala
al balcón, la dejó caer hasta el jardín y bajó por ella. Las dos princesas
mayores la siguieron con el corazón palpitante; pero cuando llegó su turno a la
más joven, Zorahaida, comenzó a vacilar y temblar. Varias veces se aventuró a
posar su delicado piececito sobre la escala, y otras lo retiró, cada vez más
agitado su pobre corazón cuanto más vacilaba. Dirigió sus ojos anhelantes sobre
la habitación tapizada de seda; en ella había vivido, es cierto, como pájaro en
jaula; pero dentro de ella se encontraba segura. ¿Quién podría averiguar los
peligros que la rodearían cuando se viera lanzada por el ancho mundo? Recordó
entonces a su gallardo caballero cristiano, y ql instante posó su lindo pie
sobre la escala; pero pensó de nuevo en su padre, y lo volvió a retirar. Es
inútil intentar describir el conflicto que se libraba en el pecho de una joven
tan tierna y enamorada, a la vez que tímida e ignorante de la vida.
En vano le imploraban sus hermanas,
regañaba la dueña y blasfemaba el renegado debajo del balcón; la gentil
doncella mora seguía dudosa y vacilante en el momento de la fuga, tentada por
los encantos de la culpa, pero aterrada de sus peligros.
A cada instante aumentaba el riesgo de ser
descubiertos. Se oyeron pasos lejanos.
-¡Las patrullas haciendo su ronda! –gritó
el renegado- ¡Si nos entretenemos, estamos perdidos! ¡Princesa: baja
inmediatamente o nos vamos sin ti!
Zorahaida se sintió presa de agitación
febril; luego, desatando las cuerdas con desesperada resolución, las dejó caer
desde la ventana.
-¡Está decidido! –exclamó- Ya no me es posible la fuga! ¡Alá os
guie y os bendiga, queridas hermanas!
Las dos princesas mayores se
horrorizaron al pensar que iban a abandonarla, y se habrían quedado con gusto;
más la patrulla se acercaba, el renegado estaba furioso, y se vieron empujadas
hacia el pasadizo subterráneo. Anduvieron a tientas por un confuso laberinto
labrado en el corazón de la montaña, y lograron llegar, sin ser vistas, a una
puerta de hierro que daba a la parte exterior de la muralla. Los caballeros
españoles esperaban allí para recibirlas, disfrazados de soldados moros de la
guardia que mandaba el renegado.
El amante de Zorahaida se puso frenético
cuando supo que ella se había negado a abandonar la torre; pero no se podía
perder el tiempo en lamentaciones. Las dos infantas fueron colocadas a la grupa
con sus enamorados caballeros; la discreta Kadiga montó detrás del renegado, y
todos partieron veloces en dirección al Paso de Lope, que conduce por entre
montañas a Córdoba.
El puente del pueblo de Pinos Puente
No habían avanzado mucho cuando oyeron
el ruido de tambores y trompetas en los adarves de la Alhambra.
¡Han descubierto nuestra fuga! Dijo el
renegado.
-Tenemos veloces caballerías, la noche
es oscura y podemos burlar toda persecución – replicaron los caballeros.
Espolearon a sus corceles y volaron
raudos a través de la vega. Llegaron al pie de Sierra Elvira, que se levanta
como un promontorio en medio de la llanura; el renegado se detuvo y escuchó.
-Hasta ahora –afirmó- nadie nos sigue, y
podemos escapar a las montañas.
Al decir esto, brilló una intensa luz en
lo alto de la atalaya de la Alhambra.
¡Maldición! –gritó el renegado-. Esa luz
es la señal de alerta para todos los guardias de los pasos. ¡Adelante!
¡Adelante! ¡Espoleemos con furia, pues no hay tiempo que perder!
Emprendieron una veloz carrera; el
choque de los cascos de los caballos resonaba de roca en roca conforme volaban
por el camino que rodea la pedregosa Sierra Elvira. En tanto que galopaban, la
luz de la Alhambra era contestada en todas direcciones, y sobre las atalayas de
los montes, una tras otra brillaban las luminarias sobre las atalayas de los
montes.
-¡Adelante! ¡Adelante!–gritaba el
renegado, mientras lanzaba juramentos- ¡Al puente! ¡Al puente, antes de que la
alarma llegue hasta allí!
