Cartuja de Santa María de la Defensión. |
La historia
es la siguiente: Jerez de la Frontera tiene una Cartuja donde durante varios años
estuvo viviendo una comunidad de cartujos.
Vista aérea del monasterio.
La Cartuja de Santa María de la Defensión, es posiblemente el edificio religioso de mayor valor artístico de la provincia de Cádiz. Su estilo arquitectónico inicial se corresponde con el gótico tardío y data del siglo XV.
El
protagonista principal de esta historia es el pintor, escultor, ceramista,
dorador, restaurador…, Vicente Arroyo Valero,
andorrano, afincado en Granada desde hace bastantes años.
El odontólogo
doctor D. José Salas, hombre de una profunda fe religiosa, acostumbraba ir a
visitar, la Cartuja de Jerez de la Frontera, con cierta asiduidad; estas estancias eran retiros espirituales que realizaba
conviviendo con los monjes y haciendo vida monacal como cualquiera de los que
allí habitan.
En uno de
estos retiros, los monjes le manifestaron que el monasterio estaba sufriendo
ciertos saqueos en el portón principal del monasterio. Varios de los medallones
o clavos de bronce que lo decoran habían
sido robados.
Los monjes le
piden al doctor, que vea la forma de poder hacer unas réplicas tanto de los
medallones como de los aldabones, que realice las indagaciones oportunas ya que,
para ambos elementos, peligra su conservación; él como hombre de mundo y de contactos
exteriores podría ayudarles a resolver este problema.
D. José Salas se comprometió a hacer lo que en sus manos estuviera para poder cumplir con esta misión.
D. José Salas se comprometió a hacer lo que en sus manos estuviera para poder cumplir con esta misión.
Por aquella
época, año 1990, me encontraba realizando un curso monográfico en la Escuela de
Artes y Oficios de Granada y allí tuve la oportunidad de conocer al doctor. El
señor Salas quería aprender a hacer moldes para poder llevar a cabo y resolver
esta situación.
La verdad, no
era tarea fácil, sobre todo, para una persona que carecía de estos conocimientos,
aunque como odontólogo estuviera acostumbrado a realizar moldes dentro de su
profesión.
ALDABÓN
Dentro de la
Escuela, y en este mismo taller, el de vaciado, se encontraba el protagonista
de este relato, Vicente Arroyo Valero, que dominaba la técnica de realización de
todo tipo de moldes: el molde perdido, a la francesa o a la italiana siendo
el referente, dentro del taller, para
profesores y alumnos, por la perfección con la que realizaba esta función
convirtiendo los moldes en verdaderas obras de arte.
Fue el mismo
doctor el que propuso a Vicente el ofrecimiento de realizar las réplicas.
Nuestro
artista, una mañana del primaveral mes de mayo, respirando el aire puro de la
mañana y conduciendo su coche panda, carretera adelante, se dirige hacia Jerez,
con el objetivo logrado y portando un mensaje especial, de D. José Salas, para
los cartujos, reafirmándose en la recomendación hecha de
antemano a nuestro protagonista.
antemano a nuestro protagonista.
Medallón
Tal fue la
información que el doctor manifestó a los cartujos, sobre mi persona, que
inesperadamente un día recibí un paquete voluminoso que contenía los objetos de
los que tendría que hacer las copias: un aldabón y un medallón; aquello
indicaba un depósito de confianza hacia mi persona tal, que me alegró
enormemente.
Detalle de la Cartuja
Los
sentimientos interiores que me embargaban eran de grandes dimensiones, por una
parte la ilusión de haber realizado un trabajo que perfectamente dominaba, por
otra haber cumplido un compromiso con el
doctor Salas, y la confianza que había depositado en mí persona, al mismo
tiempo haber podido resolver una situación que agobiaba a los monjes ya que se
trataba de reproducir unas obras de arte
que tendrían que salir con el mismo realismo que las originales.
