jueves, 27 de septiembre de 2018

SEXTO DÍA POR NORUEGA


Las ocho de la mañana cuando nuestros cuerpos se preparan para una nueva aventura, en este recorrido por los lugares más emblemáticos de este país.
Es la hora en la que el bufé ofrece  sus mejores galas para satisfacer no solo los cuerpos, con la recreación de los mejores manjares, sino también la esencia que anida en  cada uno, que complace  los cinco sentidos. 



Existe una cierta inquietud, por parte de algunos de los que constituyen el grupo, sobre todo los andarines, y especialmente  los  escaladores, aquellos  que están acostumbrados a subir a las alturas, lugar privilegiado velado y vetado solo y exclusivamente para los que están dotados para alcanzar este privilegio, desde donde se contempla la belleza de la Naturaleza con otra perspectiva. 


 Donde el alma se agiganta, se transforma el espíritu, el cielo se siente más cerca, casi al alcance de la mano, el aire se respira con más profundidad, los suspiros que salen, cuando se alcanza el objetivo son  exhalaciones de tipo casi místico, solo falta entrar en éxtasis en una especie de ascética misteriosa. 


El orgullo salta a flor de piel, al sentirse rey de la Naturaleza. Desde las alturas todo se empequeñece, y la psique se transforma al ver la grandeza de todo lo que nos rodea, mientras sentimos el graznido de las águilas, con sus enormes alas como parapentes  portando sobre sus garras el último trofeo alcanzado para darle de comer a sus crías, en los nidos construidos entre las rocas, donde nadie salvo ellas pueden llegar. 


El paso de las nubes a nuestra altura como veleros blancos, algodonosos y esponjosos,  cargadas de agua, e incluso con mestizaje, donde podríamos ocupar un lugar para seguir navegando, como trásfugas por los espacios infinitos,  donde  no son los  cuerpos sino los  espíritus,  los que se transforman ante tanta majestuosidad. 


Hoy nos toca el soñado y al mismo tiempo anhelado Preikestolem, el conocido a nivel popular como el “Púlpito”.
Mientras se observan caras sonrientes, otras mantienen el rostro serio ensimismado, con ansias de compartir esa nueva experiencia, pero con el desaliento de no poder realizar esta aventura reservada a unos cuantos privilegiados. 



 Los osados aventureros, recibirán la correspondiente bolsita, esa que se le suele llamar picnic, y que contiene el alimento de una excursión, que se tomará en lo alto de la abigarrada montaña, mirando en el abismo las tranquilas aguas del fiordo Lyse, con sus barquitos como si fueran de papel navegando en cualquier fuente de un parque, animados por las manos inocentes de unos infantes.  
Hay cierta expectación por aquellos que van a realizar la gran gesta, mirando sorprendidos a unas ridículas bolsas, que no saben si su contenido será  lo suficientemente, como para compensar el desgaste de energías que  van a realizar esta mañana. 



Parece que alguien, no muy conforme, intenta cumplimentar con algo más este ridículo aperitivo agregando algo del interior de su bolso. 


 A hurtadillas se acerca para comprobar la realidad de los hechos consumados concentrados en un pequeño cartucho de papel. 


Partimos sigilosos del hotel, vamos en dirección al puerto, al lugar donde nos espera esta mañana nuestro nuevo Ferrys, es una mañana apacible, esas mañanas en las que el aire está quieto, aún no se ha despertado, la gente camina recreándose en sus pasos, el cielo actúa de cobertura a modo de una enorme carpa azul, las gaviotas nos acompañan con sus vuelos lentos como si se estuvieran entrenando, los barcos anclados aún no han dejado en el aire las notas musicales de sus sirenas, que impregnan los oídos de algo especial que lleva aparejado en cada una de sus cinco líneas del pentagrama: agua, sal, transparencia, emociones y recuerdos, de los que se van y de los que siguen llegando. 


Algunos pensativos, otros dispuestos a superar los retos que se les presenten, incluso optando una actitud de “chulapona chulería Granaía”. ¡Así me gusta amigo Pepe, arrogante siempre,  con estilo personal y sobre todo el anímico!



Diligentes, caminando por el puerto el centro neurálgico de Stavanger, nos vamos recreando en todo lo que nos rodea, los carteles orientadores, 


  la contemplación de nuestras sombras sobre el muelle, deseosas de escaparse de nuestro lado para poderse recrear y entrar en lugares donde jamás podríamos acceder.


