Ríos de tinta han corrido y
seguirán corriendo sobre nuestra Semana Santa: cofradías, pregones, costaleros,
vestimentas, camareras, imágenes, tronos, orfebrería, quinarios y un largo etc..,
de vocablos interminables relacionados con este tiempo. Sin embargo, cada uno
tenemos nuestra Semana Santa especial, ese espacio vivido durante muchos años y
durante muchas Semanas Santas que conservamos archivado en el interior de
nuestro subconsciente.
Hoy, sentado delante de mi
ordenador, quiero sacar mis vivencias y recuerdos de hace ya muchos años, aunque parece que
pasaron ayer, aquellas que se parecen muy poco a las de hoy.
Quiero dar la entrada a este
archivo con una serie de óleos que realicé, precisamente en esta Semana de
Pasión, motivado por el ambiente que rodea el lugar donde actualmente vivo,
barrio muy Semanasantero, el barrio del Realejo.
Cristo del Consuelo. El Cristo de los gitanos. Óleo sobre lienzo (1.40X90)
Autor: José Medina Villalba)
Vía Crucis por el Paseo de los Tristes. Óleo sobre lienzo. (74X56)
Autor: José Medina Villalba
El Cristo de los gitanos en su traslado desde la Abadía del Sacromonte. Óleo sobre lienzo. (74X56)
Autor: José Medina Villalba
La Asunción de la Virgen. Óleo sobre lienzo. (1.40X90)
Autor: José Medina Villalba
El murmullo de la gente en la calle, el perfume oloroso del incienso, el toque de tambores y cornetas, con marchas propias del momento, observar desde mi estudio el paso de nazarenos y penitentes con sus ricas vestimentas, elegantes camareras ataviadas con la típica mantilla, contemplar la retirada de una “greñua” arropada por las gentes de este arrabal, donde estuvo asentada la judería, en épocas pasadas, apiñadas y oprimidas, codo con codo, hombro con hombro, caminando hacia atrás, desde el momento que entra en su barrio- El Realejo-, sin dejar de mirar la belleza de una cara que muestra en su rostro el dolor de haber perdido a su Hijo amado, apretujadas junto al trono de la Virgen gritando: ¡greñua, greñua, guapa, guapa, guapa, me han motivado para plasmar en el lienzo, con los pinceles y los colores distribuidos en la paleta, la elegancia de unas esculturas, elementos fundamentales en el desfile procesional de nuestra Semana Santa.
La Iglesia de Santo Domingo, en el Realejo. Óleo sobre lienzo.(74X56)
Autor: José Medina Villalba.
Autor: José Medina Villalba.
Allá por los años cuarenta, del siglo pasado, la Semana Santa comenzaba el “Domingo de Ramos” y terminaba el “Sábado de Gloria”; no cuadraba bien la muerte del Señor, un viernes, con los tres días de sepultura, -según los Evangelios- no coincidían con el sábado, como día para resucitar, de ahí que se estableciera, desde hace unos años, el “Domingo de Resurrección”.
La primavera había comenzado,
los rigurosos días del invierno granadino habían pasado y una semana de
silencios se habían quedado atrás. Aquella tarde del Viernes Santo, los niños
del Albayzín sólo pensábamos en el sábado.
El Sacromonte, y la colina
sobre la que se asienta, se encontraba cubierta por una vegetación especial,
las chumberas. En estos lugares los chavales nos dedicábamos a buscar cuantos
envases de lata los vecinos habían depositado; nos encontrábamos con
escupideras, latas de tomate, latas de bebidas, bacines y de otros productos… y
cuantos objetos pudieran formar ruido al golpearse unos contra otros.
Al alba, todas las campanas de
las parroquias del barrio rompían en estruendosos repiques celebrando la
Resurrección de Cristo.
Cada grupo de amigos había
preparado su buena y larga cuerda de elementos ruidosos enganchados unos junto
a los otros; colocados al final de la Cuesta del Chapiz, como corredores que
esperan el pistoletazo de salida, deseábamos inquietos, escuchar el sonido de
la primera campanada de la torre de la iglesia del Salvador, para arrastrar la
larga tira de “cacharros” enlazados.
