martes, 26 de febrero de 2013

EL ALDABÓN PERDIDO



Cartuja de Santa María de la Defensión.
                 Da la impresión, por el título que lleva este archivo, que vamos a hacer un estudio sobre lo que continuamente es centro de investigación de los antropólogos, o de exponer que el homo sapiens pertenece a una especie de primates los hominoideos y de ese ancestro surgió la familia de la que forman parte los homínidos a través de un enlace o eslabón. No es esta nuestra intención, los caminos de este archivo, sobre el aldabón perdido, van por otro lado, ya que no se trata de un eslabón sino de un aldabón.

La historia es la siguiente: Jerez de la Frontera tiene una Cartuja donde durante varios años estuvo viviendo una comunidad de cartujos.

                                                               Vista aérea del monasterio.

La Cartuja de Santa María de la Defensión, es posiblemente el edificio religioso de mayor valor artístico de la provincia de Cádiz. Su estilo arquitectónico inicial se corresponde con el gótico tardío y data del siglo XV.

El protagonista principal de esta historia es el pintor, escultor, ceramista, dorador, restaurador…, Vicente Arroyo Valero,  andorrano, afincado en Granada desde hace bastantes años.

El odontólogo doctor D. José Salas, hombre de una profunda fe religiosa, acostumbraba ir a visitar, la Cartuja de Jerez de la Frontera, con cierta asiduidad;  estas estancias  eran retiros espirituales que realizaba conviviendo con los monjes y haciendo vida monacal como cualquiera de los que allí habitan.

En uno de estos retiros, los monjes le manifestaron que el monasterio estaba sufriendo ciertos saqueos en el portón principal del monasterio. Varios de los medallones o clavos de bronce que lo  decoran habían sido robados.

Los monjes le piden al doctor, que vea la forma de poder hacer unas réplicas tanto de los medallones como de los aldabones, que realice las indagaciones oportunas ya que, para ambos elementos, peligra su conservación; él como hombre de mundo y de contactos exteriores podría ayudarles a resolver este problema.

D. José Salas se comprometió a hacer lo que en sus manos estuviera para poder cumplir con esta misión.

Por aquella época, año 1990, me encontraba realizando un curso monográfico en la Escuela de Artes y Oficios de Granada y allí tuve la oportunidad de conocer al doctor. El señor Salas quería aprender a hacer moldes para poder llevar a cabo y resolver esta situación.

La verdad, no era tarea fácil, sobre todo, para una persona que carecía de estos conocimientos, aunque como odontólogo estuviera acostumbrado a realizar moldes dentro de su profesión.
                             ALDABÓN
Dentro de la Escuela, y en este mismo taller, el de vaciado, se encontraba el protagonista de este relato, Vicente Arroyo Valero, que dominaba la técnica de realización de todo tipo de moldes: el molde perdido, a la francesa o a la italiana siendo el  referente, dentro del taller, para profesores y alumnos, por la perfección con la que realizaba esta función convirtiendo los moldes en verdaderas obras de arte.

Fue el mismo doctor el que propuso a Vicente el ofrecimiento de realizar las réplicas.

Nuestro artista, una mañana del primaveral mes de mayo, respirando el aire puro de la mañana y conduciendo su coche panda, carretera adelante, se dirige hacia Jerez, con el objetivo logrado y portando un mensaje especial, de D. José Salas, para los cartujos, reafirmándose en la recomendación hecha de
                                                                  antemano  a nuestro protagonista.

                                                                          Medallón
Tal fue la información que el doctor manifestó a los cartujos, sobre mi persona, que inesperadamente un día recibí un paquete voluminoso que contenía los objetos de los que tendría que hacer las copias: un aldabón y un medallón; aquello indicaba un depósito de confianza hacia mi persona tal, que me alegró enormemente.
                                                                  Detalle de la Cartuja
Los sentimientos interiores que me embargaban eran de grandes dimensiones, por una parte la ilusión de haber realizado un trabajo que perfectamente dominaba, por otra haber cumplido  un compromiso con el doctor Salas, y la confianza que había depositado en mí persona, al mismo tiempo haber podido resolver una situación que agobiaba a los monjes ya que se trataba de reproducir unas obras de arte  que tendrían que salir con el mismo realismo que las originales.