La serenidad de las aguas lavándole la cara, y desperezando del sueño a casas y barcos, que en plena desnudez han bajado a bañarse en las tranquilas aguas.


La grandiosidad de las ciudades flotantes, donde el cuerpo se empequeñece y el espíritu se engrandece, ni el principio de Arquímedes con todo el realismo científico que posee, nos hace comprender que esas enormes ballenas de colores con ojos por todos sitios, terrazas a discreción para que los pasajeros disfruten de los espectáculos por donde pasan, entienden de que puedan mantenerse flotando, como los grandes pájaros metálicos  del aire portando en sus entrañas toneladas de peso, se pasea triunfante por los aires.  





El humo de las chimeneas de algunos barcos son el saludo, junto con el sonido de las sirenas, el lenguaje con las que dialogan los vivientes de las aguas, también habla el viento, unas veces suave acariciando el ensamblaje de las cubiertas, y otras veces furioso abofeteando la quilla partiéndose en dos, para resbalar por los costados de los barcos e ir a comunicarse con los contiguos, hasta dejarse caer agotado sobre las aguas en su caminar. 



Subidos en nuestro ferrys, 





caminando lentamente, como el que no quiere despegarse de la cuna que lo tiene encallado durante muchas horas,  vamos contemplando el centelleante brillar del Sol sobre las aguas, la disminución progresiva de todo lo que nos rodea, y nos vamos adentrando en un fiordo que más que eso, da la impresión de ser  un amplio mar. 







Nos sentíamos pequeños cuando cruzábamos por delante de aquellos monstruos, que nos miraban con ansias devoradoras, el viento comenzaba a saludarnos, y nosotros le respondíamos enarbolando nuestras cabelleras,  mientras las aguas iban dejando su quietud para irse rizando su propia permanente azulada que se iba incrementando. Las banderas ondeaban y se agitaban y había que irse cubriendo, mientras los edificios se quedaban en la lejanía como pequeñas minúsculas motas blancas que terminarían por desaparecer.







Habían quienes no les arredraba el viento y sabían colocarse perfectamente para hacerse la pose más adecuada, a pesar de que la cámara intentaba escaparse de las manos, por ese viento ladronzuelo que quería hacerse sus propios selfis. 








Unos esquís gigantes deslizándose a toda velocidad, parecía la plataforma cargada de pasajeros,  mientras algún pequeño navegante era la atracción de los que por allí merodeábamos. 





Las casitas escondidas entre el follaje del bosque se asomaban para saludarnos, 



mientras tanto, nuestro fiordo se iba estrechando, aquel mar inmenso se iría achicando para pasar a convertirse en un  cuello de botella.  






Nos aproximábamos a la ribera  y las casas casi las teníamos al alcance de la mano, se podía percibir con más intensidad el perfume de la arboleda e incluso el murmullo de los niños en sus juegos, en los primeros días de vacaciones veraniegas. 




Una nueva angostura nos esperaba y aquello era como un globo de colores que de pronto se ensanchaba para después volverse a encoger. 




        Me recordaba a aquellos creadores callejeros que, con suma facilidad inflan un globo alargado, y lo van retorciendo con suma habilidad para hacer un juguete infantil y regalarlo por el intercambio de unas monedas, al primer infante que pasa acompañado de sus papás.



 Si bello era el paisaje, más aún se engrandecía por la presencia de las damas que le daban un toque de delicadeza y esplendor al encuadre del panorama. 



Sobre la superficie de aquel mar de vestido aterciopelado celeste, bailaban los rayos del Sol descompuestos en multitud de estrellitas que bailaban la danza de los secretos misteriosos que se encierran en este tesoro inagotable de la Naturaleza.










La paleta de colores, iba creciendo cada momento que pasaba, el blanco de la nieve en la montaña, para aclarar la diversidad de matices, junto con el albo de la cola que iba dejando el barco, para ir degradando los colores, verde en la montaña y en la ribera, gama de azules en el agua, rojo en las casitas, cálidos y fríos para conseguir las mejores transparencias que la Naturaleza, en su inmenso estudio de pintor, nos iba dejando. 



Todo orgulloso el estilizado puente, dejando el alma de su cuerpo de hierro, sumergirse  en las aguas, nos íbamos aproximando.