Doblaron el promontorio de la Sierra, y
dieron vista al famoso Puente de Pinos, que salva una impetuosa corriente,
muchas veces teñida con sangre cristiana y musulmana. Para mayor confusión, la
torre del puente se pobló de luces y brillaron en ella las armaduras. El
renegado detuvo el caballo, se alzó sobre los estribos y miró a su alrededor un
momento; luego, haciendo una señal a los caballeros, se salió del camino,
costeó el río durante algún trecho y se adentró en sus aguas. Los caballeros
ordenaron a las princesas que se sujetaran bien a ellos, e hicieron lo mismo.
Fueron arrastrados un poco por la rápida
corriente, cuyas aguas rugían en torno; pero las hermosas princesas se
afianzaron a los jinetes, sin exhalar una queja. Alcanzaron la orilla opuesta
sanos y salvos, guiados por el renegado, cruzaron por escabrosos y desusados
pasos y ásperos barrancos, a través del corazón de la montaña, evitando los
caminos ordinarios. En una palabra: lograron llegar a la antigua ciudad de
Córdoba, en donde fue celebrado con grandes fiestas el regreso de los
caballeros a su patria y a sus amigos, pues pertenecían a las más nobles
familias. Las hermosas princesas fueron seguidamente admitidas en el seno de la
Iglesia y, después de haber abrazado la fe cristiana, llegaron a ser felices
esposas.
En nuestra prisa por ayudarles a cruzar
el río y las montañas, hemos olvidado decir qué aconteció a la discreta Kadiga.
Se aferró como un gato a Hussein Baba, en su carrera a través de la vega,
chillando a cada salto y haciendo arrancar blasfemias al barbudo renegado; mas cuando este se dispuso a
entrar en el río con el caballo, su terror no conoció límites.
-No me aprietes con tanta fuerza -gritaba Hussein Baba- agárrate a mi cinturón
y nada temas.
Ella se había sujetado fuertemente con
ambas manos al cinturón de cuero que llevaba ceñido el robusto renegado; pero cuando éste se detuvo
con los caballos en la cumbre del monte para tomar aliento, la dueña había desaparecido.
-¿Qué ha sido de Kadiga? –gritaron
alarmadas las princesas.
-¡Sólo Alá lo sabe! –contestó el renegado-. Mi cinturón se desató en
medio del río, y kadiga fue arrastrada por la corriente. ¡Cúmplase la voluntad
de Alá!; aunque fuera un cinturón bordado de gran precio.
No había tiempo que perder en inútiles
lamentaciones; con todo, las princesas lloraron amargamente la pérdida de su
discreta consejera. Aquella excelente anciana, sin embargo, no perdió en el
agua más que la mitad de sus siete vidas; un pescador, que recogía sus redes a
alguna distancia de allí, la sacó a tierra no poco asombrado de su milagrosa
pesca. Lo que fuera después de la discreta kadiga, no lo menciona la leyenda;
pero se sabe que evidenció su discreción no poniéndose jamás al alcance de Mohamed
el Zurdo.
Tampoco se sabe mucho de la conducta de
aquel sagaz monarca cuando descubrió la huida de sus hijas y el engaño que le
jugara la más fiel de sus servidoras. Aquella había sido la única vez que había
pedido un consejo, y no hay noticias de que volviera jamás a incurrir en
semejante debilidad. Tuvo buen cuidado de guardar a la hija que le quedaba, la
que no se sintió con valor para fugarse. Se cree como cosa cierta que Zorahaida
se arrepintió interiormente de haber quedado en la Alhambra.
Alguna vez se la veía reclinada en los
adarves de la torre, mirando tristemente las montañas en dirección a Córdoba;
otras veces se oían las notas de su laúd acompañando elegíacas canciones, en
las cuales lamentaba la pérdida de sus hermanas y de su amante, y se dolía de
su solitaria existencia. Murió joven, y según el rumor popular fue sepultada en
uno de los jardines que se encuentran bajo la torre. Allí creció un rosal que
siempre florecía con una rosa única.
Se habla todavía en la ciudad de los
califas de que su padre solía pasear junto al rosal y sus miradas entristecidas
se posaban sobre aquella flor, mientras decía suspirando:
-¡Mi rosa preferida! ¿Por qué te
marchaste de la Alhambra, que tanto suspira por ti?
Salobreña se nos queda atrás y Motril
nos espera impaciente.