Se necesitaba la fuerza de
varios amigos para poder arrastrar el pesado cargamento metálico y había grupos,
con tal peso para remolcar, que a duras penas podían competir con los que ya
corríamos cuesta abajo. La polvareda era infernal, el ruido y algarabía
estruendosa, apenas si podíamos ver a los que nos precedían o aquellos que
subían, después de haber llegado al final, para nuevamente precipitarse por la
pendiente.
En esta revolución de niños
corriendo, polvareda enmascarando el ambiente,
gritos enloquecidos, a veces se originaba el enganche de latas de un
grupo con las del otro originando la consiguiente desesperación por poder
desenliar el entuerto, poder seguir corriendo, arrastrando y jaleando, para
celebrar con júbilo la festividad final de la Semana Santa.
Existía también, cierta
rivalidad entre los distintos barrios y en determinados momentos, disputas y
refriegas, por ver que barrio originaba más estruendo. El Albayzin con la
enorme extensión que comprende, se divide en distintas parroquias: S. Pedro y
S. Pablo, El Salvador, S. José, S. Andrés, S. Cristóbal, S. Bartolomé, S.
Ildefonso.
A estas competiciones semanasanteras
del Sábado de Gloria, normalmente solían acudir niños de todos estos barrios
pero especialmente de S. Pedro, Salvador y S. José.
Los chaveas tenían una campanilla de barro
Por diversos lugares de la ciudad los “chaveas” tenían una campañilla de barro, que comenzaba a sonar desde el momento y hora que se despertaban. Las campanillas solían durar muy poco, por la fragilidad del material, con gran disgusto y lloros de sus dueños. También sonaban carracas y almireces de las cocinas y todas las campanas de la ciudad tocando a Gloria. Era el día de la Resurrección de Jesús.
Era costumbre, en ese día, del
Sábado de Gloria, acudir a la parroquia y recoger agua bendita, por todos los
rincones de la vivienda se echaba el líquido elemento para ahuyentar los malos
espíritus.
Era tal el carácter de
sentimiento, tristeza y dolor que se
pretendía dar a esta etapa que el color violeta impregnaba el ambiente,
casullas en las misas e imágenes de los
altares todas cubiertas con ropajes morados.
Suena el clarín a las tres de la tarde en el Campo del Príncipe
Son las tres de la tarde, con todo el rigor de la puntualidad, en el Campo del Príncipe, suena el toque de un clarín, como dardo espiritual deja en un mutismo absoluto todo un Campo plagado de gentes que han acudido de todos los rincones de la ciudad, y la provincia, para pedir al Cristo de los Favores las tres clásicas peticiones y obtener el favor de una de ellas.
En la Capilla se recorre el Vía Crucis
Desde un rincón de la Capilla de la Casa Madre, en las Escuelas del Ave María, se escucha, a esa misma hora, la voz de un grupo de personas, entre las que me encontraba, que van recorriendo el Vía Crucis representado en diversas imágenes colocadas alrededor de la iglesia. Al unísono, pasando de una escena a la siguiente, se escucha: Te alabamos oh Cristo y te bendecimos que por tu Santa Cruz redimiste al mundo y a mí pecador. Amén.
En aquella época no existían
muchos lugares de divertimento, no obstante, todo quedaba paralizado, durante
los días más solemnes, Jueves y Viernes Santo: los cines, tabernas, bares, toda
clase de espectáculos, cerraban sus actividades; por el centro de la ciudad
dejaban de circular tranvías y autos, las emisoras de radio lanzaban a las
ondas solamente música sacra y en las casas de vecinos las tradicionales y
clásicas peleas y rencillas de vecinos, la mayor parte de las veces veces
nimias, permanecían aletargadas.
Los prostíbulos se cerraban y
existía un dicho popular que reflejaba fielmente el extremo de recogimiento que
embaucaba a la sociedad; para indicarle, a una persona que holgaba, se le decía:
“trabajas menos que una meretriz en Semana Santa”.
El ayuno y abstinencia se
cumplía “a raja tabla”, sobre todo entre la clase social de nivel económico
bajo que abundaba en cantidad, estos dos términos estaban a la orden del día
durante todo el año.
Arroz con leche
A pesar de todo, en esta semana de silencios y privaciones corporales, había ciertas tradiciones culinarias, que siguen existiendo, con respecto a las viandas que en estos días se consumían.
Las amas de casa, cada una
dentro de su economía, habían hecho lo posible para que no faltaran las comidas
propias de estos momentos.