Pasamos por debajo como los triunfadores solemnes de una aventura, mientras las banderas ondeaban a ritmo trepidante, junto con el cantar del viento eran las guirnaldas que adornaban este encuadre. 



Existen muchos tipos de cantares, pero el viento tiene el suyo propio, sobre el campo, la montaña, la arboleda, el mar y el fiordo, el viento va recogiendo en su mochila todo lo que se le pone al alcance: las risas, las conversaciones, el vuelo de las gaviotas que nos acompañan, el murmullo y el beso misterioso que continuamente se da la quilla de nuestro barco con las aguas.



El clamor que sale espontáneamente de la boca de los que navegamos ante una cascada, o ante el paisaje, pero llega un momento que el zurrón del viento no puede soportar tanta carga, se rompe y deja caer sobre nuestras cabezas, a través de la hendidura, el canto de un navegante, el silbido de un pájaro del bosque, el suspiro de unos enamorados, la brisa suave del atardecer, el espejo transparente del agua donde se sumergen los montes, las casitas, los bosque, los suspiros de los enamorados, o una simple despedida de amistad. 



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Mientras unos reposaban, tranquilamente sobre los blancos barcos, “rumiando” todo la carga que el viento había dejado sobre la cubierta, otros se embelesaban aprisionando todo lo que surgía. 



-Y usted, ¿qué hace, señor escritor mientras ocurre todo esto?
- Deleitarme en la contemplación y en el disfrute compartido con todos los que viajamos. 







El barco quería hacer algo especial, demostrar sus habilidades,  como si fuera una simple y diminuta baquilla, acercarse a saludar la ribera, ante la admiración de todos con el aliento comprimido en los pulmones, y un ¡ay! prisionero en la garganta, las rocas de rojo, verde y morado, fueron testigos de nuestra presencia. 

Era casi imposible llegar hasta el rincón más escondido, donde los dos planos de la roca convergen en un ángulo, y lo hizo a la perfección, estábamos debajo del Preikestolem, el famoso Púlpito, escuchando el maravilloso sermón del viento, que cada uno íbamos grabando dentro de nuestro emocionado sentimiento, había un silencio sepulcral, los motores callaron, la capilla sagrada de la Naturaleza nos dio su cobijo durante unos momentos, solo se escuchada el leve silbido de la brisa, el aleteo de una gaviota que se mantuvo en suspensión un instante  encima de nuestras cabezas.



 La emoción contenida de lo que parecía imposible realizarse, la altivez de todas las cabezas erguidas mirando a la gigantesca roca que se unía en un abrazo con el cielo, el amor fundido en un apretón maternal, el sonido casi misterioso de una embarcación que quiere acariciar con su quilla el escollo de granito.



 El viento dejó de rugir y solo las banderas de los diversos países aplaudían con el ondear continuo de tus telas, todo fue como una especie de retiro espiritual momentáneo que fortaleció nuestros sentimientos henchidos de placer. 




Salimos de aquella madriguera a cielo abierto y los comentarios, entre el pasaje, en una especie de run, run, adormecido, se dejaban sentir por toda la cubierta.



Continuamos la ruta, eran las once y cincuenta y ocho minutos, navegamos por Forsand.

         Un maravilloso reguero de agua blanco con espumas de ensueño es el que vamos dejando atrás, somos sembradores de ilusiones que depositamos en esa zanja que nuestro arado va marcando en el azul de las aguas,  hay un fluir de conversación callada entre la roca inerte, estática gigante que se introduce verticalmente en las profundidades de una enorme garganta, para dejar paso a las moles de hierro y acero que diariamente por aquí transitan. 




       Hay una conversación íntima entre los que miran el risco y la observación pétrea del acantilado, que permanece rígida y fiel a su misión perpetua, sintiendo la pena de los que la admiran, porque ellos se marchan mientras ella se queda.
De nuevo nos hemos encontrado con las ermitañas de cuatro patas, que viven en los espacios libres, esperando las migajas que se caen de los barcos para su sustento, como el pedigüeño que permanece en la esquina de la calle aterido, soportando las inclemencias del tiempo, deseando que caiga sobre él  la triste moneda que normalmente suele ir acompañada de indiferencia.
También acechan las gaviotas, carroñeras e implacables, que intentan continuamente sisar el alimento que se les proporciona.




