viernes, 12 de julio de 2013

GRANADA LA BELLA. POR DENTRO Y POR FUERA


Si pudiéramos hacer una radiografía de Granada, ver sus interioridades y exterioridades,  sus entrañas en lo más íntimo y no me refiero solamente a poner en primer plano sus elementos arquitectónicos, sus grandes monumentos, sus calles y barrios, sus gentes, de los que se han escritos y gastado chorros de tinta, sino de los encantos que envuelven a esta ciudad, de su parte externa, de la Naturaleza que la cubre, envuelve  y guarda, como si fueran las paredes de un cofre que quieren custodiar este tesoro que es la ciudad, nos percataríamos de la riqueza que tenemos los granadinos y apreciaríamos, mimaríamos y custodiaríamos dando incluso lo más preciado de nuestro ser para, día a día, conocerla más y más y conservarla como el mejor de los dones, como el mejor de los regalos.

Hay rincones dentro de la capital que son totalmente desconocidos  para los mismos granadinos, para muchos que han vivido mirando solamente su entorno e incluso, a veces, sin haberlo disfrutado.

                                                         Calle Mesones 1930
Granada era pequeñita allá por los años cuarenta del siglo pasado y aunque han surgido barriadas nuevas y se ha expansionado, sin embargo, sigue siendo una ciudad acogedora y familiar.

                                                                Calle Mesones
Mis intenciones hoy tienen por objeto animar a los granadinos, y no granadinos, sobre todo a aquellos que apenas si han salido de lo que llamamos ciudad, como tal, a descubrirla en el exterior, la grandeza de la Naturaleza que la rodea, sin tener que alejarse mucho, sin necesidad de coger ninguno vehículo, simplemente caminando.

                                          Mirador de la mesa de piedra cerca del Llano de la Perdiz 
Hoy día 6 de julio me he entristecido enormemente al leer la noticia de un chico de 16 años que ha perdido la vida al precipitarse con su bicicleta por la ladera de la Dehesa del Generalife, hacia la cuenca del río Darro. Mis condolencias a sus familiares y allegados que, mil y unas veces, estarán maldiciendo estos lugares.

                                           La Naturaleza cerca de la ciudad de Granada
Es muy triste pensar que uno de los muchos y maravillosos rincones que engloban a  la ciudad se tenga que cobrar la vida de un retoño que está disfrutando de la placidez de estos parajes y que siente el despertar en su cuerpo, el amor hacia la Naturaleza de esa que es patrimonio de todos pero en primer lugar de los nativos, de los granadinos.

                                                  Por los alrededores de Granada
Durante muchos años, después de jubilarme, dedicaba un día a la semana, a recorrer esta dehesa sobre todo en la época primaveral. En el invierno, al encontrarse en zona de umbría, mis paseos se deslizaban por la otra dehesa, la del Genil. Ambas son maravillosas y tienen un encanto especial, el paisaje, el sonido de los animales que por allí habitan, el murmullo de la brisa, incluso del viento un día de negros nubarrones con amenaza de tormenta, la niebla, la lluvia y hasta los copos de nieve cayendo y cubriendo la vereda o la neblina de un día gris que apenas te dejan captar el paisaje o el sirimiri de una lluvia que lentamente va empapando el chubasquero y al mismo tiempo te cubre el rostro empañando los cristales de las gafas, - de vez en cuando las tienes que someter al limpia parabrisas de un pañuelo- o el sonido que van dejando las pisadas de las botas marcando las huellas sobre la vereda, recién mojada, donde te puedes percatar de aquel senderista  que ese día se te ha anticipado; el rastro de un conejo nítidamente impreso en la blancura del manto níveo, todo este conjunto de sucesos constituyen una gozada para el cuerpo y el espíritu. Son, por así decirlo, los mejores acompañantes en un espacio maravilloso que se sale de la realidad cotidiana del que está metido en el trasiego  anodino de la ciudad.


                                                                 Por la Vereda de la Dehesa del Generalife
Al leer esta triste noticia, los mensajes de pésame y al mismo tiempo de ánimo a los familiares me han venido a la memoria algunos de aquellos días en que  paseaba por esta vereda que arranca por debajo del Llano de la Perdiz y viene a morir en la Silla del Moro.