Motril limita al norte con Vélez de
Benaudalla y Lújar, al este con Gualchos, al oeste con Salobreña y al sur con
el Mediterráneo.
Situado dominando la vega de su nombre,
en la que el principal cultivo es la chirimoya y el aguacate, también se
produce mango, guayaba, plátano y otros frutos subtropicales, así como el
cultivo de invernadero y la caña de azúcar, aunque fue en el 2006 el último año
en que se procedió a la recolección y producción de azúcar. Es la salida al mar
de la provincia de Granada. Su posición geográfica la convierte en un centro
industrial y comercial (fabricación de papel). El puerto de Motril es, a la vez, puerto comercial y de pesca.
Teniendo también un puerto deportivo (Real Club Náutico de Motril) como puerto
de recreo.
Ermita de la Venta de las Angustias
Quemados,
más que tostados, después de pasar un día bajo una sombrilla, chapuzón tras
chapuzón, saborear la rica tortilla, la carne empanada, y la sandía adquirida
en la venta ambulante de Dúrcal; vuelta a la ciudad a soportar estoicamente las interminables caravanas
por los llanos de Contra, hasta conseguir salvar la Venta de las
Angustias, y alcanzar el Suspiro del
Moro acompañado por un profundo suspiro de este conductor, que aunque cansado
se sentía satisfecho por haber holgado un domingo más con todos sus seres
queridos.
Fuente del Miriñaque
Las cosas han cambiado actualmente, es
cierto que se viene con más facilidad al mar, que Motril está a un tiro de
piedra de la ciudad, que la carretera dista enormemente de aquella de nuestra
niñez y mocedad, pero ahora bien, con la rapidez con que va todo hoy en día, no
nos deja saborear nada de aquellos tiempos pasados. Los pestiños, el descanso
en la fuente del Miriñaque, los Caracolillos, las tortas en el horno moruno de
Talará, los higos chumbos en el borde de la carretera, los estrechos túneles de
Izbor y la Gorgoracha, donde se gritaba al pasar para escuchar el eco de los
sonidos al chocar con la estrecha bóveda, y desde donde los más atrevidos
decían que ya se veía el mar. ¡Qué tiempos aquellos!
Túnel de la Gorgoracha
Pero estamos en estos otros y la vida no
tiene vuelta de hoja.
Mira por donde un miembro de mi familia
ha venido a enamorarse de Motril y con él de alguna de sus flores lozanas que
en esta población florecen.
La bonanza económica del siglo XIX con
la caña de azúcar desapareció pero los productos tropicales vinieron a
sustituir esta situación crítica.
Playa de Poniente
Su mar en calma y su cielo azul luminoso
así como las templadas y suaves brisas que se dejan sentir en sus playas de la
Joya, Poniente y Carchuna, Cable, Granada, Cagailla, Azucenas, Torrenueva, Chucha,
Carchuna, Calahonda, Joya, Castell, Sotillo, Cambriles, su puerto donde se desarrolla una importante
actividad, pesquera, comercial y deportiva, han hecho de ésta una importante
ciudad que dista enormemente de aquella que habitó Aixa, la repudiada por
Mulihacén, la madre de Boadil, antes de la Reconquista.
Playa de las Azucenas
Siempre he estado ligado a mi
Institución, el Colegio del Ave María, y con él, me he sentido unido a Motril
por nuestros dos Colegios en la
Esparraguera y el Varadero, ellos han sido los que me han hecho estar cerca de
esta población.
Colegio del Ave María del Varadero
Ahora ha surgido una nueva rama, que ha
hecho que un miembro de mi familia se encuentre junto a ella, verlos a los dos
satisfecho y en un estado de ánimo relajado y tranquilo nos hace a nosotros
también sentirnos complacidos.
Es cierto que vivir en soledad, aislado,
es bastante complicado, las personas necesitamos tener alguien con quien
compartir nuestros sentimientos, nuestros anhelos, problemas, tristezas y
alegrías, ésta compartida es doble alegría y si es tristeza, siempre hay un
paño de lágrimas que hace más llevadero el agotamiento.
Pero también es cierto que el
compañerismo a veces tiene sus dificultades, sus desavenencias, pero cuando las
personas se encuentran fortalecidas por los valores de la responsabilidad, del
respeto mutuo, la comprensión, la sinceridad y todo lo que hace que se sea
persona en el sentido integral de la palabra, todo se allana, se simplifica y
hace que se fortalezca esa amistad que pasa a otro grado superior.
