El abuelo le cuenta al nieto sus "batallitas militares"
A la gente joven de estos tiempos, ni
por casualidad, le suena esta palabra que hoy se me ocurre poner por título: LA
MILI. Quizás, todavía, puede haber por ahí algún cansino abuelo contador de
“batallitas” que esté narrando a sus nietos sus hazañas, algunas fantaseadas,
de lo que le ocurrió en aquel periodo de su vida.
Los quintos entran en el cuartel
Un grupo de jóvenes muchachos, entre los
que me encontraba, hacíamos la entrada por el Cuartel de Ingenieros de esta
ciudad de Granada, íbamos conducidos por un militar sobre el que, en aquellos momentos, no tenía ni idea
de la graduación que le correspondía. La inquietud y el desasosiego era el arma
que portaba, con recelo y desconfianza miraba de soslayo a mi alrededor para
poder detectar, entre el grupo, algún compañero que me fuera conocido.
Los veteranos nos recibían expectantes, con un beeeee borreguil.
Los pabellones cuarteleros son como grandes
naves de dos plantas con enormes ventanales de madera que abren hacia afuera.
Un numeroso gentío de soldados, con sus uniformes color kaki, nos recibían
expectantes, con los cuerpos volcados sobre el alfeizar de aquellas troneras
abarrotadas, donde no quedaba ningún resquicio para que se pudiera asomar algún
soldado más, mientras sumisos como corderillos que entran en el redil, sin
apenas dirigir la mirada hacia aquellos que nos contemplaban caminábamos
lentamente.
No hubo aplausos de recibimiento pero sí
un enorme ¡beeeeeeeeeeeeeeeeee! salido de las gargantas de los que nos miraban.
En aquellos momentos estábamos considerados como una manada de borregos.
El primer recibimiento la terrible inyección.
En fila, delante del botiquín, en pleno
patio, nos fuimos despojando de nuestras ropas de medio cuerpo hacia arriba,
una bata blanca con manos portadoras de una batea con infinidad de agujas
ortopédicas, nos sorprendió traidoramente por las espaldas sin que nos diéramos
cuenta. El aguijonazo sobre el omóplato fue morrocotudo, y alguna de ellas comenzó
a manar un color rojizo que se deslizaba sobre el dorso.
Como las fichas de dominó, los reclutas fueron cayendo al suelo
El color del rostro del que llevaba
delante comenzó a tornarse pálido, el rosado que portaba a la entrada del
cuartel se fue cambiando en un blanco de cal de fachada albaicinera, y dar con
su cuerpo en el asfalto del patio fue todo uno. Por ósmosis, por simpatía, o
llámesele como se quiera aquel grupo de los recién llegados, se fue contagiando
y fueron cayendo como las fichas de dominó puestas en hilera cuando se toca la
primera sobre la que hay a continuación todas van al suelo, como el pianista
que pasa rápidamente sus dedos sobre las teclas del piano, desde los sonidos
más agudos hasta los más graves, cuando termina de tocar su composición
melódica.
Puestos de nuevo en pie, un enorme
jeringón conteniendo un líquido blanquecino, fue depositando una ración en cada
una de las agujas.
Hubo comentarios para todos los gustos,
desde el que decía que era la vacuna para evitar toda clase de enfermedades,
hasta el muy suspicaz que decía que aquello era para mantener aletargado el
sexo por si entre los recién llegados hubiese algunos pertenecientes a “la
acera de enfrente”, lo del bromuro en las comidas había pasado de moda y ahora
se utilizaban otros métodos.
El cabo furriel va entregando el nuevo equipaje
El cabo furriel fue dándonos el
uniforme, sin preguntar tallas ni número de calzado, en aquel enorme dormitorio
con literas a un lado y otro, nos fuimos despojando de nuestras vestiduras para
colocarnos las prendas que nos habían dado. El carnaval, con sus diversos
trajes, no tenía nada que ver con el que se montó allí, había quien le sobraba
mangas de la camisa y por el contrario al que no le llegaban ni a la mitad del
brazo.
Los enormes zapatones de un payaso
Los payasos Pompón y Tedy, del barrio de
la Pescadería, del famoso Circo de la Alegría, con sus enormes zapatones éramos,
en aquellos instantes, los que allí nos encontrábamos e incluso otros a los que
ni con el mejor de los calzadores se le podían
encajar las botas que nos habían “endiñado”.
Pronto se puso en marcha la solidaridad
obligada por las circunstancias y poco a poco se fueron intercambiando prendas
hasta conseguir, no modelos para un desfile, pero sí poder salir a la calle un
poco mejor vestidos.
La ducha colectiva nos esperaba
La ducha colectiva nos esperaba, un cabo
primero situado en la entrada del túnel, nos hacía pasar a su interior, de
las paredes salían una diversidad de
chorros de agua a modo de verdaderos proyectiles, que chocaban sobre nuestros
cuerpos más o menos amontonados.
Sin querer a uno le obligan a ser
“pillo”, y la picaresca juega un papel
importante; al salir de aquel túnel, y echar mano al pantalón de deporte, con el
que había ido a tomar el baño, mi sorpresa fue inaudita al contemplar la
ausencia del mismo, ¡me lo habían quitado! No era plan de salir en “bolas”,
dando lugar al primer arresto. Ni corto ni perezoso me coloqué el que más
próximo estaba a mi mano.