Entrar por una calleja albaicinera,
en cualquier instante del día, y respirar el rico olor que salía de los
hornillones de carbón, te despertaba el apetito.
-Vecinaaaa, (era la voz gruesa
de María, la de la corrala morisca de la “Casa de las Fieras”, en la calle
Horno del Oro) me das un poco de azúcar para terminar de emborrizar los
buñuelos; tengo a toda la parva de mis cinco “churumbeles” alrededor de la
sartén y no me dejan cuajar ninguno, tal como salen se los van comiendo y no me
queda vivo ninguno.
- Ahí va mi juanillo con un
cuartillo de azúcar y además con unas empanadillas de cabello de ángel para que
las disfrutéis.
La solidaridad estaba a la
orden del día y entre las vecinas se intercambiaba los condumios y manducancias
típicas del momento.
Después había las críticas
propias sobre los productos intercambiados, a veces no muy favorables.
El ambiente estaba impregnado
del olor característico del aceite requemado, ardiendo con los pestiños, las
empanadillas, la leche frita, los buñuelos, roscos de huevo, boladillos… El
rico arroz con leche, cubriendo su cara con un rico maquillaje de canela, nos
hacía la boca agua mientras lo preparaba nuestra madre.
Sesión aparte merece el papel
que, en estas fiestas, ocupaba el bacalao: en albóndigas, frito, con tomate, en
el rico potaje de garbanzos, teniendo un lugar privilegiado, en la mesa, el día
del Jueves Santo. La ensaladilla de atún, con cebolleta, junto con el huevo
duro, pimiento morrón, muy bien picado, aceitunas, aceite y sal.
Las vecinas ocupaban la mayor
parte del tiempo preparando estos manjares, como no existían los frigoríficos,
pero sí las alacenas, en las estanterías más altas ocupaban su lugar, evitando
en lo posible la voraz depredación de todos los que con ansias esperábamos el
momento de devorar todos estos ricos productos.
Realmente lo que llamábamos
Semana Santa no eran solamente esos días descritos, prácticamente comenzaba con
el miércoles de Ceniza acompañado de una serie de rosarios, triduos, sermones,
novenas y Ejercicios Espirituales, que nos ponían el corazón en la garganta,
quitaban el sueño con una serie de pesadillas, traídas de las imponderables
llamas del infierno, ganadas por nuestras culpas y pecados.
"Encerrar la vieja, que es una tía...."
Los niños sabíamos encontrar,
dentro de todo tipo de abstinencias, momentos para divertirnos. Existía la
tradición de guardar una bacalada, este producto se compraba con bastante
antelación, se mantenía almacenado y por esta razón se le llamaba “la vieja”;
las amas de casa la sacaban cuando mediaba la Cuaresma. Ese día había que
partirla y a esto se le llamaba “serrar la vieja”.
"Serrar la vieja bacalada"
Aquella frase se fue, con el
paso del tiempo, cambiando y transformando en “cerrar la vieja” y finalmente
degeneró en “encerrar la vieja”.
Llegado el día, mientras
nuestras madres, “serraban la vieja bacalada”, los niños, una vez que salíamos
del colegio, nos dedicábamos a divertirnos con “encerrar la vieja”.
Como es de suponer, ese día,
las ancianas no ponían un pie en la calle, por la suerte que les podía
aventurar. Algún caso excepcional pudo ocurrir, sufriendo el encierro en el
portal de alguna casa, pero, eso sí, sin causarle ningún daño mayor.
Normalmente lo que se hacía,
debido a la escasez de material humano, una chica se vestía de vieja: vestido
largo, delantal al talle, pañuelo en la cabeza atado a la altura del cuello,
cara pintada con rasgos de vejez y un instrumento en la mano, una larga escoba.
Un enjambre de chavales
corríamos detrás de la protagonista, con el ánimo de enclaustrarla en el primer
portal que encontráramos abierto, cantando: “a encerrar la vieja, a encerrar la
vieja…, la vieja, la vieja, la tía pelleja, se tira follones por los rincones,
a encerrar la vieja, a encerrar la vieja…”
Ella se defendía con su
escoba, dando escobazos a diestro y siniestro.
