Si
pudiéramos hacer una radiografía de Granada, ver sus interioridades y
exterioridades, sus entrañas en lo más
íntimo y no me refiero solamente a poner en primer plano sus elementos
arquitectónicos, sus grandes monumentos, sus calles y barrios, sus gentes, de
los que se han escritos y gastado chorros de tinta, sino de los encantos que
envuelven a esta ciudad, de su parte externa, de la Naturaleza que la cubre,
envuelve y guarda, como si fueran las
paredes de un cofre que quieren custodiar este tesoro que es la ciudad, nos
percataríamos de la riqueza que tenemos los granadinos y apreciaríamos,
mimaríamos y custodiaríamos dando incluso lo más preciado de nuestro ser para,
día a día, conocerla más y más y conservarla como el mejor de los dones, como
el mejor de los regalos.
Hay
rincones dentro de la capital que son totalmente desconocidos para los mismos granadinos, para muchos que
han vivido mirando solamente su entorno e incluso, a veces, sin haberlo
disfrutado.
Calle Mesones 1930
Granada
era pequeñita allá por los años cuarenta del siglo pasado y aunque han surgido
barriadas nuevas y se ha expansionado, sin embargo, sigue siendo una ciudad
acogedora y familiar.
Calle Mesones
Mis
intenciones hoy tienen por objeto animar a los granadinos, y no granadinos, sobre
todo a aquellos que apenas si han salido de lo que llamamos ciudad, como tal, a
descubrirla en el exterior, la grandeza de la Naturaleza que la rodea, sin tener
que alejarse mucho, sin necesidad de coger ninguno vehículo, simplemente
caminando.
Mirador de la mesa de piedra cerca del Llano de la Perdiz
Hoy
día 6 de julio me he entristecido enormemente al leer la noticia de un chico de
16 años que ha perdido la vida al precipitarse con su bicicleta por la ladera
de la Dehesa del Generalife, hacia la cuenca del río Darro. Mis condolencias a
sus familiares y allegados que, mil y unas veces, estarán maldiciendo estos
lugares.
La Naturaleza cerca de la ciudad de Granada
Es
muy triste pensar que uno de los muchos y maravillosos rincones que engloban
a la ciudad se tenga que cobrar la vida
de un retoño que está disfrutando de la placidez de estos parajes y que siente
el despertar en su cuerpo, el amor hacia la Naturaleza de esa que es patrimonio
de todos pero en primer lugar de los nativos, de los granadinos.
Por los alrededores de Granada
Durante
muchos años, después de jubilarme, dedicaba un día a la semana, a recorrer esta
dehesa sobre todo en la época primaveral. En el invierno, al encontrarse en
zona de umbría, mis paseos se deslizaban por la otra dehesa, la del Genil.
Ambas son maravillosas y tienen un encanto especial, el paisaje, el sonido de
los animales que por allí habitan, el murmullo de la brisa, incluso del viento
un día de negros nubarrones con amenaza de tormenta, la niebla, la lluvia y
hasta los copos de nieve cayendo y cubriendo la vereda o la neblina de un día
gris que apenas te dejan captar el paisaje o el sirimiri de una lluvia que lentamente
va empapando el chubasquero y al mismo tiempo te cubre el rostro empañando los
cristales de las gafas, - de vez en cuando las tienes que someter al limpia
parabrisas de un pañuelo- o el sonido que van dejando las pisadas de las botas
marcando las huellas sobre la vereda, recién mojada, donde te puedes percatar
de aquel senderista que ese día se te ha
anticipado; el rastro de un conejo nítidamente impreso en la blancura del manto
níveo, todo este conjunto de sucesos constituyen una gozada para el cuerpo y el
espíritu. Son, por así decirlo, los mejores acompañantes en un espacio
maravilloso que se sale de la realidad cotidiana del que está metido en el
trasiego anodino de la ciudad.
Por la Vereda de la Dehesa del Generalife
Al
leer esta triste noticia, los mensajes de pésame y al mismo tiempo de ánimo a
los familiares me han venido a la memoria algunos de aquellos días en que paseaba por esta vereda que arranca por debajo
del Llano de la Perdiz y viene a morir en la Silla del Moro.