     Hay una mezcolanza de idiomas, de niños que quieren intervenir, en las conversaciones de los mayores,  de un mar en desafío en colores con los acantilados, cubiertos de verde, grises, ocres, violetas, mientras a sus pies se extiende la inigualable alfombra del agua hecha policromía variable, de celestes, que rápidamente cambian como una  rueda de colores, en azul, añil, ultramar, verde claro, que se van intercambiando mientras el agua se mueve , atravesada lentamente por la quilla de nuestro barco que actúa con el pincel que mezcla colores en la paleta del acuarelista. 



Allá arriba en lo más alto, pegado al cielo, pequeñito, entre las gigantescas  moles de rocas, mimado por las que le rodean, de forma cúbica, como si hubiese sido tallado por las mejores manos de un escultor, nos encontramos de nuevo al que va a ser ansiado por aquellos que pretenden tenerlo bajo sus pies, y los que solo nos limitamos a admirarlo desde abajo, el Preikestolem. 



Lugar apetecible, una de las atracciones naturales de Noruega, y unas pequeñas orientaciones para lo que se van a encontrar los aventureros en la subida.
La subida al preikestolen comienza fuerte
Los primeros 500 metros dejan claro que sí va a ser duro. La rampa del comienzo es bastante fuerte y sin descanso. Pasados esos 500 metros hay un llano, que sirve de aperitivo para el infierno en la tierra. El camino está lleno de rocas grandes como cubos por las que hay que ir trepando. 



       Zonas por las que hasta una cabra tendría dificultades para elegir dónde poner las patas siguiendo las flechas rojas, a veces flechas a veces letras T. Nos cruzaremos con gente que baja y nos adelantarán muchos que suben . No tengáis  prisa  porque no se trata de agotarse, sino de llegar.  



Los altavoces pregonan a los cuatro vientos que el Púlpito es una de las mayores atracciones de Noruega, se encuentra a una altura de 600 metros, cada año suben a él alrededor de trescientas mil personas, la subida lleva un tiempo de dos horas, existe una fisura entre el púlpito y la montaña entre si, pero los expertos, afirman que es completamente segura. 



       Una antigua leyenda dice que en caso de que siete hermanos se casaran con siete hermanas, el fiordo desaparecería cayendo al agua ocasionando un enorme maremoto. Se han hecho grabaciones para la película Misión Imposible. La orquesta sinfónica se Stavanger han subido para interpretar un concierto al borde de la pequeña regleta. 





Mientras nos vamos despidiendo de la majestuosa mole, mientras las cámaras no dejan de almacenar todo lo que pueden,  una música oriental nos traslada  cualquier país exótico impregnando el ambiente de un misterio especial.



Había que sentarse, reposar para poder continuar alimentándonos de lo que aquella mañana nos deparaba, porque ya hemos saboreado más de un fiordo, pero cada uno tienen sus propias connotaciones que los diferencian de los demás.



La roca dura e inmutable, permanece como elemento inerte y sin vida, parece carecer de sentimientos, comienza a derramar su llanto, de eterna alegría cuyas lágrimas van a parar al inmenso mar.



El llanto sin tregua alguna ni descanso baja rajando la dura roca, dejando marcado con ruido estruendoso el dolor del manantial que lo vio nacer, para desparramarse en multitud de regueros y entrar delicadamente en el regazo manso de las aguas, evitando el filo del puñal con el que bajaba desde sus raíces. Es la cabellera blanca, la crin indómita de ese caballo pétreo que nos deleita al pasar. 







El viento arreciaba con tal fuerza que había que tener bien prieta la cámara porque deseaba escaparse y acompañar al torbellino en ese rítmico y acelerado caminar. 



Seguimos navegando por Forsand, hay diversos corrillos afines según al grupo al que se pertenece.





     Una larga cola de espuma blanca es el reguero que vamos dejando. 


       Es una capa ondeando en medio del mar, abriéndose y cerrando mientras marcha, es el sembrador que va dejando la simiente de los navegantes: ilusiones, emociones y alegrías convertidas en las mejores semillas que se pueden colocar detrás de nuestro caminar, es como una enorme bacalá abierta en canal. 








 
-Oiga, ¿no estamos en el Fiordo de Lyse?
-¿Por qué lo dices?
-Porque veo ahí el puente de San Francisco?
- No hombre, ¡ni mucho menos!, es un estilo similar pero en miniatura. 