Hay una canción, se puso muy de moda en
mis años juveniles, cantada por Paquito Rodríguez titulada: Granada, Granada
mía y una de sus estrofas me hace recordar los claveles de Motril cuando dice:
Granada, Granada mía la de hermosura repleta luna y sol de Andalucía. Granada,
Granada mía, al llegar el mes de abril florecen en tus vergeles orgullosos los
claveles de la Vega de Motril.
Quiero decir que esta mi familia
rubricamos esta última parte de la canción porque ha florecido entre esos
claveles uno nuevo con nombre y apellidos, M.S.
Dime
que sí
Dime que sí,
compañera,
marinera,
dime que sí.
Dime que he de ver la mar,
que en la mar he de quererte.
Compañera,
dime que sí.
Dime que he de ver el viento,
que en el viento he de quererte.
marinera.
Dime que sí.
Dime que he de ver la mar,
que en la mar he de quererte.
Compañera,
dime que sí.
Dime que he de ver el viento,
que en el viento he de quererte,
marinera,
dime que sí.
Dime que sí,
compañera,
dime,
dime que sí.
Al pie de Sierra Nevada,
Al pie del viejo Albaicín,
Está sentada Granada
Entre bellezas sin fin.
La Virgen de las Angustias
La que vive en la Carrera
Consuela a los granainos
Quitándoles las penas.
Granada, Granada mía
La de hermosura repleta
Luna y sol de Andalucía
Granada, Granada mía
Al llegar el mes de abril
Florecen en tus vergeles
Orgullosos los claveles
De la Vega de Motril
Carmen de verde y agua
Y el Sacromonte cañí
Con sus cantos y zambras
Son el gozar y el vivir
La Alhambra mora y sultana
La que admira el mundo entero
Hay mi Granada gitana
Eres tú lo que más quiero
Granada, Granada mía
Al llegar el mes de abril
Florecen en tus vergeles
Orgullosos los claveles
De la Vega de Motril.
Aquel camión que por primera vez me
llevó a ver el mar, en Motril, con su
mar enfurecido aquel día, nos hizo
trasladarnos a Torrenueva; siempre que paso dirección a Castell de Ferro,
custodiado por esa hilera de eucaliptos, heraldos y anunciadores de una “torre
antigua”, como guardianes de la
carretera, la limitan a ambos lados, viene a mi memoria aquel día que
Torrenueva se nos presentó como una pequeña aldea de cabañas de pescadores con
su diminuta iglesia.
Los peces plateados saltaban en la red
que había sido arrastrada por la fuerza de aquellos hombres, con los pies
desnudos, clavándolos fuertemente en la arena, para imprimir más fuerza al
arrastre de la red, los pantalones, mojados, arremangados hasta las rodillas, las
camisas abiertas y anudadas en la cintura, sudando, habían depositado el fruto
de su trabajo durante una noche y lo exponían como tributo ante el asombro de
todos los que los rodeábamos.
Gigantescos edificios, hoy día, con
toallas al viento en sus terrazas, en los meses veraniegos, son los centinelas
que nos reciben al entrar en Torrenueva.
El nombre de Torrenueva procede de una
torre-atalaya defensiva del siglo XVIII situada en la localidad, en la margen
sur de la carretera nacional entre Málaga y Almería.
Desde aquel año, cuando aún era un niño,
hasta hoy, aquella pequeña aldea de chozas de pescadores, ha crecido
enormemente. Grandes edificios, apartamentos, comercios, la han engrandecido;
es un emplazamiento eminentemente turístico, sus playas de arenas limpias en
una extensión de dos kilómetros, son pobladas por numerosos bañistas de muy
diversa procedencia, principalmente del resto de la provincia de Granada, de
Jaén y Ciudad Real, durante los meses de verano. El resto del año, pasado el
estío, la población local se reduce.
Los vehículos que forzosamente tienen
que tener Torrenueva como lugar de tránsito para continuar su marcha, esta población
se convierte en un verdadero calvario, en la época de verano, por la cantidad
de semáforos que hay que ir salvando; deseamos tanto lugareños como extraños
ver pronto la autovía terminada.