Las botas goretex  ansiaban ver ocupado su espacio interior por mis pies porque sabían, después de haber permanecido descansando en la estantería del lavadero, que a partir de ese momento iban a desempeñar un papel importante, llevar a su dueño por caminos insospechados aguantar su peso, trasportarlo a parajes encantadores y disfrutar, a pesar de esta pesada carga, de aquellos lugares por donde iban a ir pasando.

 

El pantalón de senderista, ocupado por multitud de bolsillos donde habrían de guardarse objetos e instrumentos, algunos de ellos de poca utilidad, simplemente de aplicación curiosa: brújula, cuenta pasos, reloj, cronómetro, plano del recorrido…, se siente ufano cuando mi cuerpo se introduce en su interior y cada uno de estos instrumentos se va instalando en su sitio.

Bueno, alguien me llama la atención, desde el interior de la mesita de noche, son los dobles calcetines que me he de colocar unos de administrativo pegando a la piel, para evitar las rozaduras, y otros más gruesos que se han de ajustar plenamente a la bota.  El forro polar, el sombrero tipo conquistador del Amazonas ya están acomodados en sus lugares correspondientes.

                                  El macuto y el bastón compañeros inseparables. Óleo de José Medina
Al salir por la puerta y desde el paragüero el bastón que tanto sabe de la infinidad de aventuras por sierras, caminos, veredas y campos me grita:

-¿Te vas sin mí?

                                                 Senderismo con hijo y nietos. Óleo de José Medina
Retrocedo mis pasos, lo cojo cariñosamente y acariciándolo le doy las gracias, no solo por haber sido mi compañero en multitud de recorridos sino por la cantidad de veces que ha velado por mi integridad ayudándome a salir de lugares dificultosos, barranqueras horadadas por lluvias recientes, veredas rotas y perdidas, canteras de piedra verdaderos infiernos donde los pedruscos  rugen al recibir los rayos solares que los reflejaban sobre mi rostro impidiendo la visión; solo él y su apoyo me hacían salir de estos lugares escabrosos.

                                                                 Cuesta de Santa Catalina
                                                                   El duque S. Pedro de Galatino
Cruzo la Plaza del Realejo, son las siete de la mañana, el fresco matutino me anima a subir por la empinada Cuesta de Santa Catalina, son más de cien escalones los que hay que escalar hasta llegar a los umbrales del Hotel Alhambra  Palas aquel que mandó construir D. Julio Quesada el Duque S. Pedro de Galatino. Mi compañero de siempre, mi cachava, vetusta, algo deteriorada en la pátina de barniz que lo recubre, pero orgullosa de haber hecho de héroe en más de una ocasión me apoya y anima a subir la pendiente escalonada.

El campanil del convento de Santa Catalina irrumpe el silencio del amanecer, con su toque alegre a la oración, mientras la manguera del regador de turno limpia la plaza llena de bolsas, latas y desperdicios que los irresponsables trasnochadores han dejado, sin escrúpulos, depositados.

Mientras sigo subiendo mi mente se distrae, reflexiona y piensa en la realeza de este barrio que por algo se llama Realejo.

El Realejo, barrio donde estuvo asentada la población judía, donde de vez en cuando se descubren restos de aquellos moradores, de siglos pasados, perdidos en la eternidad, en una ciudad donde convivieron  tres culturas, cristiana, musulmana y hebrea.


 

Yehudá ben Saúl ibn Tibón preside la entrada al barrio del Realejo y en muchas ocasiones se le confunde con algún poeta árabe de hace siglos. Sufre las inclemencias del tiempo y las travesuras de aquellos que vuelven de las discotecas del Campo del Príncipe con una buena carga etílica, a altas horas de la madrugada, cuando el sol con sus dorados rayos le está quitando las legañas de la noche al barrio, aún soñoliento y comenzando a desperezarse con estirones que comienzan en la Calle Pavaneras y terminan en el recoleto Campo del Príncipe.



Los alegres trasnochadores se encaraman a un pedestal para invitarle a fumar, sus labios pueden perfectamente sujetar un cigarro. Mantiene su mano derecha sobre el corazón y levanta un documento al cielo, como juramento. Es Yehudá ben Saúl ibn Tibón, judío, granadino, médico, filósofo, poeta y patrón de los traductores al ser el fundador de la dinastía de los Tibónidas.

