EL AMOR NO TIENE
FRONTERAS, NI EDAD QUE LO LIMITEN. (Capítulo primero).
Sobre un cielo de
Granada, balanceándose entre tejidos plomizos de nubes, que alardean de
transmitir el furor de un calor, confeccionado en el horno sempiterno del mes
de agosto, cuando los termómetros hablan
en números grandilocuentes, dejándonos atónitos e impávidos, con cifras que superan
los guarismos, cuyas puertas están en el límite
de los cuarenta, me deslizaba sobre las cuatro ruedas de uno de esos
taxis que se tienen que jugar el todo por el todo, navegando por una calle
atrapada de ávidos guiris que quieren llevarse, en unos instantes, todo el
encanto que destila una calle, que limita el caminar lento de las aguas de un
río que se peina por las mañanas con la nieve de Sierra Nevada, se acicala al
mediodía con el peine de oro que tiene en sus entrañas, para coger en este
ambiente y comprobar, cómo se desliza la tarde entre penumbras del crepúsculo vespertino,
moviendo en el aire las manos secas, en tanto que los ojos llamean cual
luciérnagas que intentan despertar del rito sagrado de la siesta granadina.
Carrera del Darro
De esta manera pude
ascender por el empinado brazo, que a modo de lanza hiriente desciende
vertiginoso del corazón del Albayzín,
como el niño que corre veloz tras el aro que no quiere que se le pierda, para
precipitarse sobre el espejo cristalino de las aguas del Dauro, para calmar su
sed, un cauce que sabe caminar manso, callado y transparente.
Estoy hablando,
querido lector, de esa calle que parieron las energías misteriosas de la
creación, escala ascendente para poder llegar a lo más íntimo del barrio en sus
entrañas, la Cuesta del Chapiz, cuyo nombre se lo dieron los moriscos Lorenzo
el Chapiz, en un atardecer mirando a la Sultana Alhambra.
Sobre la fachada de las casas que limitan el borde de la Cuesta, un grupo multicolor de señoras elegantemente vestidas, con los colores irradiantes del arco iris, van plasmando junto a un sol dorado que llenaba la calle, las pinceladas que se dejaban caer sobre un lienzo de cal y asfalto.
El escenario ha levantado el telón y los espectadores van pasando al interior, donde esta tarde se va a celebrar uno de los acontecimientos que marcarán un antes y un después, en la relación de dos enamorados que quieren, en una tarde que va intentando doblarse cuando el día comienza a llegar de regreso, refrendar ante un numeroso grupo de familiares y amistades su amor.
Nada más penetrar en las entrañas del lugar donde van tener lugar los hechos, el espíritu se embarga, los ánimos se recrecen al contemplar el espectáculo inaudito de una gran Sultana que desde lo alto del cerro de la Sabika nos está contemplando, constituyendo uno de los decorados naturales más majestuosos que dieron los teatros del mundo.
Hemos subido unas escalinatas y el escenario todavía ausente de personal se despliega ante nuestra impávida mirada, donde solo deambula el mobiliario en el que va a tener lugar, el desarrollo de unas de las obras las excelsas del amor, y en la que todos vamos a ser actores.
-Sí, he dicho todos, yo que estoy tecleando ahora en el ordenador y tú mi estimado amigo, vamos a desarrollar unas escenas para el placer nuestro y de todo el aquel que nos quiera acompañar.
El cielo conforme la tarde iba avanzando, se cubre de un espeso toldo plomizo que hace prisionero al aire, para no dejarlo moverse lo más mínimo, entonces serían los abanicos como alas misteriosas de palomas mensajeras, se despliegan como si fueran las aspas de los Molinos del Campo de Criptana contra los que luchó el Hidalgo Caballero, para intentar mover el aire y refrescar los rostros.
Había que buscar los lugares más emblemáticos para hacerse la foto, que permanecerá siempre, no solo impresa en el móvil, sino en lo más profundo de los recuerdos que guardaremos en el subconsciente.
Una llave situada a la entrada plasmada en un cartel, nos da los consejos pertinentes para acceder al interior. “Busca tu sitio. Hay momentos en la vida que son especiales, por si solos. Compartirlos con las personas que quieres los convierte en momentos inolvidables. Gracias por venir”.
Mientras el aire lo intentan mover los abanicos, otros van localizando sus puestos, la chiquillería también juega su papel, poniendo su punto de inocencia juvenil, caracoleando entre las mesas, que impávidas contemplan consolidadas al suelo, todo lo que está ocurriendo, como si fuesen elementos vivos.
Suena una música
especial lenta, melódica, como indicativo que el momento álgido y más interesante
por el que nos encontramos esta tarde aquí va a comenzar. Aristóteles, en
su Poética, establecía que la medida ideal de un drama
eran los tres actos: uno para la introducción, otro para el desarrollo, y otro
para la conclusión.
Nos encontramos por tanto en el primer acto.
Un voz lanza al aire el grito de: ¡llega la novia!. (Continuará).
José Medina Villalba.
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