Sin embargo,
era una aventura totalmente novedosa para nuestro artista, él estaba
acostumbrado a realizar trabajos más o menos de esta índole, restauraciones de
todo tipo de obras artísticas deterioradas: pinturas, esculturas,
reconstrucción de cerámicas, diversos tipos de policromías, dorados al pan de
oro, había realizado, en el Museo Hispano-Musulmán de la Alhambra, restauraciones
de yeserías, pero sin embargo era la primera vez que iba a entrar en un
monasterio y hacer vida, aunque fuese por unas horas, con los cartujos.
Todo este
cúmulo de pensamientos se agolpaban en la mente de Vicente mientras su vehículo
se deslizaba, a la velocidad que el motor le permitía, hacia Jerez.
Conocía la
Cartuja de Granada y se imaginaba
encontrarse con pinturas al estilo del cartujo Sánchez Cotán, con una sacristía
barroca, con una cúpula pintada por Tomás Ferrer, con los cartujos fundadores,
entre ellos San Bruno, una sala
capitular, con bóveda de crucería y cuadros de Carducho.
Todo su interior estaba plenamente embargado
por la euforia de una nueva aventura, aunque como toda aventura, que va a
comenzar, existía cierta neblina interior que, en cierto modo, quería enmascarar
y difuminar esa satisfacción interna.
El paisaje
del camino, aunque atrayente por el verdor de determinadas zonas, sin embargo
estaba más bien esfumado por la fuerza de sus pensamientos, solamente una buena
tostada de manteca en uno de aquellos pueblos, de campesinos robustos, le hizo
salir del ostracismo en que estuvo envuelto durante todo el viaje.
Sumido en
estos pensamientos, sin darse apenas cuenta y después de largas horas de viaje,
nuestro artífice se encuentra delante de una gran portada renacentista y sus
ojos se clavan rápidamente en los objetos artísticos que había reproducido y
venía a entregar.
En esos
momentos hay algo que parece interponerse entre él y el monasterio, un hombre
de mediana edad, le interpela, con cierto aire de acoso.
- ¿Qué quiere
usted?
El estado
obsesivo por penetrar, lo más pronto posible, dentro de lo desconocido y
aquella interrogante inesperada, hizo que mi imaginación calenturienta viera
transformarse el aldabón, que tenía frente a mí, en aquel personajillo,
queriendo rechazar que le pudieran sacar de su habitáculo para ser sustituido
por un clon, arrebatándole el puesto que durante tantos siglos había ocupado.
Sus pasos se
dirigen hacia una pequeña puerta que se encuentra en el lateral izquierdo
adosada a una tapia que actúa como pared de un gran cofre envolviendo la
riqueza de lo que su interior alberga.
Con manos
decididas, como el escultor que, con gubia en mano, golpea la piedra o el
mármol para sacar de su cárcel la figura que dormita en su interior, deja caer
el llamador para poner en aviso al monje que le ha de abrir.
Galería del claustro
Hasta mis
oídos llega el resonar, por el interior
del convento de los pasos decididos del monje portero, más que pasos eran
zancadas que retumbaban en la galería de un claustro que, sin haberlo visto, ya
me lo imaginaba y en mi mente se dibuja la figura del que en pocos segundos iba
a ver. Un golpe seco de cerrojo deja ante mi presencia la efigie esbelta del primer
personaje.
Alto,
escueto, con mirada fija y penetrante, cabeza rapada, barba negra, bien
poblada, alba en la comisura de los labios, manos curtidas por el trabajo,-
haciendo honor a la máxima “ora et labora”-, dedos alargados, sayón que cubre
su cuerpo dejando al descubierto unos desnudos pies embutidos en unas humildes
sandalias, deja en el espacio el saludo de una voz cadenciosa que lleva
envuelto el mensaje de la humildad,
nobleza y agrado del que me saluda.
Cuando
intento dar mi primera salutación, el monje se me anticipa:
-Buenos días,
-Usted debe
ser D. Vicente, el recomendado de D. José Salas.
-Pase, pase,
esta es su casa, bienvenido a esta humilde morada.
Lo de humilde
morada lo entendí por la modestia, timidez, sencillez, obediencia, sumisión, de
los residentes, pero no por la riqueza de lo que me iba a encontrar allí en
valores artísticos y sobre todo humanos.
-Vamos a ver
al padre prior, que se encuentra en su celda.