El enorme cartel que desde hace años
aparece en el puente de hierro que está en medio de la carretera con un enorme
cartel clamando a las autoridades el arreglo inmediato de esta situación:
TORRENUEVA NECESITA LA AUTOVÍA YA.
Playa de la Joya y Cabo Sacratif
La Joya, es una playita junto al faro
del Cabo Sacratif a la que hay que acceder, por una estrecha vereda que
asciende para después descender hasta alcanzarla; recoleta, poco visitada
mientras no fue descubierta por los exigentes bañistas, es el disfruto de todo
aquel que quiere pasar unas horas relajado y tranquilo huyendo del bullicio de
las playas cargadas de hamacas, sombrillas, niños que corren y te dejan
plantado en el rostro la arena que salpican cuando pasan a tu lado corriendo, o
los corrillos de vecindonas que critican y critican a tu lado, tragarte el humo
de la barbacoa que sin escrúpulos te han colocado próxima a aquel que
considerabas tu lugar de tranquilidad…
Un extenso mar de plásticos blancos como
velámenes de veleros en tierra me van a segar la vista de aquí en adelante es
Carchuna una extensa llanura antes de llegar a Calahonda. Enormes camiones, te
salen al paso cargados de los productos de los invernaderos: tomates,
pimientos, berenjenas, lechugas…,
productos tempraneros que van a los mercados de cualquier país de
Europa.
Llegamos a Calahonda, un semáforo nos
detiene por momentos y reflexionando un
poco mientras el color verde aparece, nos aparecen las primeras imágenes de un
pueblo que se construyó en torno a su puerto, es un pueblo de un surgir a la
vida reciente, sus primeras huellas son del siglo XIX, cuando los católicos de
Calahonda tenían que desplazarse a Gualchos para oír misa, hasta que se
construyó la Iglesia de la Purísima. Sin embargo, también posee monumentos
anteriores. La atalaya de Zambullón se encuentra sobre un acantilado bastante
vertical, cerca de la carretera y en dirección a Castell de Ferro. La
construcción data del siglo XVI y su misión era proteger la embocadura del
puerto de los piratas.
También servía para vigilar la playa de
la Rijana, cruzando su fuego con la del llano de Carchuna a poniente y con el
fuerte de Castell a Levante.
Cueva del Bigotes
La cueva Bigotes, ubicada hacia el
exterior, es un elemento que se creía de origen árabe, aunque data de la época
de la Revolución francesa. Utilizada por un motrileño conocido como “Bigotes” para esconderse de
las tropas invasoras tras sus actos de sabotaje contra los franceses.
El semáforo se abre y continuamos camino
de Castell de Ferro.
La playa de la Rijana muy similar a la
de la Joya desde lo alto del túnel de este nombre, pequeñita y diminuta tiende
a esconderse allí abajo, para que la disfruten los que han sabido descubrirla.
Pasamos el túnel de la Rijana y Castell de Ferro bajo un cielo azul se nos abre
al fondo.
El faro como vigía presente nos observa
desde lo alto, bajando curva tras curva, teniendo al borde el tajo vertical que
da al mar. Una cabra montés, seguida de un cervatillo, cruzan rápidos la
carretera ante el asombro de mis ojos que ven cómo se precipitan por las rocas en dirección al inmenso mar que
ampliamente llena mi mirada.
Castell de Ferro me cautivó desde aquel
día que buscaba, junto con mi familia, algún rinconcito lejos del bullicio, de
las muchedumbres que se “amontonan” ávidos de sol, se tumban como lagartos para
quererse llevar en pocos días todo el fulgor del astro rey que generosamente se expande por
las multitudinarias playas de la Costa del Sol.
Huir de playas amontonadas de sombrillas
que no dejan ver con limpieza los encantos de las olas que vienen suavemente a
besar las arenas de la playa, o el azul intenso que pinta la superficie de sus
aguas, o el velero que en la lejanía se desliza por el horizonte, o el insólito
pescador que caña en mano pacientemente subido en una de las rocas espera que el inocente pez caiga presa del anzuelo.
Vista desde la terraza
Deseaba un lugar donde desde mi pequeña
morada pudiera estar continuamente viendo el mar, y en el silencio de la noche
con la ventana de mi dormitorio abierta, escuchar el ruido musical de las olas
al estrellarse en el límite que las contiene, penetrar como amigo perenne y sentirme
envuelto junto con mis sueños en su escarceo.