Sin embargo, era una aventura totalmente novedosa para nuestro artista, él estaba acostumbrado a realizar trabajos más o menos de esta índole, restauraciones de todo tipo de obras artísticas deterioradas: pinturas, esculturas, reconstrucción de cerámicas, diversos tipos de policromías, dorados al pan de oro, había realizado, en el Museo Hispano-Musulmán de la Alhambra, restauraciones de yeserías, pero sin embargo era la primera vez que iba a entrar en un monasterio y hacer vida, aunque fuese por unas horas, con los cartujos.

Todo este cúmulo de pensamientos se agolpaban en la mente de Vicente mientras su vehículo se deslizaba, a la velocidad que el motor le permitía, hacia Jerez.
Conocía la Cartuja de Granada  y se imaginaba encontrarse con pinturas al estilo del cartujo Sánchez Cotán, con una sacristía barroca, con una cúpula pintada por Tomás Ferrer, con los cartujos fundadores, entre ellos San Bruno,  una sala capitular, con bóveda de crucería y cuadros de Carducho.

 Todo su interior estaba plenamente embargado por la euforia de una nueva aventura, aunque como toda aventura, que va a comenzar, existía cierta neblina interior que, en cierto modo, quería enmascarar  y difuminar esa satisfacción interna.
 
El paisaje del camino, aunque atrayente por el verdor de determinadas zonas, sin embargo estaba más bien esfumado por la fuerza de sus pensamientos, solamente una buena tostada de manteca en uno de aquellos pueblos, de campesinos robustos, le hizo salir del ostracismo en que estuvo envuelto durante todo el viaje.


Sumido en estos pensamientos, sin darse apenas cuenta y después de largas horas de viaje, nuestro artífice se encuentra delante de una gran portada renacentista y sus ojos se clavan rápidamente en los objetos artísticos que había reproducido y venía a entregar.

En esos momentos hay algo que parece interponerse entre él y el monasterio, un hombre de mediana edad, le interpela, con cierto aire de acoso.

- ¿Qué quiere usted?

El estado obsesivo por penetrar, lo más pronto posible, dentro de lo desconocido y aquella interrogante inesperada, hizo que mi imaginación calenturienta viera transformarse el aldabón, que tenía frente a mí, en aquel personajillo, queriendo rechazar que le pudieran sacar de su habitáculo para ser sustituido por un clon, arrebatándole el puesto que durante tantos siglos había ocupado.

Sus pasos se dirigen hacia una pequeña puerta que se encuentra en el lateral izquierdo adosada a una tapia que actúa como pared de un gran cofre envolviendo la riqueza de lo que su interior alberga.

Con manos decididas, como el escultor que, con gubia en mano, golpea la piedra o el mármol para sacar de su cárcel la figura que dormita en su interior, deja caer el llamador para poner en aviso al monje que le ha de abrir.

                                                                  Galería del claustro
Hasta mis oídos llega  el resonar, por el interior del convento de los pasos decididos del monje portero, más que pasos eran zancadas que retumbaban en la galería de un claustro que, sin haberlo visto, ya me lo imaginaba y en mi mente se dibuja la figura del que en pocos segundos iba a ver. Un golpe seco de cerrojo deja ante mi presencia la efigie esbelta del primer personaje.

Alto, escueto, con mirada fija y penetrante, cabeza rapada, barba negra, bien poblada, alba en la comisura de los labios, manos curtidas por el trabajo,- haciendo honor a la máxima “ora et labora”-, dedos alargados, sayón que cubre su cuerpo dejando al descubierto unos desnudos pies embutidos en unas humildes sandalias, deja en el espacio el saludo de una voz cadenciosa que lleva envuelto el mensaje de la  humildad, nobleza y agrado del que me saluda.


Cuando intento dar mi primera salutación, el monje se me anticipa:

-Buenos días,

-Usted debe ser D. Vicente, el recomendado de D. José Salas.

-Pase, pase, esta es su casa, bienvenido a esta humilde morada.

Lo de humilde morada lo entendí por la modestia, timidez, sencillez, obediencia, sumisión, de los residentes, pero no por la riqueza de lo que me iba a encontrar allí en valores artísticos y sobre todo humanos.

-Vamos a ver al padre prior, que se encuentra en su celda.