Caminando por
el claustro, en dirección al lugar indicado, me daba la impresión de haber
entrado en un mundo totalmente distinto al que, hacía un momento, había dejado
atrás; todo era silencio, un silencio que era el paradigma de lo que es un
monasterio, era un silencio sepulcral,
solamente el golpeteo acompasado de nuestros pasos sobre el pavimento, el
sonido cadencioso del agua de la fuente que ocupa el centro del jardín, al que envuelven los cuatro pasillos del
claustro, el sonido del aleteo de unas golondrinas, que anidan en un rincón, y
salen de su habitáculo, al contemplar la presencia de un personaje extraño, o
la sinfonía orquestal de unos jilgueros que sacian su sed y juguetean con el
agua de la fuente, son los elementos que rompen la quietud del lugar.
Rápidamente
me di cuenta de que la vida contemplativa de los cartujos requiere lugares como
este, lugares que guardan como algo muy sagrado el retiro del mundo.
Llegados a la
estancia del Abad y entrados en ella, la sencillez se palpaba por todas partes:
una simple mesa, una silla, un camastro, una estantería con libros, un
crucifijo, una pequeña escultura de S. Bruno, era prácticamente el mobiliario y decoración
que albergaba aquella estancia. La semblanza y aspecto era la de un hombre
sencillo, pero con una alegría interior que se manifestaba en la sonrisa y
agrado con la que me recibió.
Después de un
breve intercambio de palabras sobre mi viaje y estado en el que me encontraba, el
prior llamó a todos los monjes; pronto se presentaron en la estancia,
previamente había colocado los aldabones y los medallones originales mezclados
con las réplicas. Alrededor se fueron colocando los hermanos. Les invité para
que me dijeran cuales eran las réplicas, ninguno de los allí presente pudo
identificar los nuevos elementos llegados a la cartuja. Los tocaban, los
miraban, las órbitas parecían querer salírseles de los ojos por descubrir los
originales. No fue posible hasta que yo les dije cuáles eran. Sonreían, con una
sonrisa gratificante que a mí mismo me embargaba, no se podían creer lo que
estaban viendo. Aquel espacio de tiempo se convirtió en una verdadera fiesta.
El prior me
invitó a hacer un recorrido por todo el convento. Recorrimos el interior, quedé
sumamente impresionado al contemplar la sillería del Coro de Padres, magnífica
obra de talla de madera, la sustitución
del antiguo retablo de estilo flamenco por el ejecutado por los mejores
artífices de la época: Alejandro de Saavedra, José de Arce y Francisco de
Zurbarán, así como el conjunto de tablas pintadas por éste para las paredes del
Sagrario.
Mientras el
prior me comentaba tanta historia, recordaba la invitación que al principio me
hizo de vivir, por unas horas, la vida conventual de los cartujos; de vez en
cuando en el caminar por las distintas salas nos cruzábamos con algún hermano,
apenas un leve saludo un cruce de miradas, o un simple recordatorio: “Hermano
que morir tenemos”.
Aquella paz,
tranquilidad y silencio acrecentaban en mí la idea de permanecer allí algún
tiempo más, así es que le dije, sin más dilación, al prior.
-Padre.
-No, llámame
hermano, todos somos hermanos, parecía que había leído mi pensamiento y sabía
lo que le iba a proponer.
-Sé que te gustaría quedarte un tiempo con
nosotros, pero en estos momentos no va a ser posible porque las únicas celdas
desocupadas están en restauración.
Le comenté el trabajo que me había supuesto
la confección de aquel encargo y los gastos de los materiales que para nada se
ajustaba al presupuesto que le había mandado.
-Vicente,
piénsalo bien, lo que me pidas te lo voy a dar.
Virgen de la Defensión
Llegó la hora
de la oración.
-¿Eres
cristiano? ¿Sabes rezar?
-Lo soy, pero
sólo sé rezar el Padrenuestro y el Ave María.
-Vente
conmigo, acompáñanos.
Mientras
caminábamos, por uno de aquellos grandes patios, me comentaba:
-Vicente, eres
un privilegiado, nadie puede entrar aquí, incluso el rey, tendría que pedir
permiso.