La estatua firme y derecha preside entre calle de la Colcha y Pavaneras la entrada al longevo barrio. Sus traducciones del árabe al hebreo posibilitaron la transmisión de muchos y muy valiosos documentos.  

Perdone al lector pero al ser hijo adoptivo del barrio e hijo natural del Albayzín no tenía más remedio que hacer algunas alusiones al arrabal que se puede considerar hermano gemelo.

                                                         Hotel Alhambra Palas
En todas estas meditaciones iba mi caletre dándole vueltas cuando, sin darme cuenta, había culminado la larga escalinata que, intercala ciertos trayectos escalonados, con empinada cuesta pero carente de peldaños.

                                                        Fuente del Tomate
El bosque alhambreño es uno de los mejores pulmones para respirar, descansar y meditar.  Nuestro caminante, percibe el murmullo silencioso de la Fuente del Tomate con el agua que cae lánguidamente sobre su taza y se desliza sobre su peana dejando el rastro del paso del tiempo con una vestidura verde de un musgo que, al mismo tiempo que embellece, impide al caminante depositar sus pies y resbalar. Enfrente el escultor Juan Cristóbal González nos dejó un homenaje maravilloso a Ángel Ganivet.

                                           Monumento a Ángel Ganivet en el bosque de la Alhambra
Semioculta en la maraña del bosque de la Alhambra, atacada por los rayos del sol que se cuelan entre los árboles, como los rayos que pudieran atravesar los colores variopintos de una vidriera catedralicia está esta escultura una de las más bellas y simbólicas joyas que tiene nuestra ciudad. Esta escultura que despertó encendidas polémicas cuando se hizo, hoy la podemos considerar como una pequeña joya escondida.

 Un bello joven levanta la cabeza de un macho cabrío, gracioso y ágil que intenta huir. Con qué majestuosa habilidad  y con qué noble destreza le domina y retiene, sujetándole por los cuernos en un esfuerzo risueño. Y el macho cabrío suelta al aire un chorro de agua, que llena el estanque. La Naturaleza rinde al hombre dominador el homenaje que le debe… Y Ángel Ganivet, mucho más alto, destacando de este grupo simbólico que ha de estar a ras de tierra, contempla la riqueza del estanque.

Hay una musicalidad especial, nuestro senderista se sienta, por momentos, para reponer fuerzas en uno de aquellos bancos de piedra que circundan el espacio; a la cadencia lánguida y suave del líquido elemento de la Fuente del Tomate, se le une el golpeteo rítmico de un chorro enfurecido que taladra la superficie de un estanque, lleno de verdines donde calman su sed las aves que por allí anidan.




                                                                  Fuente del Pimiento
Le decimos adiós a la Fuente del Pimiento que nos mira de soslayo como quejosa de que todos los piropos los hayamos depositado en las dos que quedaron allá a lo lejos.



                                                Haciendo cola para entrar en la Alhambra
Subimos la empinada cuesta y un murmullo de gentes llega a nuestros oídos, gentes que se agolpan ante las taquillas para poder penetrar y disfrutar de la monumental Alhambra.

                                                    Aparcamientos de la Alhambra
Dejamos atrás los archivos del palacio árabe a un lado, multitud de coches y autocares aparcados en las zonas de estacionamiento para comenzar, por la vereda que nos ha de llevar a la cumbre de la montaña.

                                             El sueño de la eternidad en el cementerio de Granada.
Un chorro de humo blanco se desliza erguido hacia el azul intenso de un cielo que lo atrae y engulle, son las almas de los que el horno crematorio del Campo Santo, le está dando el salvoconducto a la eternidad.

Olor a crisantemos, blancura de lápidas con frases amorosas y tiernas a los que se fueron para siempre, se van quedando a mis espaldas.

Nuestro senderista sigue ascendiendo, el bosque de pinares abrigan la vereda, mientras una ardilla contempla a nuestro caminante, inquieta con ojitos brillosos coquetea e intenta jugar con todo el que pasa; se desliza por el tronco, atraviesa el sendero se coloca al borde sentada sobre sus patas traseras y come una de las bellotas que ha encontrado en su caminar. Con ojo visor trepa de nuevo por el tronco de otro pino y colocada sobre una rama con mirada juguetona intenta despedirse de nosotros.  