Los gritos, improperios, maldiciones y
blasfemias se iban quedando atrás mientras precipitaba mis pasos hacia otro
lugar.
El "chusco" cuartelero
Habíamos dado el primer paso dentro del
cuartel y obteníamos el pase de pernocta para los que vivíamos en la ciudad;
nuestro primer “chusco”, (bollo de pan cuartelero) se nos entregó como primera
ofrenda alimentaria. Fue también la primera dádiva que ofrecí a mi prometida,
cuando vestido de militar fui a visitarla. Nos comprometimos a comérnoslo
cuando terminara el servicio militar. Así ocurrió después de quince meses, hubo
que remojarlo y ¡qué buen remojo hubo que darle!
El carro de combate de mi pesadilla
Aquella primera noche me encontré
sumergido en una amalgama de sueños, por momentos me veía subido en un carro de
combate, o lanzando una granada de mano, o en un cuerpo a cuerpo con el enemigo.
Las primeras claras del día
Las primeras claras del día dan la
bienvenida a un simple soldadito que sale de su casa para dirigirse al cuartel,
con pasos precipitados como si el traje militar me hubiese impuesto la manera
de caminar, voy marcando el paso, la tenue luz de las farolas de la Cuesta del
Chapiz se va disipando ante la luz del alba que como cuchilla imperiosa va
penetrando por los tejados de las casas.
El perfume de las glicinias se derramaba por los tapiales
Me llega el perfume de las celindas, jazmines y glicinias que cuelgan por las tapias de algunos cármenes, respirando ese bálsamo
embriagador mis pulmones se dilatan y mi corazón encogido por las pesadillas de
la noche se va poco a poco ensanchando.
Pasan los primeros obreros con sus
hatillos y fiambreras donde portan la humilde comida que le han preparado sus
mujeres para apaciguar el hambre del mediodía.
-Buenos días.
-Buenos días, se dejan sentir en el
silencio de la mañana.
El arte de pelar un chumbo
Una vendedora de higos chumbos, con
canasta apoyada en la cadera, intenta romper el secreto y la tranquilidad del
crepúsculo matutino.
-Qué gordos y qué dulces, qué ricos
higos llevo hoy.
Alguna vecina madrugadora con su
repintada fuente de Fajalauza va depositándolos en el fondo mientras la
expendedora con manos ágiles les va quitando la piel.
-Soldado, ¿has desayunado?
De esta manera se parte y extrae un chumbo
Con la agilidad del mejor cirujano la
gitana deslizó el cuchillo por el centro del higo chumbo abriéndolo en canal,
después de cortar los dos extremos, sus dedos despegaron la piel y el chumbo salió afuera, después de
practicarle la cesárea y mis manos percibieron la frescura de la mañana que
portaba aquel rico fruto.
Masticándolo lentamente el jugo sabroso
va calando en las papilas gustativas, mientras la vendedora me ofrece una
copita de anís que es el complemento a este delicioso manjar mañanero. El
calorcillo del líquido elemento es el revulsivo que acelera el motor de mis
pasos que pasan de un caminar normal a un paso ligero.
María, la mujer de Ramón el panadero del Albayzín
Atravieso el corazón del Albayzín por la
calle Panaderos, mientras el olor a pan recién salido del horno invade mi
pituitaria; Ramón va cargando los serones de su yegua alazana, de bollos, hogazas, “jayuyas” y me ofrece una
triangular napolitana de chocolate, que devoro rápidamente; poco más allá las
“pescaeras” se afanan en presentar los plateados boquerones, recién llegados de
Motril, en sus cajas sobre el mostrador de límpido mármol blanco.
Casa Pasteles
El olor del
café recién hecho de Casa Pasteles, es el complemento a este desayuno
itinerante mientras me deslizo por la Cuesta de la Alhacaba en dirección a mi
destino.
Se ha desmontado de su columna la
Inmaculada del Triunfo y reposa en el suelo de la plaza esperando el momento de
llevarla al lugar donde se van a construir los nuevos jardines.
Lugar donde se encontraba la Virgen del Triunfo en el año 1959
Esta imagen,
que durante muchos años le estuvo volviendo las espaldas a la antigua plaza de
toros, a la que invocaban los valientes lidiadores, en las tardes del caluroso
verano granadino, cuando a las cinco en punto comenzaba la fiesta.
Me impresiona el tamaño descomunal de la
escultura situado en el suelo, todas las mañanas la estuve saludando cuando
pasaba en dirección al cuartel.
El soldado que prestaba su servicio a la
entrada, dio la voz.
-Guardias formar.
Me miré la bocamanga de mi chaqueta para
comprobar si tenía alguna estrella y era a mí a quien se dignaban recibirme
como si fuera el Teniente Coronel del cuartel.
Alguien me indicó que me detuviera
mientras de un coche con banderín se bajaba el que después pude comprobar era
el jefe de aquel que durante un largo periodo de tiempo iba a ser mi domicilio
particular.