Caminando por el claustro, en dirección al lugar indicado, me daba la impresión de haber entrado en un mundo totalmente distinto al que, hacía un momento, había dejado atrás; todo era silencio, un silencio que era el paradigma de lo que es un monasterio,  era un silencio sepulcral, solamente el golpeteo acompasado de nuestros pasos sobre el pavimento, el sonido cadencioso del agua de la fuente que ocupa el centro del jardín,  al que envuelven los cuatro pasillos del claustro, el sonido del aleteo de unas golondrinas, que anidan en un rincón, y salen de su habitáculo, al contemplar la presencia de un personaje extraño, o la sinfonía orquestal de unos jilgueros que sacian su sed y juguetean con el agua de la fuente, son los elementos que rompen la quietud del lugar.

Rápidamente me di cuenta de que la vida contemplativa de los cartujos requiere lugares como este, lugares que guardan como algo muy sagrado el retiro del mundo.

Llegados a la estancia del Abad y entrados en ella, la sencillez se palpaba por todas partes: una simple mesa, una silla, un camastro, una estantería con libros, un crucifijo, una pequeña escultura de S. Bruno,  era prácticamente el mobiliario y decoración que albergaba aquella estancia. La semblanza y aspecto era la de un hombre sencillo, pero con una alegría interior que se manifestaba en la sonrisa y agrado con la que me recibió.


Después de un breve intercambio de palabras sobre mi viaje y estado en el que me encontraba, el prior llamó a todos los monjes; pronto se presentaron en la estancia, previamente había colocado los aldabones y los medallones originales mezclados con las réplicas. Alrededor se fueron colocando los hermanos. Les invité para que me dijeran cuales eran las réplicas, ninguno de los allí presente pudo identificar los nuevos elementos llegados a la cartuja. Los tocaban, los miraban, las órbitas parecían querer salírseles de los ojos por descubrir los originales. No fue posible hasta que yo les dije cuáles eran. Sonreían, con una sonrisa gratificante que a mí mismo me embargaba, no se podían creer lo que estaban viendo. Aquel espacio de tiempo se convirtió en una verdadera fiesta.


El prior me invitó a hacer un recorrido por todo el convento. Recorrimos el interior, quedé sumamente impresionado al contemplar la sillería del Coro de Padres, magnífica obra de talla de madera, la  sustitución del antiguo retablo de estilo flamenco por el ejecutado por los mejores artífices de la época: Alejandro de Saavedra, José de Arce y Francisco de Zurbarán, así como el conjunto de tablas pintadas por éste para las paredes del Sagrario.

Mientras el prior me comentaba tanta historia, recordaba la invitación que al principio me hizo de vivir, por unas horas, la vida conventual de los cartujos; de vez en cuando en el caminar por las distintas salas nos cruzábamos con algún hermano, apenas un leve saludo un cruce de miradas, o un simple recordatorio: “Hermano que morir tenemos”.

Aquella paz, tranquilidad y silencio acrecentaban en mí la idea de permanecer allí algún tiempo más, así es que le dije, sin más dilación, al prior.

-Padre.

-No, llámame hermano, todos somos hermanos, parecía que había leído mi pensamiento y sabía lo que le iba a proponer.

 -Sé que te gustaría quedarte un tiempo con nosotros, pero en estos momentos no va a ser posible porque las únicas celdas desocupadas están en restauración.

Le comenté el trabajo que me había supuesto la confección de aquel encargo y los gastos de los materiales que para nada se ajustaba al presupuesto que le había mandado.

-Vicente, piénsalo bien, lo que me pidas te lo voy a dar.

                                                                   Virgen de la Defensión
Llegó la hora de la oración.

-¿Eres cristiano? ¿Sabes rezar?

-Lo soy, pero sólo sé rezar el Padrenuestro y el Ave María.

-Vente conmigo, acompáñanos.

Mientras caminábamos, por uno de aquellos grandes patios, me comentaba:

-Vicente, eres un privilegiado, nadie puede entrar aquí, incluso el rey, tendría que pedir permiso.

Una botella que había en un rincón la tiró una ráfaga de viento.

-Hermano, aquí el único que se atreve a ser travieso es el viento que juega con esta enorme luminosidad y ese sol radiante que nos alumbra. ¡Había tanta luz!