Los buenos días de algún senderista que nos pasa y que poco a poco lo vamos viendo difuminarse entre el entramado del bosque.

                                                        El Llano de la Perdiz
Después de una hora de marcha y dejando a un lado el aspecto horrible de un espacio de bosque que, en días pasados, fue pasto de las llamas, llegamos al Llano de la Perdiz.

Sin haber terminado de alcanzar  la extensa zona del Llano, como solemos llamarle los granadinos, se escuchan los golpes de los balones que patalean las peñas futbolísticas, son impactos que suenan, en el silencio de la montaña, como salidos de ultratumba, como si no existieran seres que los están  pateando.

La cámara de nuestros ojos divisa plenamente la llanura, mientras caminamos, sin perder de vista a los que se encuentran en escena jugando, vamos observando y reconociendo a algunas de las viejas glorias del Granada Club de fútbol, Cuerva, Cea, Santos, Vicente, Lalo, Candi…, a los que los años no les han pasado en balde, rechonchos, con barrigas abultadas, pero conservando el estilo que en sus días, de Primera División de la Liga Española, les hizo famosos.

Entre pinares el humo de las barbacoas y el rico olor de la carne a la brasa se pasea delante de mi napia y aspiro fuertemente ese perfume especial de chorizos que chorrean grasa suculenta sobre las ascuas de la brasa  devoradora y avivadora del fuego.

Chicos que corren en sus bicicletas por acá, otros que se persiguen jugando por acullá, señoras que chismorrean o ayudan a sus congéneres en la distribución de los ricos manjares, se van quedando atrás mientras enfilo la estrecha vereda de la Dehesa del Generalife.

Al lado opuesto de los campos de fútbol, junto al más próximo al Valle del Darro, que da vistas  a las Sierras de la “Alfaguara”, parte la Vereda de la Umbría (Dehesa del Generalife), por la que iniciamos la bajada zigzagueando, encontramos algunos pinos  y cipreses de estilado porte, hasta desembocar en una bifurcación de sendas, tomamos la de la izquierda, ya que la de la derecha conduce a la vereda de la Acequia Real de la Alhambra.

                                 Caminando por la Dehesa del Generalife. Cuadro de las aves de este lugar.
Un amplio cartel nos detiene  en nuestro caminar y sentados frente a él podemos observar la riqueza de la fauna que se desarrolla en esta zona: la curruca capirotada, el chochín o el petirrojo, el cernícalo primilla o el azor, no es raro en estos espacios. Respecto a los mamíferos junto a especies comunes en parques y jardines como ardillas o ratones aparecen erizos y topillos.

                                             Cortijo Moronta, desde la dehesa del Generalife.
El Valle de Valparaiso se nos abre a nuestros pies, desde aquí conforme vamos avanzando por la estrecha vereda vamos disfrutando de la placidez del día, del perfume que destila la resina de los pinares; nos detenemos para coger unas bellotas debajo de una encina y plácidamente saborearlas una tras otra, algunos quejigos doblan sus ramas a nuestro paso como en un acto de reverencia.

El bastón nos ayuda a pasar una barranquera en un recodo del camino, mientras escuchamos allá abajo las voces del hortelano que recoge las ricas habas con el sabor especial que le proporciona el agua del rio Darro.

Es necesario detenerse para seguirse embriagando con la belleza del paisaje, al fondo el rio Darro, con el murmullo de sus aguas, enfrente el cortijo de Moronta, los viveros de los Taboadas ricamente poblado de plantas ornamentales.

Unas abejas pululan a mi alrededor mientras sentado en el primer banco de las cinco auténticas sillas del moro, me distraigo contemplando su trabajo libando el polen del romero que por allí florece y trasladándose a las colmenas que, en la otra ribera, junto al ruinoso cortijo del Teatino, van a ir confeccionando, con el almíbar trasportado, la rica miel de romero.   

 
Son estas cinco auténticas sillas del moro, lugares de descanso y excelentes miradores. La visión panorámica en cada una de ellas es totalmente distinta.