Aunque pueda dar la impresión
de un desprecio hacia las ancianas, aquello quedaba simplemente como un divertimento
entre la chiquillería, sin ninguna maldad; nunca se dio, que a mí me conste,
ningún lance desagradable con las personas mayores.
Casa de los Mascarones
Estoy dando un paseo por la
parte alta del Albayzín, en concreto por la calle Pagés, poco antes de llegar a
las cuatro esquinas escucho el deslizamiento de la gubia, sobre la madera, a
golpes de martillo, del gran escultor e imaginero José de Mora; en los bajos de
la casa cuartel de la guardia civil, “Casa de los Mascarones”; el tallista está
sacando de un leño la inigualable figura de un Cristo yacente, el famoso Cristo
del Silencio.
El Cristo de José de Mora, tallado en la Casa de los Mascarones
En esta casa, para
conocimiento de los granadinos y de muchos que lean este artículo, pasaron
grandes personajes: el poeta Soto de Rojas, en alguna ocasión manifestó: los
cármenes del Albayzín son jardines cerrados para muchos, paraísos abiertos
para pocos.
¿Quién no ha oído hablar del “Cabo
Colomera” el guardia civil que puso a raya a los malhechores, delicuentes,
maleantes, bandoleros y bandidos, con sus castigos originales? Aquí fue jefe de
cuartel durante varios años.
Son las doce de la noche de un
Jueves Santo, mientras las Vírgenes y Crucificados del Albayzín están dando sus
últimos pasos, por las empinadas cuestas regresando a sus respectivas iglesias,
hay un Cristo que espera el momento de su salida.
Toda una luna llena, como un
gran disco plateado, se asoma lentamente por las almenas de la Torre de
Comares. Una enorme muchedumbre se ha colocado a lo largo de toda la Carrera
del Darro, (Carrera conocida actualmente, como la calle más visitada a nivel
mundial).
En los puentes de Cabrera y
Espinosa se agolpa la muchedumbre, son cientos de personas las que quieren ver
el espectáculo.
Hay que ver la procesión del
Silencio bajando, arropada por las luminarias encendidas, tras las celosías, de
las monjas de clausura, del convento de Zafra, quieren poner un punto de
luminiscencia en la oscuridad de la cerrada noche. La campana de la Torre de la
Vela deja, en el espacio, el sonido desgarrado de la medianoche.
La luz mortecina de las farolas ha dado su último hálito de vida, todo es oscuridad, ante un cielo limpio como un manto azul estrellado se perfila la silueta de la majestuosa Alhambra. El rumor de las aguas del río y el canto de un jilguero junto con los ojos brillantes de una lechuza escondida en el Tajo de S. Pedro, rompen un poco el misterio hermético del encantamiento nocturno.
Hay que ver la procesión del
Silencio bajando por la Carrera del Darro, a oscuras y sólo el sonido ronco de
un tambor, el rastreo de las cadenas de un penitente que cumple promesa, el
murmullo casi de ultratumba de los cientos de personas que contemplan el
espectáculo, con la respiración entrecortada, no queriendo interceptar el
sentir de ese algo casi indefinido, íntimo y personal, que aprieta las
gargantas y pone de punta los vellos del cuerpo.
Arriba la torre musulmana de
la Vela ponía una pincelada de luz rojiza en la negrura de la noche. Abajo, los
faroles de los penitentes casi al nivel del suelo, apenas iluminan las
sandalias de los nazarenos, o los pies descalzos de otros muchos con promesas,
juramentos y ofrendas hechas ante un Cristo.
Por el valle del Darro bajaba
una brisa que helaba el aliento, Plaza Nueva era una nevera, por aquellos
tiempos hacía mucho más frío que ahora, en pleno abril se imponía el abrigo o
la gabardina, eran tiempos de restricciones de todo tipo, de calorías en el
estómago, de falta de vestimenta y, a todo esto, el tiempo se aliaba
desequilibrando la estabilidad corporal.
Un tam, tam, tam….,
ininterrumpido del tambor que intentaba romper el velo del silencio y la
oscuridad de la noche, prosigue su marcha.
Una placeta totalmente
abarrota, sin que cupiera un solo alfiler, espera la llegada del Cristo, en los
grifos de S. José, después de hacer el recorrido por la ciudad.
Alta, erguida, se levanta el
minarete de la mezquita Al-Morabitin, de los morabitos o ermitaños, del siglo
XI, época de los ziries que habitaron estos lares.