El cornetín deja al viento las notas agudas de su instrumento
De mediana estatura, rechoncho y barrigudo, con fuste en la mano recibió las complacencias del teniente de guardia mientras el cornetín, diestramente manejado por el avemariano José Luis Hidalgo Chica, gran trompetista, dejaba al viento las agudas notas de su instrumento con estilo de gran concertista, y advertía la llegada del teniente coronel.
De mediana estatura, rechoncho y barrigudo, con fuste en la mano recibió las complacencias del teniente de guardia mientras el cornetín, diestramente manejado por el avemariano José Luis Hidalgo Chica, gran trompetista, dejaba al viento las agudas notas de su instrumento con estilo de gran concertista, y advertía la llegada del teniente coronel.
Todo el mundo firme saludando al Teniente Coronel
Hay cosas que te fascinan y otras que te sorprenden, una de ellas fue observar cómo, cruzando los enormes patios que rodean el edificio, los soldados que deambulaban de un lado para otro, se convertían en verdaderas estatuas, por cerca o lejos que se encontraran, al contemplar la presencia del “soberano”. Me parecía que al “jerarca”, se regodeaba y le complacía ese estado de sumisión y reverencia de los diversos soldados que esperaban con paciencia indicara con su fusta que se podían mover.
Hay cosas que te fascinan y otras que te sorprenden, una de ellas fue observar cómo, cruzando los enormes patios que rodean el edificio, los soldados que deambulaban de un lado para otro, se convertían en verdaderas estatuas, por cerca o lejos que se encontraran, al contemplar la presencia del “soberano”. Me parecía que al “jerarca”, se regodeaba y le complacía ese estado de sumisión y reverencia de los diversos soldados que esperaban con paciencia indicara con su fusta que se podían mover.
De niño los desfiles militares me enaltecían el espíritu.
Cuando de niño asistía a los desfiles militares el espíritu se me sobrecogía, el vello se ponía de punta cuando veía desfilar con esa marcialidad a las compañías, fueran de la clase que fuesen, al ritmo de las marchas militares, el respeto a la bandera y la devoción y el silencio interrumpido en algún momento con un ¡Viva España! que enaltecía el espíritu. ¿Quién no se hacía militar con aquella serie de escenas?
Cuando de niño asistía a los desfiles militares el espíritu se me sobrecogía, el vello se ponía de punta cuando veía desfilar con esa marcialidad a las compañías, fueran de la clase que fuesen, al ritmo de las marchas militares, el respeto a la bandera y la devoción y el silencio interrumpido en algún momento con un ¡Viva España! que enaltecía el espíritu. ¿Quién no se hacía militar con aquella serie de escenas?
Más las cosas, a veces, no son como las pintan y aquel sombrajo de fantasía que deambulaba por mi cabeza se derrumbó cuando penetré en los entresijos de la tramoya escénica.
Cuando te conviertes en actor, cuando
percibes día a día la realidad de la disciplina militar aquella fantasía que
late desde tu infancia se derrumba.
Los reclutas escuchan atentamente las normas que todo soldado tiene que cumplir
Eran las tres, en una soleada tarde primaveral, la Compañía de Transmisiones a la que pertenecía, setenta soldados sentados en el patio del cuartel imbuidos en el traje de faena, algunos como verdaderos espantapájaros, escuchábamos atentamente la lectura del articulado que todo soldado debe saber y cumplir; el teniente que la regentaba, Cayetano Anibal, con énfasis y arte miliciano los leía. El incumplimiento de alguno de aquellos capítulos, hacía temblar al más impertérrito de los humanos, que se sentenciaban con la frase, ¡Pena de muerte!
El teniente Cayetano Anibal, gran artista, en su época posterior a la vida militar
El teniente de la Compañía, era un militar de milicias universitarias reganchado, vestía con elegantemente y su porte señorial distaba bastante de otros militares “patateros”, que dejaban bastante que desear. Tenía buen porte y estilo, sabía escuchar y como universitario se expresaba con bastante claridad. Después en el trascurso del tiempo Cayetano Aníbal dejó el cuerpo militar y se dedicó a su verdadera vocación el arte y la enseñanza.
Podría llenar páginas y páginas sobre
los quince meses milicianos, pero tendría que llenar varios archivos, sin
embargo por qué no sacar a la palestra algunas anécdotas que ocurrieron y que
en estos momentos las veo con la complacencia que da el trasnochado tiempo
pasado, e incluso reviven en mi espíritu la lozanía, jovialidad, la frescura y
el vigor de un tiempo que corresponde a una de mis numerosas páginas del diario
de mi vida.
Una de aquellas tardes, sentados en el asfalto del patio en lo que le llamaban “clase teórica”, llevando ya un mes en el cuartel, vemos llegar a un vulgar muchacho de pueblo, vestido a la usanza cortijera, con un “hatillo” colgando de un báculo; las miradas se clavaron rápidamente sobre él y los setenta y un pares de ojos hicieron impacto sobre el recién llegado que tímidamente se fue acercando al grupo.
-¿Qué desea usted? Fue la pregunta del
teniente.
-Soy soldado de este cuartel.
- Hace un mes que tenía que estar en el
acuartelamiento y ya se le ha dado por prófugo.
Aquel simple y vulgar hombrecillo, debió
entender que aquella palabra debía entrañar algo muy grave, por lo que le vimos
palidecer.
La última oveja que tuvo que esquilar nuestro soldado, dado por prófugo.