Por la ladera de enfrente se encuentra el Camino de Guadix. En el Peso de la Harina, en la conocida Cuesta del Chapiz, se encontraba en la muralla, la llamada Puerta de Guadix; esta ladera, por donde trascurre el Camino de Beas, prolongación del Camino del Sacromonte, es elemento clave en la formación de este maravilloso Valle de Valparaiso.

                                                  Las cinco sillas del moro. Miradores.
Sentado en una de estas sillas del moro,  mi pensamiento se trasladaba a las primeras semanas del año 1492, veía allá enfrente la comitiva del Rey Chico que, después de la Rendición de Granada, se dirigía al exilio en las alpujarras almerienses en el pueblo de Laujar de Andarax.


                                                                        Rendición de Granada.

                                                               Boabdil y su séquito camino del destierro

La comitiva era extensa, acompañado de su corte y séquito un jueves 6 de enero Boabdil y Moraima su esposa, turbantes al viento en un silencio casi sepulcral, solamente el chocar de los cascos de las cabalgaduras sobre el camino pedregoso y terroso; se podía intuir en los rostros la tristeza que los embargaba especialmente la de Morayma cuyos dos tesoros sus hijos Yusuf y Ahmad permanecían cautivos bajo las huestes cristianas. El sonido del tambor abriendo camino, los estandartes con la media luna, los arcones llenos de tesoros, alhajas y recuerdos de los muchos años de permanencia en la ciudad envueltos en la angustia de ir dejando atrás aquello por lo que se defendió y luchó.

                                                              Boabdil
Sigo caminando por la vereda, comienzan a aparecer las torres de las iglesias del Albayzín antiguas mezquitas; en el firmamento se recorta la silueta de los campanarios de S. Nicolás, El Salvador, S. Miguel Bajo, S. Luis, S. Bartolomé, S. Cristobal.


                                                     Las torres de las iglesias del Albayzín desde la Dehesa
El mugir de las vaquerías de los Barraganes sirve de música ambiente, mientras allá a media altura la Abadía del Sacromonte como si fuera la maqueta pequeña de un arquitecto que, la tiene en su estudio, como proyecto para su construcción aparece radiante ante mis ojos. Todo es pequeño desde la altura, el camino serpenteante de las siete cuestas que dan acceso al grandioso monumento de D. Pedro de Castro de Vaca y Quiñones.

                                              La Abadía del Sacromonte desde la Dehesa
Un grupo de niños juegan en la pista deportiva de Primaria en las Escuelas del Ave María, mientras la campana suena reclamándole su entrada de nuevo a clase.

                                                                    Los Albercones del Negro
                                                                 Los conventos de la Carrera del Darro
                                                          Las torres de la Alhambra. Desde la Silla del Moro
                                                           La Silla del Moro. Ruinas del Castillo de Santa Elena
Hemos llegado a las ruinas del Castillo de Santa Elena, lo que siempre reconocimos como la Silla del Moro un bello mirador de Granada que no hay que confundirlo con nuestras SILLAS DEL MORO. La vista es sensacional, los albercones del Negro, complejo hidráulico de la época nazarí, para suministrar agua a los palacios reales, bien cercados para evitar accidentes, el Generalife por un lado y más allá toda una sultana engalanada con sus hermosas peinetas de torres, la Alhambra; a nuestros pies toda el bullicio de una ciudad que desde estas alturas apenas si se percibe se ha desnudado de sonidos que perturban la tranquilidad y ha quedado la imagen limpia de un Albayzín a modo de Belén viviente, los conventos de Zafra y las Bernardas, las iglesias de S. Pedro y Santa Ana y toda una ciudad que se va poco a poco desenfocando y perdiendo en el espacio.

                                          Plaza del Realejo. Cerámica, obra de José Medina Villalba
De regreso invirtiendo el camino de ida, el bosque alhambreño primero, para bajar los numerosos escalones de la Cuesta de Santa Catalina y aterrizar en el Realejo, contabilizando el tiempo invertido, los kilómetros recorridos y los pasos dados. El bastón que siempre me ha acompañado vuelve de nuevo al paragüero de entrada  a la casa esperando una nueva salida.

Invito a todos, pero sobre todo a los granadinos, para que conozcan el maravilloso paseo por la Dehesa del Generalife.

                                                           José Medina Villalba.

 

 

 

 

 

 

 

 

 




 
 
 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 



 

 

 

 

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