                                                                   Sillería del coro
Me sentía, extraño en la sillería del coro. Los hermanos sentados en sus respectivos sitios, dirigían sus miradas al gran libro de piel con enormes notas musicales, letra en latín y castellano, se encontraba apoyado en un gran atril giratorio. Me sentía avergonzado, el prior me dijo:

-Haz lo que yo haga.

Comenzaron los cantos de un gregoriano que enervaba el espíritu, y te mantenía suspendido, como flotando en una nube. Balbuceaba más que cantaba, al principio, pero poco a poco me fui metiendo, como uno más, en aquel ambiente de paz, alborozo, entusiasmo contagioso y júbilo, el prior me guiaba con uno de sus estilizados dedos, por donde íbamos, todo era excelso, el ambiente estaba impregnado de una sublimidad que parecía rayar con el cielo.


 Al mismo tiempo que se cantaba se iban realizando una serie de gesto que yo intentaba imitar; en uno de esos ademanes, apoyándose sobre el espaldar y colocado las manos sobre las rodillas se hacía un recordatorio de la muerte. Aquellos cantos me impresionaron, se quejaban de la riqueza, de los gobernantes, y príncipes, de todo lo que se refería a la opulencia y a la opresión.

Llegada la hora de comer, cada uno de los monjes lo hacía en su celda. Comencé a comer sólo y poco a poco fueron llegando . Pronto me vi rodeado por toda la comunidad, daba la impresión, recordando el cuadro de Zurbarán, donde todos los monjes están comiendo, que se habían salido y bajado del cuadro y me acompañaban, en aquel momento me sentí uno más de los monjes. La comida fue pan con arroz y al final un rico licor preparado por los mismos monjes. La mayor parte de ellos eran octogenarios, alguno algo sordo, el prior era bastante joven.



Querían hacerme preguntas, saber cosas de la vida del exterior, alguien, que había visto mi coche, un simple y desvencijado “panda”, dijo: qué bonito coche tienes. Otro me preguntaba sobre la vida fuera del convento, le comenté: la gente vive, el sol, el aire, el agua, la lluvia, el estío con el calor sofocante, la hojas caen en el otoño, los huesos se hielan con el rigor del invierno, las yemas de los árboles explosionan llegada la primavera, la gente vive estresada, en cambio ese huerto que tenéis aquí tan bien cuidado y con los caballones perfectamente alineados no lo he visto en ningún lugar, y apenas si se percibe el ambiente  de  paz y alegría que aquí disfrutáis.

Aquel día fue una jornada de fiesta para aquellos monjes. Marcharon a sus trabajos respectivos, unos al huerto, otros a los diversos talleres, de restauración, cerámica, carpintería…

                                                                          S. Bruno meditando
En determinados momentos pensaba: estos no son los monjes que nos muestran en la película “en el nombre de la rosa”, donde todo es tristeza, seriedad, lugar agónico, aquí por el contrario, se respira, lo que todo humano podría desear y que en esta trayectoria, hasta ahora, he manifestado: paz, silencio, tranquilidad, alegría, fraternidad.


Había un monje, fray Bruno, quizás tomado en recuerdo del fundador de la orden, que me acompañó durante un rato. Era joven, muy alto, con unas manos y unos dedos inmensos, su nobleza le envolvía completamente; estuvimos caminando durante un rato por el monasterio, al mismo tiempo que conversábamos.

 Una ráfaga de viento hizo que la capa que lo envolvía se desplegara cual  bandera ondeando en el espacio, él rápidamente la recogió, quizás para evitar un gesto de grandiosidad. Nos dirigimos hacia su celda, modesta y sencilla como la del abad. Le pregunté si había jóvenes interesados en ser monjes.

-Mire Vicente, vienen huyendo del mundanal ruido, pero suelen durar poco tiempo, tres o cuatro meses a lo más,  la vida monacal tiene unas exigencias que para la gente joven, de hoy día, les es muy difícil aceptar.

Los monjes que allí había, eran gente bastante culta, había algún médico, abogado, de distintas profesiones, gente bien preparada, personas bastante desmotivadas de la vida exterior, habían preferido recluirse en aquel lugar.