Pasamos por debajo, una corona de hierro sobre el barco y un dejar atrás los que transitan por él, salvando las dificultades que ofrece el amplio marco de agua, para poder llegar a la otra orilla.
De pronto se nota cierta inquietud entre el pasaje, el barco se aproxima a un pequeño muelle, con una serie de aros negros que antes cumplieron una misión y ahora realizan otra. El grupo de atrevidos aventureros,  después de haber oído las dificultades que ofrece la hazaña que van a realizar, todos con los ánimos en lo más alto se despiden de nosotros, cada uno arreando con su propio rumbo. 




Parece como si el barco se hubiera quedado desierto, una parte del pasaje se ha marchado, y el resto deambulamos como sonámbulos o nos recluimos a cubierta para desde allí seguir contemplando, mientras dejamos el fiordo y el mar nos recibe. 








Llegamos a nuestro puerto de partida, donde los cruceros, y demás barcos nos acogen, mientras la moto acuática, como una pequeña hormiga se enseñorea navegando a toda velocidad ante la enorme mole, para darle envidia con la rapidez con la que se desplaza.






       El radar gira vertiginosamente colaborando en la operación de atraque, y aquellas casitas de colores que habían perdido su tamaño natural se nos plantan todas con total compostura.
Las yantas esperan la aproximación y en una caricia se funden los dos, para dejar que nuestros pies posen en tierra firme. 



La señora Isabel Mesa, nos hace una demostración de lo que es caminar con estilo y elegancia, y ahí queda para que sea fiel testimonio del pase realizado en el muelle. 



Alguien diría, al contemplar la gaviota en lo alto de la enorme sombrilla, que había a las puertas del restaurante donde aliviaríamos nuestros estómagos, que era una réplica en cualquier materia plástica, representando a las innumerables aves que por aquí dejan sus vuelos, moviendo sus alas o dejándose llevar por el impulso del viento en una exhibición de ala delta, conducida  impecablemente, pero no es nada estático es realmente una gaviota que nos corteja al entrar en el mesón.



El restaurante Egón, muy acogedor, donde la madera acompañada por las arañas de cristal que pendían del techo, tenían una buena carta de presentación, 




para poder degustar una apetitosa comida marinera, descansar 



y tomar fuerzas para continuar el ritmo de la tarde. 







Estábamos en vísperas de dejar aquellos lugares donde tantos y tantos recuerdos nos íbamos a llevar, ya se desbordan por el macuto que llevamos a nuestras espaldas las remembranzas, evocaciones y reminiscencias que hemos ido recogiendo en esta semana de placeres visuales y auditivos.
La tarde la disponíamos a discreción, así que opté por unirme a uno de los grupos que deseaban, por sus propios medios, deambular por cualquiera de los sitios que había en los alrededores, aunque después los lugares a visitar se ampliaran. 





Optamos por subir por una de las calles que desembocan en el puerto para recorrer un lugar abocado al mar, donde pudimos adentrarnos para deleitarnos en la esencia pura de las viviendas.
La calle tenía la amplitud necesaria para que la luz entrara a raudales, el adoquinado perfectamente colocado como las fichas de un domino, desprendían con sus reflejos los rayos solares, con lo que la claridad era sorprendente.



El blancor de las fachadas de madera, junto con la limpieza ponen una nota que ya atrae, los grandes ventanales con sus cristaleras abiertas completamente para que la luz pueda entrar sin que se escape la menor brizna, ponen una nota especial.


Las fachadas se acicalan con el verdor de las plantas y el color de las flores, algunas poseen una valla más que para impedir el paso como adorno al jardín, con alfombra de césped, algún árbol frutal, un cenador rodeado de plantas trepadoras que se enroscan como collares de perlas, sin apretar pero delicadamente. 


Los maceteros que cuelgan y las jardineras que se sitúan a los pies son los zarcillos colgantes, y sus pies se adornan con bellos mocasines de colores. 






Parecía todo hecho de papel, sutil, delicado, como un cuento de hadas, o mejor el lugar donde vinieron a inspirarse para sus narraciones los mejores escritores de relatos infantiles. 



Todo era como una pura vidriera de colores al natural, pero no faltaría la creadora de cristaleras de bellas pigmentaciones, que tenía su taller en el mejor lugar de inspiración. 