Una botella
que había en un rincón la tiró una ráfaga de viento.
-Hermano,
aquí el único que se atreve a ser travieso es el viento que juega con esta
enorme luminosidad y ese sol radiante que nos alumbra. ¡Había tanta luz!
Sillería del coro
Me sentía,
extraño en la sillería del coro. Los hermanos sentados en sus respectivos
sitios, dirigían sus miradas al gran libro de piel con enormes notas musicales,
letra en latín y castellano, se encontraba apoyado en un gran atril giratorio.
Me sentía avergonzado, el prior me dijo:
-Haz lo que
yo haga.
Comenzaron
los cantos de un gregoriano que enervaba el espíritu, y te mantenía suspendido,
como flotando en una nube. Balbuceaba más que cantaba, al principio, pero poco
a poco me fui metiendo, como uno más, en aquel ambiente de paz, alborozo,
entusiasmo contagioso y júbilo, el prior me guiaba con uno de sus estilizados
dedos, por donde íbamos, todo era excelso, el ambiente estaba impregnado de una
sublimidad que parecía rayar con el cielo.
Al mismo tiempo que se cantaba se iban
realizando una serie de gesto que yo intentaba imitar; en uno de esos ademanes,
apoyándose sobre el espaldar y colocado las manos sobre las rodillas se hacía
un recordatorio de la muerte. Aquellos cantos me impresionaron, se quejaban de
la riqueza, de los gobernantes, y príncipes, de todo lo que se refería a la
opulencia y a la opresión.
Llegada la
hora de comer, cada uno de los monjes lo hacía en su celda. Comencé a comer
sólo y poco a poco fueron llegando . Pronto me vi rodeado por toda la
comunidad, daba la impresión, recordando el cuadro de Zurbarán, donde todos los
monjes están comiendo, que se habían salido y bajado del cuadro y me
acompañaban, en aquel momento me sentí uno más de los monjes. La comida fue pan
con arroz y al final un rico licor preparado por los mismos monjes. La mayor
parte de ellos eran octogenarios, alguno algo sordo, el prior era bastante
joven.
Querían
hacerme preguntas, saber cosas de la vida del exterior, alguien, que había
visto mi coche, un simple y desvencijado “panda”, dijo: qué bonito coche
tienes. Otro me preguntaba sobre la vida fuera del convento, le comenté: la
gente vive, el sol, el aire, el agua, la lluvia, el estío con el calor
sofocante, la hojas caen en el otoño, los huesos se hielan con el rigor del
invierno, las yemas de los árboles explosionan llegada la primavera, la gente
vive estresada, en cambio ese huerto que tenéis aquí tan bien cuidado y con los
caballones perfectamente alineados no lo he visto en ningún lugar, y apenas si
se percibe el ambiente de paz y alegría que aquí disfrutáis.
Aquel día fue
una jornada de fiesta para aquellos monjes. Marcharon a sus trabajos
respectivos, unos al huerto, otros a los diversos talleres, de restauración,
cerámica, carpintería…
S. Bruno meditando
En determinados momentos pensaba: estos no son los monjes que nos muestran en la película “en el nombre de la rosa”, donde todo es tristeza, seriedad, lugar agónico, aquí por el contrario, se respira, lo que todo humano podría desear y que en esta trayectoria, hasta ahora, he manifestado: paz, silencio, tranquilidad, alegría, fraternidad.
Había un
monje, fray Bruno, quizás tomado en recuerdo del fundador de la orden, que me
acompañó durante un rato. Era joven, muy alto, con unas manos y unos dedos
inmensos, su nobleza le envolvía completamente; estuvimos caminando durante un
rato por el monasterio, al mismo tiempo que conversábamos.
Una ráfaga de viento hizo que la capa que lo
envolvía se desplegara cual bandera
ondeando en el espacio, él rápidamente la recogió, quizás para evitar un gesto
de grandiosidad. Nos dirigimos hacia su celda, modesta y sencilla como la del
abad. Le pregunté si había jóvenes interesados en ser monjes.