-Denos una explicación de su tardanza, dijo el teniente.
-Mire, señor, tenía que esquilar a mis
ovejas y hasta que no he terminado la faena no he podido venir.
Setenta carcajadas aumentadas por el eco
de otras setenta que rebotaron desde los tapiales del cuartel invadieron el
lugar.
-¡Ah! con que esquilador, bien, bien, en
estos momentos te nombro oficialmente barbero mayor del cuartel.
El barbero de Sevilla
Así nuestro pastor se convirtió en el fígaro de la zarzuela “El barbero de Sevilla”. ¡Qué buena vida se raspó! E incluso buenos dineros de propina que se llevó. Al principio el que caía en sus manos era esquilado como vulgar oveja, pero con el tiempo se fue limando y al final era bien cotizado por los “quintos”.
Pasar revista para salir del cuartel, uno de los sufrimientos diarios
Las salidas por las tardes para ir de paseo, y los pernoctas podernos ir a nuestras casas era uno de los calvarios más engorrosos del día. Puestos en fila delante del cuerpo de guardia, aquello le llamaban pasar revista, yo le llamaría ajusticiamiento, ante un juez implacable que sacaba defectos donde no los había por tal de fastidiarte la salida. Visto, hoy día, aquellas “putadas”, podrían ser el ensayo y preparación mental para otras muchas que la vida te ha ido dando y que incluso seguirán acribillando hasta que dejemos esta existencia terrenal.
Aquella tarde el jefe de la guardia se llamaba, teniente Pinilla. Tenía fama de gastarle alguna mala faena a los que deseosos de dejar el cuartel tenían que resignarse a quedarse en él.
Llegué pulcro y bien presentable a pasar
la revista, el traje de paseo inmaculado, las botas brillaban cual espejo donde
te podías mirar, la barba bien rasurada y la gorra perfectamente colocada en la
testa. Uno a uno les fue indicando, a mis compañeros, que se marcharan. Llegado a mi altura me miró
de abajo hacia arriba y a la inversa, en mi interior existía un regocijo como
el que espera una felicitación, paso su mano por mi cara un par de veces y con
el dedo en ristre me señaló que marchara a la compañía y que me afeitara de
nuevo, instintivamente y sin poder remediarlo hice una mueca con el entrecejo
que él captó a la perfección.
Fueron tres veces las que tuve que
volver a afeitarme, cuando el rostro manaba sangre pude salir
y aprendí que cualquier queja aunque fuera justificada podía volverse en mi
contra.
Una de esas tardes primaverales cuando el perfume del azahar invade los sentidos, pasear por Granada respirando a pleno pulmón, en aquellos días del año 59 del siglo pasado, aún los decibelios de los carricoches, furgones y demás monstruos, de dos y cuatro ruedas, no habían invadido a sus anchas las calles de la ciudad, con sus estruendosos sonidos que deterioran los tímpanos y la polución ambiental no habían asomado sus garras, todavía se podía ver la moto-carro cargada con las barras de hielo, traídas de la fábrica del Escudo del Carmen, el panadero repartiendo el pan cargado en los serones de su borrico o el sonido agradable del “afilaor” por la calle Elvira.
Acera del Casino en Puerta Real
Paseaba nuestro soldadito, el ya famoso “barbero de Sevilla”, por la acera del Casino, cuando se le acercó un barrigudo señor elegantemente vestido, nuestro “pastor” con su indumentaria militar contemplaba extasiado la luz refulgente de los escaparates con sus atractivas mercancías que deslumbraban a nuestro paisano.
Puerta de entrada al cuartel
La mano de aquel caballero tocó en el hombro de nuestro personaje que se volvió rápidamente hacia la señal que le avisaba.
- Hola muchachito, ¿De qué cuartel eres?
-Soy de ingenieros, señor.
-Oye, me han dicho que el teniente
coronel de ese acuartelamiento es un hombre demasiado recto y exigente, que es
el terror del cuartel.
Nuestro individuo, tímidamente sin
parpadear un momento y con la simpleza y al mismo tiempo picardía del
pueblerino que viene bien puesto en guardia por las gentes de su lugar le
respondió.
-Señor, no se crea nada de eso, son
habladurías, en mi cuartel el jefe es un
buen hombre, mira porque la tropa nos encontremos a gusto, se come y se viste
bien, nos tratan como si estuviéramos en nuestra propia casa y a mí, que llegué
tarde, me han hecho el jefe de la barbería.
-Rosendo tienes un mes de permiso, el
señor que ha estado hablando contigo es el teniente coronel de este cuartel,
puedes terminar de esquilar tus ovejas.
Marchábamos una mañana toda la compañía por
la Avenida de Cervantes con nuestros mosquetones al hombro y cartucheras
cargadas de munición, en dirección al
campo de tiro que se encontraba en un lugar llamado “Las Conejeras”.
El primer día de práctica de tiro
Era el primer día de práctica, era el bautizo de dar en el blanco. Puestos en fila de diez, separados unos de otros a pocos metros de distancia, sonó recia y fuerte la voz del capitán Castañeda.
-Cuerpo a tierra.
-Cargar.
-Apunten.