Playa de Cambriles en Castel de Ferro
Me llamó la atención el lugar donde se
encuentra situado entre numerosas y pequeñas calas que salpican la abrupta y
escarpada costa granadina, situada al pie del cerro que corona su antiguo
castillo, en medio de la amplia rambla de Gualchos. Sus playas del Sotillo o de
Castell, la de la Rijana y la de Cambriles son lugares por excelencia, por el
momento, de recreo y tranquilidad para todo aquel que huye del mundanal ruido.
La tranquilidad en la playa de CambrilesCastel de Ferro
A finales del siglo XVIII vecinos de
Gualchos acudieron a Castell de Ferro, surgiendo de la unión de éstos con la
familia de la guarnición militar de la fortaleza, la actual localidad de
Castell de ferro.
Los nativos son gente pueblerina que
saben darse al forastero que viene buscando en este rincón de la costa lo que
les falta a las demás poblaciones costeras embaucadas por el floreciente
turismo han perdido ese sabor especial que destila cualquier pueblo alpujarreño
que ha caído precipitadamente al mar.
Disfrutaba levantándome casi al alba y
caminando con mi varita de caña para espantar
las moscas que querían importunar mi marcha, llegaba hasta el final de
la playa de Cambriles; el restaurante de Lecrín lo dejaba a un lado y me recreaba
en el bien cuidado césped que hay delante de unos chalecitos donde el torero
granadino el Fandi es poseedor de uno de ellos.
Todas las mañanas al llegar a las rocas
que hay al final de esta playa, el sol escondido durante toda la noche debajo
de las aguas comenzaba a surgir lentamente, como una gran bola incandescente,
como por arte de magia, era emocionante, había como una especie de desafío
entre mi mirada y el astro, al que durante el día no se le puede contemplar
cara a cara. Daba rienda suelta a mis emociones contemplándolo como lentamente
el ave fénix surgía de entre las cenizas de su despedida vespertina, a la vida
y a darnos la vida.
Eran sólo unos breves instantes que
todas las mañanas sabía saborear, poco después se elevaba en el cielo y con
mirada vencedora y hasta juguetona parecía decirme:
-Ahora puedo más. Si eres capaz sígueme
mirando.
Enojado le daba la espalda y paso tras
paso clavando las huellas de mis zapatillas en la fina arena me dirigía hacia
la playa del Sotillo, mientras allá en la orilla una pareja de enamorados de
los últimos en dejar el local de fiestas el Bajamare entre requiebros y
arrullos daban las últimas pinceladas a este decorado matutino.
Algún aficionado a la pesca que había
pasado la noche en su tienda de campaña, ya está montando las cañas mientras
una neblina le envuelve y el frescor de la marea acaricia mi rostro con un
vientecillo que transportar el sabor del salitre de una mar que comienza a
despertar.
Son las siete de la mañana, paso la
rambla de Castell la que delimita con el Lance y no puedo por menos dirigir la
mirada a mi apartamento allá arriba, si desde allí cuando estoy sentado mirando
hacia el mar siento toda la belleza que alcanza mi vista, en estos momentos me
da impresión de que aquel lugar es un nido cerca del cielo.
Las campanadas del reloj de la torre de la
iglesia situada en la plaza principal de pueblo, me saludan con la sonoridad
que marca la mitad que cubre el espacio entre las siete y las ocho.
Algunos lugareños, correspondientes a la
tercera edad, charlan amigablemente apoyados en la barandilla que limita el
estrecho paseo marítimo. Un pequeño barco de pescadores se acerca a la orilla,
ha estado toda la noche intentando hacer una buena captura, el sustento de su
familia depende de este difícil y arriesgado trabajo; dos de los que componen
la tripulación saltan a la playa, se les notaba en el rostro el desámino de una
jornada. La curiosidad me invita a acercarme junto a varios de los que por allí
deambulaban, en la red solo hay algunos jureles, un pulpo y una pescadilla.
Aquella pequeña redada, por unos pocos euros, son el tributo que se lleva uno
de los propietarios de los bares que por allí hay.
Mi caminar continua bordeo el cuartel de
la guardia civil y la nueva playa del Sotillo con olor a churros me impregna el
olfato, mientras un grupo de mujeres dirigidas por una monitora realizan
ejercicios de taichí.