                                                      Taller de vidrieras

Estábamos paseando por el atractivo principal de Stavanger, es su casco antiguo (Gamle Stavanger) compuesto por pequeñas y antiguas casas de madera pintadas de blanco. Está al oeste del puerto y frente a la torre Valberget.
Mención especial a la calle Ovre Stangate, teníamos que dedicar unos minutos a recorrer ese paisaje de cuento. 










        Es muy entretenido y sumamente agradable, pasear las estrechas calles empedradas de este viejo barrio de 173 casitas de madera, construidas a finales de los siglos XVII y XVIII y declaradas Patrimonio de la Humanidad.
El puerto marítimo siempre atrae es el punto de referencia.



No nos faltaría en nuestro caminar el trol, los grafitis perfectamente ordenados, como si fueran los cromos con los que jugábamos en nuestra infancia, el bronce modelado y fundido en cualquier personaje importante, la iglesia en la que hay que pagar para poder visitarla.







Un momento de consulta para que el grupo decida por donde vamos a seguir  caminando.



Tomada la decisión, continuamos paseando, las palomas nos indicaban entre los juegos de los chicos que las perseguían, mientras otros les proporcionaban comida, 



 que aquello era un parque con su gran lago y géiser,de agua fría en medio, como el asta de una gran bandera de agua que se yergue en el corazón del lago. 



Cerca de la Calle Holmegate está este parque de Stavanger. En el centro tiene un lago lleno cisnes y patos, limpio y súper cuidado, como todo en la ciudad.




      El parque es excelente, lleno de árboles y sitios para sentarse. De hecho, dentro del parque está también la Catedral de San Swithun de Stavanger, lo que le da un toque todavía más especial.


    En Stavanger nada está lejos así que es fácil encontrarse con este parque sin querer. Debe ser el más grande del centro de la ciudad. 






El parque de Stavanger, en una tarde calurosa, bajo las sombras que proporciona la arboleda era el lugar más adecuado para reposar, para darle al cuerpo la satisfacción de cumplir con el rito sagrado de todo andaluz, dar unas cabezaditas en la butaca, mientras la TV, haciendo caso omiso a la música que se desprende de las gargantas, mientras dormitas, sigue con la novela de turno.
 El grupo de intrépidas señoras, siguen caminando para demostrar su fortaleza dándole la vuelta al lago, mientas tanto algunos buscamos un aposento para descansar. 

Después seguiríamos marchando diciéndole adiós al parque, a las esculturas y dándole un escape a la emoción contenida con aquella canción que la tuna siempre deja con aires de juventud.
“Ese lunar que tienes cielito lindo junto a la boca
No se lo des a nadie, cielito lindo que a mí me toca
Ay, ay, ay,
canta y no llores
porque cantado se alegran, cielito lindo, los corazones.
No fue una canción más, fue la expresión de una despida, no solo al lugar sino a los lazos de amistad que durante una semana nos había unido a un grupo de personas. 




En ese lunar de la canción, estaban concentrados los recuerdos vividos de muchos días, navegando por los fiordos, contemplando monumentos, cascadas, praderas, verdes campos, y cansancio en las piernas de tanto trotar.
-Sí amigo lector, de tanto trotar, como jóvenes llenos de ilusión y de estar mucha horas sentados,  recorriendo kilómetros y kilómetros, de alimentos y ricos salmones, de hazañas para los héroes del Púlpito, de parques y esculturas, de maderas fuertes, resistiendo el tiempo para vestir de colores las viviendas de los noruegos, del sabor de los días interminables, de noches sin oscuridad…..,



 pero sobre todo del recuerdo de una amistad que quiero dejar grabada para siempre de estos días, marcados en este blog, para que cuando nos pique el gusanillo de volver a ver al pasado, abramos tranquilamente este pequeño y grande al mismo tiempo libre, y podamos seguir haciendo nuestro los días pasados y la amistad que nos unió, que será siempre el más vivo de los recuerdos que estará siempre vivo y presente. 



Con nuestras maletas bien repletas de emociones, después de pasar por dos aeropuertos, Copenague y Málaga, aún laten en nuestras sienes aquellos días vividos. 




















                                       José Medina Villalba.

                               REPORTAJE FOTOGRÁFICO

  


  
  
   



  

  






  



  






  




  








  
  

  

  










    



  
   
   
 

     


  
   
   






  


  
  

  



    

   



  

    
 


  


   
  

 



  







  
     
                                             José Medina Villaba