El compañero que tenía a mi lado,
invadido por el pánico del momento, se fue reculando hacia atrás de tal manera
que hubiera podido ocasionar un grave accidente, cuando el oficial, que mandaba
la tropa, diera el último y definitivo vozarrón
de ¡fuego!
Fue tal el puntapié, en susodicha parte
trasera, que recibió del capitán que puestos en hilera correctamente, una vez
dada la orden, las balas partieron
acompañadas de una estruendosa explosión al lugar que les correspondía.
De izquierda a derecha: Luis Núnez Contreras, doctor, catedrático y decano en la Universidad
de Sevilla. Rosendo el barbero del cuartel. José Medina Villalba, profesor del Colegio del Ave María, en Granada.
Eliseo Aznarte Gómez, médico en Madrid.
Los pernoctas habíamos tenido que ir al cuartel para cumplir una misión especial que en aquella madrugada se iba a celebrar. Todo eran conjeturas y presunciones, antes de salir hacia la hazaña que íbamos a realizar; se comentaba entre el cuchicheo de los compañeros que tendríamos un encuentro con un enemigo escondido, otros decían que era la toma del castillo de Alcalá la Real, los más avispados, creyendo ser poseedores de la verdad, comentaban que íbamos a librar una terrible batalla y algunos sería apresados y llevados a las mazmorras de la Alcazaba Cadima.
Una luna espléndida se escondía entre la arboleda
Los grillos chirriaban aquella noche de verano en las cunetas de la Carretera de Pulianas, el rastreo de las botas sobre el polvoriento camino se iba quedando atrás, algunas luciérnagas con su luz intentaban alumbrar la oscuridad de la senda. Una luna espléndida se escondía entre las nubes y la arboleda o aparecía dejando ver el brillo de los cañones de los fusiles. De pronto la voz de, ¡alto compañía! rompió el silencio de la oscuridad.
-¡Compañía, descanso! Sentados en la
cuneta e incluso otros retrepados sobre la hierba seca, nos fuimos acomodando.
El olor del humo de algunos rastrojos,
de la siega reciente del trigo, en la vega penetraba por nuestras napias e
incluso se podía percibir en la lejanía la llama, como pequeñas lucecitas, que
aparecían y se ocultaban.
La Torre de la Vela
Algunos sones de la Campana de la Vela, desde la lejanía apenas si se percibían, pero daba la impresión de que la sultana Alhambra estaba contemplando con los ojos en lontananza a las huestes cristianas cercando la ciudad allá por 1492.
El Gran Capitán en la toma de Granada
En unos instantes mi mente en una abstracción del lugar y del momento fue cambiando el escenario; el capitán Castañeda que mandaba la compañía se transformó en “El Gran Capitán” D. Gonzalo Fernández de Córdoba, todos los soldados nos despojamos de nuestras vestiduras y nos uniformamos a la usanza de aquella época. Allá en la lejanía veía al Cardenal Mendoza ondeando el pendón de Castilla en la Torre del Homenaje y Granada entera recibía a los Reyes Católicos en el Violón mientras un Rey Chico, se arrodillaba y entregaba las llaves de la ciudad a los que consiguieron la unidad de la Nación.
Gritó el jefe de la compañía y en un
momento nos volvimos a vestir de soldados y con un giro de 180º emprendimos el regreso
al cuartel. Había terminado la hazaña y se había cumplido un paseo militar
programado.
El capitán cumplió con su programa y a
los soldados nos fastidiaron unas horas de sueño.
Habían pasado tres meses y el cemento,
del enorme patio del cuartel, soportaba silencioso los duros golpes que con
rabia lanzábamos sobre él la compañía de transmisiones durante la instrucción diaria, unas veces con
el mauser al hombro y otras con las emisoras a las espaldas.
Machacando el asfalto del patio...
¡Paso! ¡Paso! ¡Paso! Gritaba enfurecido un cabillo primero de corta edad, con perspectivas de futuro en el ejército, a un grupo de soldados con titulaciones de médicos y maestros, era una forma de creerse superior a los que en aquellos momentos mandaba. ¡Pobre hombre!
Un simple soldado no le puede dar lecciones a un soberbio cabo primero
Aquel cabo primero con nombre Corral, nunca mejor le pudo venir el apelativo, me invitó para que le preparase los exámenes para sargento, pero su ignorancia era tal que cuando comencé a explicarle alguno de los temas que le exigía el programa, se sintió, según pude entender, en un plano de inferioridad, y eso no lo podía soportar, ¡un simple soldado dándole lecciones a un cabo primero! ¡inaguantable! por lo que nuestra relación de maestro a discípulo a los pocos días dejó de existir y se suspendieron las clases. En más de una ocasión, en el trascurso de la vida hubiera querido encontrarme con el susodicho militar a ver si los humos de grandeza intelectual, de los que carecía, le habían desaparecido.
La Caldelería
Por la calle Elvira, cuando la mañana aún no se había desperezado, y los puestos de frutas y verduras de la Calderería, la que hoy en día es el zoco marroquí de teterías, no habían comenzado a funcionar, un grupo de soldados, entre los que me encontraba, nos dirigíamos a la Capitanía General para celebrar nuestra guardia semanal.
Capitanía General
Los comerciantes sacaban de sus pequeños locales los productos, colocándoles de la mejor forma posible para ofrecérselos a las amas de casa más madrugadoras, que querían llevarse el “cogollo” de las ventas.