Mi fray Bruno, se dedicaba a pintar cerámica que después vendían como una forma de obtener medios económicos para el sostenimiento de la comunidad. En nuestra conversación y en mis actividades surgió la pintura de los iconos que yo hacía. Para mí aquel corpulento y descomunal personaje era un verdadero icono en sí mismo, impresionaba verlo caminar con las orlas de sus ropajes lanzadas al viento. Pensé, una vez en mi casa, mandarle algunas revistas de iconos, pero no quise meter la tentación en aquel remanso, libre de pensamientos lujuriosos, las revistas de los iconos tenían algunos desnudos.

Salimos de la celda, pasamos por aquella huerta tan bien cuidada, donde laboreaban algunos; estuvimos en el museo donde había bastante cerámica, algunas ánforas romanas, tazas, cuencos, los mismos que pintara Zurbarán en su día, nos detuvimos nuevamente en la sillería del coro donde en las magníficas tallas se vislumbraba los cientos de horas empleadas, la paciencia de los artistas que las tallaron. Un ligero y casi pecaminoso pensamiento rasgó rápidamente mi mente, “¡si pudiera sacarle unos moldes a estas filigranas artísticas!”

                                                                  Caballos cartujanos
En mis pensamientos me veía de monje, y me decía: yo hubiera sido un monje especial, con ciertos privilegios, no me veía a las cinco de la mañana corriendo por aquellos claustros medio dormido golpeándome contra las columnas, pero sí haciendo copias de las vajillas cartujanas para vender a los turistas, sería un monje mundano, el artista de mundo que ha entrado a un lugar sagrado y que de vez en cuando daría sus escapadas llevando al exterior, la alegría y el calor humano del que allí se respiraba.


Aquel día fue para mí un regalo inolvidable, entré mundano y salí medio monje, me marché dejando parte de mí en el convento.

He querido dedicar este archivo en homenaje a un gran artista que desde muy joven bebió y practicó el arte en los mejores talleres artísticos, con grandes profesionales; desde Andorra, pasando por la Escuela de Artes y Oficios, de Granada, cuando estaba en sus mejores momentos y  tenía excelentes maestros de taller.

Vicente Arroyo Valero, es nuestro hombre, tenía una asignatura pendiente  con la Facultad de Bellas Artes de Granada, donde contractó, muchas de sus experiencias, y aportó muchos de sus conocimientos. No le hacía falta, para nada, la Licenciatura, pero quiso vivir los caminos por los que actualmente marcha la docencia universitaria. Ha sido una gran experiencia colmada de satisfacciones en relación tanto con el profesorado como con los alumnos, esa juventud que aspira a caminar por la senda de la disciplina artística. Según dice, la propia vida es la que lo llevó a la Universidad.

 ¡Enhorabuena por esa flamante licenciatura!

Existen y han existido grandes artistas que actualmente tienen fama internacional, cuyas obras se encuentran en los mejores museos del mundo. Hay en cambio otros muchos que siendo grandes, magníficos, permanecen en el anonimato, a la cabeza, como abanderado Vicente Arroyo Valero.

                                                  

                                                           
                                                                LA ALDABA

El gran llamador, del portón principal de la Cartuja, tiene unas connotaciones en las que se mezcla lo religioso, lo profano y lo monstruoso. Estas dos réplicas, que fueron hechas para sustituir a las originales, representan una figura cuya impresión primera es la de un fetiche algo horrible y al mismo tiempo grotesco. La primera impronta es la de  querer asustar e impedir que ninguna mano se atreva a originar ninguna profanación de este lugar sagrado.

Lo religioso está representado, (parte superior) en la  aureola de santo y el pelillo de un S. Juanico o fraile cartujano, vienen después dos cuernos, unos ojos saltones  de horror y sobresalto, la fiereza de un león representada en la nariz, el mostacho, la boca en actitud devoradora mordiendo la aldaba propiamente dicha donde figura el año de su fundición 1572. Tiene una verruga en el labio inferior, como las que suelen tener las hechiceras, quizás, para indicar el hechizo, el encanto y la fascinación que se encierra en el interior.

                                                            
                                                                 Celda de un cartujo
 
 
                                                             DATOS HISTÓRICOS

A cuatro kilómetros de Jerez, a orillas del rio Guadalete, se levanta la figura del monasterio de la cartuja, en honor de Santa María de la Defensión, fundado por el caballero jerezano Álvaro Obertos de Valero y Morla, emparentado familiarmente con el Papa, Inocencio IV. Debido a su carácter religioso, Álvaro quiso levantar un edificio religioso que siguiera la regla fundacional de San Bruno. Aún así, el caballero jerezano murió antes de ver concluido el Monasterio. No llegó a terminarse hasta 1620.