-Mire
Vicente, vienen huyendo del mundanal ruido, pero suelen durar poco tiempo, tres
o cuatro meses a lo más, la vida monacal
tiene unas exigencias que para la gente joven, de hoy día, les es muy difícil
aceptar.
Los monjes que
allí había, eran gente bastante culta, había algún médico, abogado, de
distintas profesiones, gente bien preparada, personas bastante desmotivadas de
la vida exterior, habían preferido recluirse en aquel lugar.
Mi fray Bruno,
se dedicaba a pintar cerámica que después vendían como una forma de obtener
medios económicos para el sostenimiento de la comunidad. En nuestra
conversación y en mis actividades surgió la pintura de los iconos que yo hacía.
Para mí aquel corpulento y descomunal personaje era un verdadero icono en sí
mismo, impresionaba verlo caminar con las orlas de sus ropajes lanzadas al
viento. Pensé, una vez en mi casa, mandarle algunas revistas de iconos, pero no
quise meter la tentación en aquel remanso, libre de pensamientos lujuriosos,
las revistas de los iconos tenían algunos desnudos.
Salimos de la
celda, pasamos por aquella huerta tan bien cuidada, donde laboreaban algunos;
estuvimos en el museo donde había bastante cerámica, algunas ánforas romanas,
tazas, cuencos, los mismos que pintara Zurbarán en su día, nos detuvimos
nuevamente en la sillería del coro donde en las magníficas tallas se
vislumbraba los cientos de horas empleadas, la paciencia de los artistas que
las tallaron. Un ligero y casi pecaminoso pensamiento rasgó rápidamente mi
mente, “¡si pudiera sacarle unos moldes a estas filigranas artísticas!”
Caballos cartujanos
En mis
pensamientos me veía de monje, y me decía: yo hubiera sido un monje especial,
con ciertos privilegios, no me veía a las cinco de la mañana corriendo por
aquellos claustros medio dormido golpeándome contra las columnas, pero sí
haciendo copias de las vajillas cartujanas para vender a los turistas, sería un
monje mundano, el artista de mundo que ha entrado a un lugar sagrado y que de
vez en cuando daría sus escapadas llevando al exterior, la alegría y el calor
humano del que allí se respiraba.
Aquel día fue
para mí un regalo inolvidable, entré mundano y salí medio monje, me marché
dejando parte de mí en el convento.
He querido
dedicar este archivo en homenaje a un gran artista que desde muy joven bebió y
practicó el arte en los mejores talleres artísticos, con grandes profesionales;
desde Andorra, pasando por la Escuela de Artes y Oficios, de Granada, cuando
estaba en sus mejores momentos y tenía
excelentes maestros de taller.
Vicente Arroyo
Valero, es nuestro hombre, tenía una asignatura pendiente con la Facultad de Bellas Artes de Granada,
donde contractó, muchas de sus experiencias, y aportó muchos de sus
conocimientos. No le hacía falta, para nada, la Licenciatura, pero quiso vivir
los caminos por los que actualmente marcha la docencia universitaria. Ha sido
una gran experiencia colmada de satisfacciones en relación tanto con el profesorado
como con los alumnos, esa juventud que aspira a caminar por la senda de la
disciplina artística. Según dice, la propia vida es la que lo llevó a la
Universidad.
¡Enhorabuena por esa flamante licenciatura!
Existen y han
existido grandes artistas que actualmente tienen fama internacional, cuyas
obras se encuentran en los mejores museos del mundo. Hay en cambio otros muchos
que siendo grandes, magníficos, permanecen en el anonimato, a la cabeza, como
abanderado Vicente Arroyo Valero.
El gran
llamador, del portón principal de la Cartuja, tiene unas connotaciones en las
que se mezcla lo religioso, lo profano y lo monstruoso. Estas dos réplicas, que
fueron hechas para sustituir a las originales, representan una figura cuya
impresión primera es la de un fetiche algo horrible y al mismo tiempo grotesco.
La primera impronta es la de querer
asustar e impedir que ninguna mano se atreva a originar ninguna profanación de
este lugar sagrado.
Lo religioso está representado, (parte superior) en la aureola de santo y el pelillo de un S.