Las
botas goretex ansiaban ver ocupado su
espacio interior por mis pies porque sabían, después de haber permanecido
descansando en la estantería del lavadero, que a partir de ese momento iban a
desempeñar un papel importante, llevar a su dueño por caminos insospechados
aguantar su peso, trasportarlo a parajes encantadores y disfrutar, a pesar de
esta pesada carga, de aquellos lugares por donde iban a ir pasando.
El pantalón de senderista, ocupado por multitud
de bolsillos donde habrían de guardarse objetos e instrumentos, algunos de
ellos de poca utilidad, simplemente de aplicación curiosa: brújula, cuenta
pasos, reloj, cronómetro, plano del recorrido…, se siente ufano cuando mi
cuerpo se introduce en su interior y cada uno de estos instrumentos se va
instalando en su sitio.
Bueno,
alguien me llama la atención, desde el interior de la mesita de noche, son los
dobles calcetines que me he de colocar unos de administrativo pegando a la
piel, para evitar las rozaduras, y otros más gruesos que se han de ajustar
plenamente a la bota. El forro polar, el
sombrero tipo conquistador del Amazonas ya están acomodados en sus lugares
correspondientes.
El macuto y el bastón compañeros inseparables. Óleo de José Medina
Al
salir por la puerta y desde el paragüero el bastón que tanto sabe de la
infinidad de aventuras por sierras, caminos, veredas y campos me grita:
-¿Te
vas sin mí?
Senderismo con hijo y nietos. Óleo de José Medina
Retrocedo
mis pasos, lo cojo cariñosamente y acariciándolo le doy las gracias, no solo
por haber sido mi compañero en multitud de recorridos sino por la cantidad de
veces que ha velado por mi integridad ayudándome a salir de lugares
dificultosos, barranqueras horadadas por lluvias recientes, veredas rotas y
perdidas, canteras de piedra verdaderos infiernos donde los pedruscos rugen al recibir los rayos solares que los
reflejaban sobre mi rostro impidiendo la visión; solo él y su apoyo me hacían
salir de estos lugares escabrosos.
Cuesta de Santa Catalina
El duque S. Pedro de Galatino
Cruzo
la Plaza del Realejo, son las siete de la mañana, el fresco matutino me anima a
subir por la empinada Cuesta de Santa Catalina, son más de cien escalones los
que hay que escalar hasta llegar a los umbrales del Hotel Alhambra Palas aquel que mandó construir D. Julio
Quesada el Duque S. Pedro de Galatino. Mi compañero de siempre, mi cachava, vetusta,
algo deteriorada en la pátina de barniz que lo recubre, pero orgullosa de haber
hecho de héroe en más de una ocasión me apoya y anima a subir la pendiente
escalonada.
El
campanil del convento de Santa Catalina irrumpe el silencio del amanecer, con
su toque alegre a la oración, mientras la manguera del regador de turno limpia
la plaza llena de bolsas, latas y desperdicios que los irresponsables
trasnochadores han dejado, sin escrúpulos, depositados.
Mientras
sigo subiendo mi mente se distrae, reflexiona y piensa en la realeza de este barrio que por algo se
llama Realejo.
El
Realejo, barrio donde estuvo asentada la población judía, donde de vez en
cuando se descubren restos de aquellos moradores, de siglos pasados, perdidos
en la eternidad, en una ciudad donde convivieron tres culturas, cristiana, musulmana y hebrea.
Yehudá
ben Saúl ibn Tibón preside la entrada al barrio del Realejo y en muchas
ocasiones se le confunde con algún poeta árabe de hace siglos. Sufre las
inclemencias del tiempo y las travesuras de aquellos que vuelven de las
discotecas del Campo del Príncipe con una buena carga etílica, a altas horas de
la madrugada, cuando el sol con sus dorados rayos le está quitando las legañas
de la noche al barrio, aún soñoliento y comenzando a desperezarse con estirones
que comienzan en la Calle Pavaneras y terminan en el recoleto Campo del Príncipe.
Los
alegres trasnochadores se encaraman a un pedestal para invitarle a fumar, sus
labios pueden perfectamente sujetar un cigarro. Mantiene su mano derecha sobre
el corazón y levanta un documento al cielo, como juramento. Es Yehudá ben Saúl
ibn Tibón, judío, granadino, médico, filósofo, poeta y patrón de los
traductores al ser el fundador de la dinastía de los Tibónidas.