Los frailes tenían voto de silencio y de pobreza, a pesar de la riqueza del monasterio, gracias a las herencias y las donaciones realizadas. Las propiedades agrícolas eran inmensas, así como la famosa dehesa de caballos que ha dado nombre a los famosos caballos cartujanos de Jerez. Los frailes vivieron en paz hasta el 20 de agosto de 1835, cuando, por real decreto, tuvieron que abandonarlo por imperativo de la Desamortización.

                                                                  Cristo de la Defensión
El monasterio fue completamente abandonado hasta 1948, en la que los monjes regresaron para intentar devolver al monasterio todo su esplendor. De todas formas, en el 2002 los cartujos volvieron a abandonar el monasterio con la finalidad de crear nuevos edificios en América. Hoy en día el Monasterio de la Cartuja acoge a la orden femenina de la Virgen de Belén.

Desde la misma carretera, tanto si venimos del sur como del norte, la figura del monasterio se nos muestra como una figura imponente. La puerta de entrada es un arco triunfal de Andrés de Ribera de 1571. Al otro lado de la puerta, detrás de un magnífico patio enlosado de mármol, se halla la capilla de los Caminantes, de mediados del siglo XVIII.

Al fondo del patio enlosado se halla la iglesia de 1667. La fachada tiene cuatro cuerpos, con columnas corintias, estatuas de monjes cartujos y un precioso ático en la parte alta. Si pasamos al interior del templo observamos un magnífico retablo, donado por la duquesa de Medina Sidonia, que sustituyó al antiguo de 1639. Lo preside la Virgen de la Defensión y San Bruno, con dos monjes a su lado, y diversas copias de pintura de Zurbarán que acogían al antiguo retablo.

Al lado de la iglesia podemos visitar el claustro, de preciosos azulejos sevillanos. Más allá hay un claustro mayor, conocido como el patio de los Arrayanes, donde se encuentran las celdas de los monjes, 29 en total. Atravesando un portal con columnas de mármol, llegamos al patio prioral o patio de los jazmines, donde se ubica la celda del prior de la orden y el claustro de los legos.


                                                      ALGUNAS OBRAS DE VICENTE ARROYO VALERO

 

                                                       
 
 

                               Primera Comunión. Retrato al pastel


                                                                         Autorretrato. Pastel
 
                                                            Comiéndose la Alhambra. Pastel
 
 
 
                                                              El furor del guitarrista. Acrílico
                                                         
 
                                                                  
                                                                           Carboncillo
 
 
                  
                                                                    Óleo sobre lienzo

                                                                            Detalle

                                                                      Óleo sobre lienzo
 
                                                                               Pastel
                                                          
                                                                               Óleo sobre lienzo

                                                                     Óleo sobre lienzo

                                           Nuestro artista, un enamorado de los secaderos de tabaco.
                                                                         Óleo sobre lienzo
                                                          Granada de cartón imitando al hierro
                                                    
                                                                            Detalle del modelado

                                                Nuestro artista fascinado por las pinturas de Giotto.
                                         
                                                                                  Icono. (Copia)

                                                              Detalle de la obra iconográfica.

                                            Detalle. Se puede apreciar perfectamente el craquelado.
                                            
                                                                                   Detalle
 
                                          Nuestra artista, siempre reflexiona sobre el trabajo realizado.
El aldabón que figura en este archivo, es obra de nuestro artista, Vicente Arroyo, está realizado en poliéster con polvo metálico. Es una magnífica imitación de los originales.


                                                                   JOSÉ MEDINA VILLALBA
 
 
 
 
 
 
 
 

 
 

2 comentarios:

  1. Estoy muy orgulloso de tener un padre que nos esta aportando tantos relatos, obras y historias de nuestro querido Albaycin y Granada. Desde aquí te animo a que sigas agrandando tu bloc para que la gente vea esta obra tan maravillosa que estas haciendo

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  2. Conocimos a Vicente recien llegado a Granada, juventud, vitalidad, deseos de hacer todo lo artístico que la imaginación le demanda, grandísimo amigo durante años, hasta mi marcha a Cataluña, tenemos algunas de sus obras como oro en paño, siempre siempre, amigo del alma...

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