Carrillos de mano cargados con la
verdulería, dejaban el sonido metálico de sus ruedas sobre la empedrada calle,
reatas de mulos con los serones llenos, de hortalizas, hacían de la empinada
calle una algarabía mañanera.
La nívea losa de mármol de la pescadería
-¡Qué voy! ¡que mancho! Era la voz del mozo que cargaba sobre sus hombros la pesada caja de pescado, chorreando el agua del hielo que custodiaba la mercancía, para depositarla sobre la nívea losa de mármol de la pescadería.
La churrería de la Caldelería
El oloroso humillo, del aceite casi humeante, de la churrería próxima, preparado para recibir la masa que se convertiría en el tejeringo, llegaba hasta nuestros olfatos y nuestros estómagos deshabitados, a esas tempranas horas, se rizaban añorando el suculento manjar.
En la puerta de un tabernucho, antro de
borrachos, guardaba en la puerta un rechoncho personaje, dueño de aquel cubil
portador de un enorme bigote que le llegaba hasta las orejas, blanco, ancho y
amarilleado por el paso constante del humo de una enorme pipa de un fumador
impenitente, junto a una poblada barba.
¡Bigotes! ¡Barbas!
Siempre se repetía la misma escena, tanto al ir como al volver de realizar la guardia, al llegar a la altura de nuestro nuevo personaje, era la voz que salía sin poder determinar quién era el causante, se dejaba sentir a todo lo largo y ancho de la calle, bajo la mirada feroz de aquel personaje, que se hubiera tragado al que la pronunciaba, ¡Bigotes! ¡Barbas!
La cocina del cuartel
La cocina del cuartel era enorme, se daban muchas raciones de rancho al día, pero jamás se podría comparar con la de cualquier vulgar restaurante. Lo que más me llamó la atención, una mañana que mi curiosidad olfateaba por aquellos lares, fue contemplar a los rancheros, unos soldados que jamás habían pisado una cocina y que liberados de guardias, instrucción y demás oficios a cumplir permanecían en traje de faena en aquel lugar, aprendiendo y practicando un nuevo oficio para ellos.
La cocina del cuartel era enorme, se daban muchas raciones de rancho al día, pero jamás se podría comparar con la de cualquier vulgar restaurante. Lo que más me llamó la atención, una mañana que mi curiosidad olfateaba por aquellos lares, fue contemplar a los rancheros, unos soldados que jamás habían pisado una cocina y que liberados de guardias, instrucción y demás oficios a cumplir permanecían en traje de faena en aquel lugar, aprendiendo y practicando un nuevo oficio para ellos.
Preparando el café para la tropa
Era la hora de preparar el desayuno para la tropa; una enorme y gigantesca perola llena de agua recibía un saco lleno de café atado de una cuerda que se deslizaba sobre una carrucha, y penetraba en su interior lentamente como el que entra en una piscina para tomar un baño de agua caliente, después de un buen rato, con el agua hirviendo y después de dejar el jugo de su sustancia se le sacaba y hasta el próximo baño a la mañana siguiente.
Clase de analfabetos en el cuartel
Como maestro que era se me nombró instructor pedagogo de los soldados analfabetos, y ayudante del capellán castrense, fue una manera de evadirme de otras actividades; permanecía la mañana “escondido” en el despacho de aquel capellán, para evitar ocultarme en otros lugares como lo hacían mis compañeros y de este modo evadir al brigada de la limpieza que nos perseguía para estar barriendo o limpiando un cuartel que siempre estaba en exposición.
Como maestro que era se me nombró instructor pedagogo de los soldados analfabetos, y ayudante del capellán castrense, fue una manera de evadirme de otras actividades; permanecía la mañana “escondido” en el despacho de aquel capellán, para evitar ocultarme en otros lugares como lo hacían mis compañeros y de este modo evadir al brigada de la limpieza que nos perseguía para estar barriendo o limpiando un cuartel que siempre estaba en exposición.
Las caballerizas del cuartel
El brigada de las caballerizas tenía a sus órdenes una serie de soldados, procedentes del medio rural donde sus tareas estaban en la cría y cuidado de animales, cabras, ovejas, caballos, por lo que por sus experiencias los habían seleccionado y dado como destino dentro del cuartel, las cuadras de los caballos.
El brigada de las caballerizas tenía a sus órdenes una serie de soldados, procedentes del medio rural donde sus tareas estaban en la cría y cuidado de animales, cabras, ovejas, caballos, por lo que por sus experiencias los habían seleccionado y dado como destino dentro del cuartel, las cuadras de los caballos.
La mayor parte, por no decir la
totalidad, de estos soldados eran analfabetos y requerían asistir a las clases
que a mí se me habían encomendado. Coincidía, no sé el motivo, con la hora de dar
forraje a los caballos por lo que el brigada de cuadras me recomendó hiciera “la
vista gorda”, y dispensara a sus subordinados de asistir a clase.
Aprendiendo a firmar
Todo marchó bien hasta que uno de los soldados, teniendo de cuerpo presente a uno de sus familiares necesitó permiso para asistir al sepelio de su padre en su pueblo. Dicha autorización correspondía al teniente coronel.