Es jueves el mercadillo ambulante del
día que corresponde a la mitad de la semana comienza a montarse, hay furgonetas
con diversos títulos marcados en las chapas de estos carruajes anunciando los
productos que los están sacando de su habitáculo para colocarse y exhibirse a
los compradores, los más tempraneros ya vienen acercándose.
Bordeando el cine de verano cuyas
carteleras anuncian para la noche una película del “Oeste Americano”: Sólo ante
el peligro, recorro el callejón donde voy a repostar mi mosquitero como
diariamente suelo hacer.
Vuelvo de nuevo a la plaza del pueblo,
son las ocho y medio de la mañana el olor a pan recién salido del horno moruno
me espera para recoger el suministro diario. Un fuerte silbido me sobrecoge y
un ¡hola! sale de una jaula donde un vistoso loro de colores me saluda.
Desayunar en una de las terrazas de mi
apartamento desde donde la Sierra de Lújar un ramal de la Contraviesa es el
telón de fondo con unos molinos de viento que casi me trasladan a la Mancha con
D. Quijote y su Rocinante caminando por los altozanos de Gualchos me hacen el
desayuno más agradable.
Un día de Reyes del 2008 con una canoa,
de segunda mano, comprada en un caserón próximo a la Acequia Gorda, en la
capital, con disco rojo en la trasera del coche, según mandan los cánones de
circulación, como el que porta un gran trofeo, la familia, hijos y nietos nos
dirigimos a Castell para disfrutar del nuevo elemento comprado.
La canoa aunque de segunda mano, estaba
en perfectas condiciones. La mar estaba en calma ese día y todo era expectación
para estrenar aquella embarcación que era la delicia de todos los presentes, el
primero en colocarse el salvavidas fue mi hijo Francis y pronto se segundaron
mi nieta María. A pesar del día en pleno invierno y teniendo como únicos
espectadores al resto de la familia vimos cómo se deslizaban en aquel mar todo
en calma, los vítores y aplausos resonaron en una playa que en aquellos
momentos estaba completamente desierta.
De la canoa, a través del tiempo, la han
disfrutado todos los veranos, no solo mis familiares sino los amigos de mis
nietos.
Uno de estos días que el mar se presenta
en calma plena, mi nieto Antonio y mi hijo Francis decidieron hacer la travesía
a la playa de la Rijana. Al principio todo era alegría, el ánimo de ambos
crecía por momentos, se remaba a buen ritmo estando plenamente
compenetrados y la canoa se deslizaba
como el patinador resbala sobre la superficie
de una pista de hielo. El mar es caprichoso y si a la salida era una balsa de
aceite poco a poco se fue levantando con lo que la llegada a la playa de la
Rijana no fue tan fácil como en un principio se la aventuraron.
Cariño mutuo entre abuelo y nietos
El gran problema fue el retorno con un
mar encrespado hizo presa en los nervios de ambos y el remar era inútil ante
unas aguas que apenas les dejaron avanzar. Extenuados por los esfuerzos
realizados consiguieron arribar a la playa que les vio partir junto a la
alegría de los que les habían visto salir y ansiosos deseaban su vuelta.
Antonio, mi nieto creo que no volvió a subirse más en ella, no así mis otros
nietos que han seguido divirtiéndose y regodeándose con la canoa.
El 24 de junio como cada año, se sienten
las hogueras para echar al fuego los enseres viejos y todo lo desagradable, de
manera simbólica, que haya sucedido durante el año anterior. Las gentes se
sientan en la playa, donde comen, cantan, beben y se bañan.
Como pueblo marinero, festeja a su
patrona, la Virgen del Carmen. Durante estos días festivos hay un amplio y
divertido programa de actos en el que destacan la cabalgata de gigantes y
cabezudos y el desfile de carrozas. Y sobre todo, la procesión marítima de la
Virgen, seguida de un castillo de fuegos artificiales, con las bengalas y los
cohetes saliendo desde la misma superficie del agua.
Después de este largo recorrido por
nuestra costa granadina a través del cual he querido sacar a la luz la cantidad
de bellezas y encantos que he tenido la oportunidad de disfrutar en mi vida,
quiero darlos a conocer a través de este
reportaje, para que sean el placer de
todo aquel que los lea, principalmente a mis seguidores por todas las partes
del globo terráqueo.
José Medina Villalba