La
estatua firme y derecha preside entre calle de la Colcha y Pavaneras la entrada
al longevo barrio. Sus traducciones del árabe al hebreo posibilitaron la
transmisión de muchos y muy valiosos documentos.
Perdone
al lector pero al ser hijo adoptivo del barrio e hijo natural del Albayzín no
tenía más remedio que hacer algunas alusiones al arrabal que se puede
considerar hermano gemelo.
Hotel Alhambra Palas
En
todas estas meditaciones iba mi caletre dándole vueltas cuando, sin darme
cuenta, había culminado la larga escalinata que, intercala ciertos trayectos
escalonados, con empinada cuesta pero carente de peldaños.
Fuente del Tomate
El
bosque alhambreño es uno de los mejores pulmones para respirar, descansar y
meditar. Nuestro caminante, percibe el
murmullo silencioso de la Fuente del Tomate con el agua que cae lánguidamente
sobre su taza y se desliza sobre su peana dejando el rastro del paso del tiempo
con una vestidura verde de un musgo que, al mismo tiempo que embellece, impide
al caminante depositar sus pies y resbalar. Enfrente el escultor Juan Cristóbal
González nos dejó un homenaje maravilloso a Ángel Ganivet.
Monumento a Ángel Ganivet en el bosque de la Alhambra
Semioculta
en la maraña del bosque de la Alhambra, atacada por los rayos del sol que se
cuelan entre los árboles, como los rayos que pudieran atravesar los colores
variopintos de una vidriera catedralicia está esta escultura una de las más
bellas y simbólicas joyas que tiene nuestra ciudad. Esta escultura que despertó
encendidas polémicas cuando se hizo, hoy la podemos considerar como una pequeña
joya escondida.
Un bello joven levanta la cabeza de un macho
cabrío, gracioso y ágil que intenta huir. Con qué majestuosa habilidad y con qué noble destreza le domina y retiene,
sujetándole por los cuernos en un esfuerzo risueño. Y el macho cabrío suelta al
aire un chorro de agua, que llena el estanque. La Naturaleza rinde al hombre
dominador el homenaje que le debe… Y Ángel Ganivet, mucho más alto, destacando
de este grupo simbólico que ha de estar a ras de tierra, contempla la riqueza
del estanque.
Hay
una musicalidad especial, nuestro senderista se sienta, por momentos, para
reponer fuerzas en uno de aquellos bancos de piedra que circundan el espacio; a
la cadencia lánguida y suave del líquido elemento de la Fuente del Tomate, se
le une el golpeteo rítmico de un chorro enfurecido que taladra la superficie de
un estanque, lleno de verdines donde calman su sed las aves que por allí
anidan.
Fuente del Pimiento
Le decimos adiós a la Fuente del Pimiento que nos mira de soslayo como quejosa de
que todos los piropos los hayamos depositado en las dos que quedaron allá a lo
lejos.
Haciendo cola para entrar en la Alhambra
Subimos
la empinada cuesta y un murmullo de gentes llega a nuestros oídos, gentes que
se agolpan ante las taquillas para poder penetrar y disfrutar de la monumental
Alhambra.
Aparcamientos de la Alhambra
Dejamos
atrás los archivos del palacio árabe a un lado, multitud de coches y autocares
aparcados en las zonas de estacionamiento para comenzar, por la vereda que nos
ha de llevar a la cumbre de la montaña.
El sueño de la eternidad en el cementerio de Granada.
Un
chorro de humo blanco se desliza erguido hacia el azul intenso de un cielo que
lo atrae y engulle, son las almas de los que el horno crematorio del Campo
Santo, le está dando el salvoconducto a la eternidad.
Olor
a crisantemos, blancura de lápidas con frases amorosas y tiernas a los que se
fueron para siempre, se van quedando a mis espaldas.
Nuestro
senderista sigue ascendiendo, el bosque de pinares abrigan la vereda, mientras
una ardilla contempla a nuestro caminante, inquieta con ojitos brillosos
coquetea e intenta jugar con todo el que pasa; se desliza por el tronco,
atraviesa el sendero se coloca al borde sentada sobre sus patas traseras y come
una de las bellotas que ha encontrado en su caminar. Con ojo visor trepa de
nuevo por el tronco de otro pino y colocada sobre una rama con mirada juguetona
intenta despedirse de nosotros.