No se le concedía dicha licencia mientras
no supiera firmar; con lágrimas en los ojos vino a mí y guiándole la mano
varias veces, como el que hace un dibujo, consiguió el visado y pudo marchar.
La disciplina militar llega, en determinados
momentos, a situaciones insospechadas que suelen rayar en la ridiculez, unas
veces, y la injusticia otras. Fueron unos momentos muy duros para mí aquel día
en que estaba de servicio y llegó al cuartel la noticia de que mi madre, que
desde hacía tiempo venía padeciendo una grave enfermedad, se encontraba a punto
de morir.
Mi madre, Josefa Villalba López
Pensé cuando recibí la noticia que me relevarían de mi ocupación para ir a pasar los últimos momentos junto a aquella que me había dado el ser y su entrega por mí y por toda mi familia, más esto no fue tan fácil como a simple vista podría parecer, tuvo que llegar un telegrama del sargento de Colomera del cuartelillo del Albayzín, comunicando al jefe de guardia la gravedad del momento para que pudiera salir y estar junto al lecho de la que siempre he tenido en mi pensamiento, ¡mi querida madre!
Las compañías, es decir, las largas
salas donde se encontraban los dormitorios con literas a ambos lados, brillaban
cual espejos recién pulidos, se reflejaban perfectamente los cuerpos en aquellos
aseados aposentos.
Los dormitorios del cuartel brillaban después de pasarles el colchón
-¿Queréis saber cómo se limpiaban y abrillantaban?
-¿Queréis saber cómo se limpiaban y abrillantaban?
Diariamente, se les fregaba con la
mezcla en el agua de algún producto de abrillantamiento, a continuación se
colocaba un colchón en el suelo a la entrada de la compañía, un soldado se
sentaba en él y otros dos como el que arrastra una carretilla, a toda velocidad,
lo deslizaban de arriba abajo dándole tantas pasadas como fuera necesario hasta
que quedara como los “chorros del oro”. ¿Curioso verdad? Pero nada higiénico.
Las golondrinas revoloteaban
Eran las seis de la mañana de un día solemne, el día de las Fuerzas Armadas, el día del desfile en la ciudad. El perfume de las celindas y los rosales que adornaban los arriates del cuartel invadían todo el recinto, las golondrinas recién llegadas de allende los mares, revoloteaban sobre los nidos construidos en años anteriores en los aleros de los tejados, infinidad de delichom urbicum –avión común- cubrían un cielo de intenso azul girando y dando vueltas sobre nuestras cabezas y posándose sobre los alféizares, con un sonido estruendoso de graznidos.
Preparando las emisoras para el desfile militar
Cada soldado se afanaba en poner en orden de revista el instrumento con el que iba a desfilar, ya fuera la emisora, el fusil, el carro de combate, el camión con las ametralladoras, las cartucheras el correaje y por supuesto el traje de paseo con todos sus aditamentos.
-Compañía a formar. Era el grito del
cabo primero Romero.
En un momento todo el desorden que
existía se trasformó, a través de aquel mandato, en una composición donde cada
soldado se colocó en el lugar que le correspondía.
Pasando revista antes del desfile
Se pasó la primera revista y así sucesivamente, hasta las doce de la mañana, las distintas graduaciones militares fueron haciendo lo mismo en espacios separados: sargento, brigada, alférez, teniente, capitán, comandante…, hasta llegar al jefe supremo el teniente coronel.
Explanada de la antigua plaza de toros desaparecida.
Un sol de justicia caía sobre nuestras cabezas cuando nos encontrábamos, a las una de la tarde, en la explanada de la antigua plaza de toros, actualmente los jardines del Triunfo. Mis espaldas se quejaban del peso de la emisora que durante varias horas venía soportando.
Un golpe seco sobre el terroso campo
llegó a mis oídos, a poca distancia de mi cuerpo, un soldado había caído fulminado;
pronto observé cómo el que se encontraba contiguo le caía el sudor por la
frente como si manara una fuentecilla, rodaban las gotas por la mejilla,
invadían el suelo formando un charco y dar con el cuerpo en el suelo fue todo
uno.
El desfile de las Fuerzas Armadas por la Gran Vía de Granada
Los altavoces colocados a lo largo de toda la Gran Vía dejaban en el espacio la sonoridad de una marcha militar; fueron entrando en el desfile los distintos cuerpos: infantería, automovilismo, legionarios, marina, compañía de alta montaña, paracaidistas, caballería…, todos equipados con sus correspondientes armas militares según el cuerpo, hasta que le llegó el turno a zapadores y transmisiones.
Las aceras de la Gran Vía estaban
repletas de gentes enardecidas y enfervorizadas ante el paso de los militares,
los saludos se repetían al paso de la bandera y los vivas a España salidos de
las gargantas inflamadas hacían vibrar la fibra sensible tanto de los
espectadores como la de los actores.
Pasados los quince meses, con sucesos
anecdotarios agradables y otros no tanto llegó el momento de licenciarse.
Había que pasar por el departamento del cabo furriel para hacerle entrega de toda la vestimenta que el primer día te dieron cuando entraste en el cuartel: traje de paseo, de faena, ropa interior, botas…, era curioso ver como admitía el furriel, un girón de tela por unos calzoncillos, o la borla del gorro de faena por éste, pero las botas no bastaba con entregar los cordones era necesario, aunque estuviesen muy deterioradas entregar un par.