Juanico o fraile cartujano, vienen después dos cuernos, unos ojos saltones de horror y sobresalto, la fiereza de un león
representada en la nariz, el mostacho, la boca en actitud devoradora mordiendo
la aldaba propiamente dicha donde figura el año de su fundición 1572. Tiene una
verruga en el labio inferior, como las que suelen tener las hechiceras, quizás,
para indicar el hechizo, el encanto y la fascinación que se encierra en el
interior.
Celda de un cartujo
DATOS HISTÓRICOS
A cuatro kilómetros de Jerez, a orillas del rio Guadalete,
se levanta la figura del monasterio de la cartuja, en honor de Santa María de
la Defensión, fundado por el caballero jerezano Álvaro Obertos de Valero y
Morla, emparentado familiarmente con el Papa, Inocencio IV. Debido a su
carácter religioso, Álvaro quiso levantar un edificio religioso que siguiera la
regla fundacional de San Bruno. Aún así, el caballero jerezano murió antes de
ver concluido el Monasterio. No llegó a terminarse hasta 1620.
Los frailes tenían voto de silencio y de pobreza, a pesar de
la riqueza del monasterio, gracias a las herencias y las donaciones realizadas.
Las propiedades agrícolas eran inmensas, así como la famosa dehesa de caballos
que ha dado nombre a los famosos caballos cartujanos de Jerez. Los frailes
vivieron en paz hasta el 20 de agosto de 1835, cuando, por real decreto,
tuvieron que abandonarlo por imperativo de la Desamortización.
Cristo de la Defensión
El monasterio fue completamente abandonado hasta 1948, en la
que los monjes regresaron para intentar devolver al monasterio todo su
esplendor. De todas formas, en el 2002 los cartujos volvieron a abandonar el
monasterio con la finalidad de crear nuevos edificios en América. Hoy en día el
Monasterio de la Cartuja acoge a la orden femenina de la Virgen de Belén.
Desde la misma carretera, tanto si venimos del sur como del norte, la figura del monasterio se nos muestra como una figura imponente. La puerta de entrada es un arco triunfal de Andrés de Ribera de 1571. Al otro lado de la puerta, detrás de un magnífico patio enlosado de mármol, se halla la capilla de los Caminantes, de mediados del siglo XVIII.
Al fondo del patio enlosado se halla la iglesia de 1667. La
fachada tiene cuatro cuerpos, con columnas corintias, estatuas de monjes
cartujos y un precioso ático en la parte alta. Si pasamos al interior del
templo observamos un magnífico retablo, donado por la duquesa de Medina
Sidonia, que sustituyó al antiguo de 1639. Lo preside la Virgen de la Defensión
y San Bruno, con dos monjes a su lado, y diversas copias de pintura de Zurbarán
que acogían al antiguo retablo.
Al lado de la iglesia podemos visitar el claustro, de
preciosos azulejos sevillanos. Más allá hay un claustro mayor, conocido como el
patio de los Arrayanes, donde se encuentran las celdas de los monjes, 29 en
total. Atravesando un portal con columnas de mármol, llegamos al patio prioral
o patio de los jazmines, donde se ubica la celda del prior de la orden y el
claustro de los legos.
ALGUNAS OBRAS DE VICENTE ARROYO VALERO
ALGUNAS OBRAS DE VICENTE ARROYO VALERO
Primera Comunión. Retrato al pastel
Autorretrato. Pastel
El furor del guitarrista. Acrílico
Carboncillo
Óleo sobre lienzo
Óleo sobre lienzo
Óleo sobre lienzo
Nuestro artista, un enamorado de los secaderos de tabaco.
Óleo sobre lienzo
Granada de cartón imitando al hierro
Detalle del modelado
Nuestro artista fascinado por las pinturas de Giotto.
Icono. (Copia)
Detalle de la obra iconográfica.
Detalle. Se puede apreciar perfectamente el craquelado.
Detalle
Nuestra artista, siempre reflexiona sobre el trabajo realizado.
El aldabón que figura en este archivo, es obra de nuestro artista, Vicente Arroyo, está realizado en poliéster con polvo metálico. Es una magnífica imitación de los originales.
JOSÉ MEDINA VILLALBA