Los
buenos días de algún senderista que nos pasa y que poco a poco lo vamos viendo
difuminarse entre el entramado del bosque.
El Llano de la Perdiz
Después
de una hora de marcha y dejando a un lado el aspecto horrible de un espacio de
bosque que, en días pasados, fue pasto de las llamas, llegamos al Llano de la
Perdiz.
Sin
haber terminado de alcanzar la extensa
zona del Llano, como solemos llamarle los granadinos, se escuchan los golpes de
los balones que patalean las peñas futbolísticas, son impactos que suenan, en
el silencio de la montaña, como salidos de ultratumba, como si no existieran
seres que los están pateando.
La
cámara de nuestros ojos divisa plenamente la llanura, mientras caminamos, sin
perder de vista a los que se encuentran en escena jugando, vamos observando y
reconociendo a algunas de las viejas glorias del Granada Club de fútbol,
Cuerva, Cea, Santos, Vicente, Lalo, Candi…, a los que los años no les han
pasado en balde, rechonchos, con barrigas abultadas, pero conservando el estilo
que en sus días, de Primera División de la Liga Española, les hizo famosos.
Entre
pinares el humo de las barbacoas y el rico olor de la carne a la brasa se pasea
delante de mi napia y aspiro fuertemente ese perfume especial de chorizos que
chorrean grasa suculenta sobre las ascuas de la brasa devoradora y avivadora del fuego.
Chicos
que corren en sus bicicletas por acá, otros que se persiguen jugando por
acullá, señoras que chismorrean o ayudan a sus congéneres en la distribución de
los ricos manjares, se van quedando atrás mientras enfilo la estrecha vereda de
la Dehesa del Generalife.
Al
lado opuesto de los campos de fútbol, junto al más próximo al Valle del Darro,
que da vistas a las Sierras de la
“Alfaguara”, parte la Vereda de la Umbría (Dehesa del Generalife), por la que
iniciamos la bajada zigzagueando, encontramos algunos pinos y cipreses de estilado porte, hasta
desembocar en una bifurcación de sendas, tomamos la de la izquierda, ya que la
de la derecha conduce a la vereda de la Acequia Real de la Alhambra.
Caminando por la Dehesa del Generalife. Cuadro de las aves de este lugar.
Un
amplio cartel nos detiene en nuestro
caminar y sentados frente a él podemos observar la riqueza de la fauna que se
desarrolla en esta zona: la curruca capirotada, el chochín o el petirrojo, el
cernícalo primilla o el azor, no es raro en estos espacios. Respecto a los
mamíferos junto a especies comunes en parques y jardines como ardillas o
ratones aparecen erizos y topillos.
Cortijo Moronta, desde la dehesa del Generalife.
El
Valle de Valparaiso se nos abre a nuestros pies, desde aquí conforme vamos
avanzando por la estrecha vereda vamos disfrutando de la placidez del día, del
perfume que destila la resina de los pinares; nos detenemos para coger unas
bellotas debajo de una encina y plácidamente saborearlas una tras otra, algunos
quejigos doblan sus ramas a nuestro paso como en un acto de reverencia.
El
bastón nos ayuda a pasar una barranquera en un recodo del camino, mientras
escuchamos allá abajo las voces del hortelano que recoge las ricas habas con el
sabor especial que le proporciona el agua del rio Darro.
Es
necesario detenerse para seguirse embriagando con la belleza del paisaje, al
fondo el rio Darro, con el murmullo de sus aguas, enfrente el cortijo de
Moronta, los viveros de los Taboadas ricamente poblado de plantas ornamentales.
Unas
abejas pululan a mi alrededor mientras sentado en el primer banco de las cinco
auténticas sillas del moro, me
distraigo contemplando su trabajo libando el polen del romero que por allí
florece y trasladándose a las colmenas que, en la otra ribera, junto al ruinoso
cortijo del Teatino, van a ir confeccionando, con el almíbar trasportado, la
rica miel de romero.
Son
estas cinco auténticas sillas del moro,
lugares de descanso y excelentes miradores. La visión panorámica en cada una de
ellas es totalmente distinta.