Alguien en esos momentos de euforia
porque vas a dejar el cuartel y faltándole las botas no se le ocurrió otra idea
que asaltar mi taquilla y sisarme las mías.
En el rastrillo, de segunda mano, del soldado.
Un día de cabreo y de estancia más me costó permanecer en el acuartelamiento hasta que pude adquirir, en la Calle Elvira en un rastrillo que existía, unas viejas y desastrosas botas que me dieron el salvoconducto de salida.
Con este anecdotario de mi servicio militar
allá por los trasnochados años de 1959, he querido sacar al exterior, para mis
diversos seguidores, los hechos de un servicio castrense, que con sus
aberraciones, en cierto modo fortalecieron el carácter de los que lo vivimos, a
pesar de que las dificultades por las que se pasaba en aquellos tiempos ya lo
teníamos más que acorazado.
A veces se me ocurre pensar, viendo la
vida boyante de la juventud de hoy día, si no les vendría bien un paseíto de
unos meses en un cuartel de aquellos tiempos con la disciplina correspondiente.
José
Medina Villalba
Amigo Pepe: Acabo de leer con enorme satisfacción, el relato que acabas de colgar en tu blog; esto me ha traído a la memoria una gran cantidad de recuerdos, de aquella etapa de nuestras vidas, disfrutada o sufrida según el caso; en mi compañía había un recluta que no distinguía bien lo de izquierda o derecha, y el instructor que era paisano suyo, tuvo la feliz idea de ponerle en cada pie calzado de distinto color, y al darle las ordenes: le decía pargata blanca pie derecho, pargata negra pie izquierdo, y así consiguió que pudiera desfilar con cierto equilibrio, como no sabía leer ni escribir, asistió a las clases y así consiguió poder escribirle a la novia, ha llegado a mis manos una copia de esa carta, que con mucho gusto te transcribo. Querida endespreciable y nunca inorvidable ermosita de mis tripas, penco y agarro er mango pa zamparte e icirte con estos cuatro renglones mal trazaos, que al descargar el burro del cartero del peaton del pueblo, tancuentres tan guena y gorda como una vaca, yo tan gueno y gordo como un alefante. An sobre to pa que cepas que anque me aigan cepartao de tu lao antoavia te tengo volunta apego y arrimo. An sobre to pa que cepas que cuando nos cepartamos, mos pucieron a tos con las manos en los onbros y aluego indispues mos pusieron en fila como a los indios, y asina mos llevaron hasta la estacion, aluego nos pucieron en piara como a los guarros y mos arrenpujaban pa meternos por dentro los bagones, acina mos trajeron ar cuartel, cuando lleguemos mos pesaron mos mieron mos pelaron, yo peje sesenta y cinco quilogramos y meí ciento cecenta y cinco metros. aluego indispues mos dieron la ropa y pa eso no mos an tomao medía, a tu primo frasco que tan chico es, lan dao la ropa del que apaga las luces y a mi que tan grande zoi la del que recoge las coliyas, acina que ni tu primo frasco me conoje a mi ni yo aconosco a tu primo frasco. Aluego indispues mos dieron las botas, una der cuarenta y la otra del cuarentitres, de forma que cienpre llego antes con un pie que con el otro. Bastiana.. A! La ceba la masco la engrullo lo mezmo que las bestias al cafe por las mañanas; ya abemos io a la ducha, antie mos ducharon y mos vacunaron, a mi calleron tres goterones en la caeza, indispues me pegaron un gizopazo en en la espardas un pinchazo, mos pusieron unos etras de otros a correazos pa pazar, y nom te acuento mas. mos an dao de come yo a tenio mucha suerte man tocao 20 cocos 5 garbanzos y 60 lantejas, ya abemos jurao bandera y a mi man ascendio, man echo melitar de tropa. !Bastiana A¡ me diras como sigue er burro del señor arcarde y si ar guarro de tu ermano se le a curao la pezuña y como siguen to los demas animales de la familia. Le diras ar seño canuto que como tie tantas conocencias con los deputaos, aver si me puen dar un permiso trimestral pa un año. y sin mas que icirte por que me quean tres ringlones y se me acabao la tinta, se despie de ti este que tullo lo es y esta !echo un guarro ¡ por verte, frasco de tu corazon. un abrazo de tu amigo Pepe Cuadros.
ResponderEliminarAmigo Pepe, mi más cordial felicitación y enhorabuena por esa carta tan peculiar en la que haces un derroche excepcional de tus capacidades imaginativas, que son fiel reflejo de la realidad de determinados personajes que convivieron con nosotros en aquella etapa de nuestras vidas.
ResponderEliminarEran muchachos robustos, sanos de cuerpo y espíritu, llegados del medio rural que no habían pisado para nada la ciudad, y que se manifestaban sin ambages ni rodeos poniendo al descubierto su alma y la sinceridad en la forma de pensar y de decir.
No sé como el traductor de los archivos va a poner en texto comprensible, en los diversos idiomas, este epistolario para la cantidad de seguidores y lectores de todas las partes del mundo. Gracias como siempre por tus sabrosos comentarios. Un abrazo.