Por
la ladera de enfrente se encuentra el Camino de Guadix. En el Peso de la
Harina, en la conocida Cuesta del Chapiz, se encontraba en la muralla, la
llamada Puerta de Guadix; esta ladera, por donde trascurre el Camino de Beas,
prolongación del Camino del Sacromonte, es elemento clave en la formación de
este maravilloso Valle de Valparaiso.
Las cinco sillas del moro. Miradores.
Sentado
en una de estas sillas del moro, mi pensamiento se trasladaba a las
primeras semanas del año 1492, veía
allá enfrente la comitiva del Rey Chico que, después de la Rendición de Granada,
se dirigía al exilio en las alpujarras almerienses en el pueblo de Laujar de
Andarax.
Rendición de Granada.
Boabdil y su séquito camino del destierro
La
comitiva era extensa, acompañado de su corte y séquito un jueves 6 de enero Boabdil
y Moraima su esposa, turbantes al viento en un silencio casi sepulcral,
solamente el chocar de los cascos de las cabalgaduras sobre el camino pedregoso
y terroso; se podía intuir en los rostros la tristeza que los embargaba
especialmente la de Morayma cuyos dos tesoros sus hijos Yusuf y Ahmad
permanecían cautivos bajo las huestes cristianas. El sonido del tambor abriendo
camino, los estandartes con la media luna, los arcones llenos de tesoros,
alhajas y recuerdos de los muchos años de permanencia en la ciudad envueltos en
la angustia de ir dejando atrás aquello por lo que se defendió y luchó.
Boabdil
Sigo
caminando por la vereda, comienzan a aparecer las torres de las iglesias del
Albayzín antiguas mezquitas; en el firmamento se recorta la silueta de los
campanarios de S. Nicolás, El Salvador, S. Miguel Bajo, S. Luis, S. Bartolomé,
S. Cristobal.
Las torres de las iglesias del Albayzín desde la Dehesa
El
mugir de las vaquerías de los Barraganes sirve de música ambiente, mientras
allá a media altura la Abadía del Sacromonte como si fuera la maqueta pequeña
de un arquitecto que, la tiene en su estudio, como proyecto para su
construcción aparece radiante ante mis ojos. Todo es pequeño desde la altura,
el camino serpenteante de las siete cuestas que dan acceso al grandioso
monumento de D. Pedro de Castro de Vaca y Quiñones.
La Abadía del Sacromonte desde la Dehesa
Un
grupo de niños juegan en la pista deportiva de Primaria en las Escuelas del Ave
María, mientras la campana suena reclamándole su entrada de nuevo a clase.
Los Albercones del Negro
Los conventos de la Carrera del Darro
Las torres de la Alhambra. Desde la Silla del Moro
La Silla del Moro. Ruinas del Castillo de Santa Elena
Hemos llegado a las ruinas del Castillo de Santa Elena, lo que siempre reconocimos como la Silla del Moro un bello mirador de Granada que no hay que confundirlo con nuestras SILLAS DEL MORO. La vista es sensacional, los albercones del Negro, complejo hidráulico de la época nazarí, para suministrar agua a los palacios reales, bien cercados para evitar accidentes, el Generalife por un lado y más allá toda una sultana engalanada con sus hermosas peinetas de torres, la Alhambra; a nuestros pies toda el bullicio de una ciudad que desde estas alturas apenas si se percibe se ha desnudado de sonidos que perturban la tranquilidad y ha quedado la imagen limpia de un Albayzín a modo de Belén viviente, los conventos de Zafra y las Bernardas, las iglesias de S. Pedro y Santa Ana y toda una ciudad que se va poco a poco desenfocando y perdiendo en el espacio.
Plaza del Realejo. Cerámica, obra de José Medina Villalba
De
regreso invirtiendo el camino de ida, el bosque alhambreño primero, para bajar
los numerosos escalones de la Cuesta de Santa Catalina y aterrizar en el
Realejo, contabilizando el tiempo invertido, los kilómetros recorridos y los
pasos dados. El bastón que siempre me ha acompañado vuelve de nuevo al
paragüero de entrada a la casa esperando
una nueva salida.
Invito
a todos, pero sobre todo a los granadinos, para que conozcan el maravilloso
paseo por la Dehesa del Generalife.
José Medina Villalba.
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