Fachada de la iglesia izquierda y a la derecha la "Casa de las Viejas"
Gigante como ella sola,
atalaya vigilante en la oscuridad, tenebrosa, contempla dos edificios el de la
iglesia donde se ha de encerrar el Cristo y la “Casa de las Viejas,” que enfrente
tiene los días contados; ruinosa y desmantelada, carente de vecindad, pero erecta
y firme ante la situación aguantando para no derrumbarse y evitar una enorme
hecatombe.
Son las cuatro de la
madrugada, las quebradas callejas albaicineras, van doblando sus esquinas para
dejar paso al trono; Cuesta de S. Gregorio, ¡qué pesada cruz para los
costaleros cuyos hombros claman descanso! El ¡ay, ay, ay…! la voz rasgada de
una saeta hacen de la calleja un tabernáculo vivo, un altar, donde las
plegarias en forma de cante llegan sin duda alguna al corazón de ese Cristo que
tenemos delante.
Por la fachada encalada del
carmen de D. Manuel Gómez Moreno (pintor, escultor, arquitecto) lentamente se
va deslizando la sombra del Cristo de la Misericordia, son momentos de una
emoción contenida, de una conmoción y desasosiego que se va haciendo realidad
cuando aparece la figura esbelta del que desea llegar a su mansión.
Viví durante varios años
frente a la torre de la iglesia de S. José; desde mi balcón, año tras año,
contemplé este mágico momento, jamás se me borrarán de la mente estos recuerdos
contemplados desde el mirador de la que fue mi primera morada.
Recogimiento de creyentes y de
los menos creyentes; era la hora de mirarse el interior de cada uno.
La Virgen de la Esperanza o de
los Banqueros era otra cosa. Luz, plata, flores, capas de seda al viento, luciendo los variopintos colores de las
lujosas vestimentas que portan los
cofrades, idas y venidas, cetro en mano alineando a los nazarenos y camareras.
Virgen de la Esperanza `por Plaza Nueva
Los costaleros, sudando bajo
el Paso, a las órdenes del capataz sacando, rodilla en tierra, el trono por la
puerta del templo a un milímetro de distancia de las jambas y un clamor de
alegría cuando, a la llamada del capataz, una vez fuera, con fuerza grita:
-“valientes, con Ella al Cielo”- aquel trono
vuela hacia arriba y toda la candelería tiembla de emoción.
En la década de los cuarenta
no existía el gremio de los costaleros, tal como existe hoy. En aquellos
tiempos eran cuadrillas de hombres pagados, a jornal, por las cofradías; se comprometían a sacar las imágenes, bajo
una condición: debajo del Paso no les podía faltar una buena garrafa de vino.
Ver encerrarse a los Cristos deambulando de un lado para otro, era otra clase
de espectáculo.
En la noche se intuía la
primavera.
Luciendo la mantilla
La belleza y encanto de la
mujer granadina, ese estilo especial para lucir cualquier vestimenta se
incrementa en determinadas épocas del año luciendo la mantilla española.
Elegante, especial, cautivadora y profundamente española. Su uso ha quedado
restringido a Semana Santa, toros, bodas y acontecimientos importantes.
La peineta dándole realce a la mantilla
El Jueves y Viernes Santo, las
mujeres granadinas portan tan típica indumentaria para visitar las iglesias
donde se adora a Jesús Sacramentado. Las mujeres albaicineras saben llevar tan
típica prenda, junto a la peineta, con tal elegancia, que realza la belleza de
quienes las lucen.
La apoteosis de tanta
sublimidad se alcanzaba en la procesión de la Virgen de la Alhambra, con su
trono de plata de diseño nazarí. La Puerta de la Justicia deja paso a la Virgen,
del accitano Torcuato Ruiz del Peral, mientras una cascada de luminarias
multicolores, caen desde lo más alto y un grupo de palomas blancas acompañan al
dolor de la madre que porta entre sus brazos el cuerpo yacente de su Hijo.
Uno de aquellas Semanas
Santas, en plena procesión cayó una lluvia tan intensa e imprevista que el Paso
de la Virgen tuvo que refugiarse en el Ayuntamiento.
Allí se colocó una placa, en
la entrada, recordando este acontecimiento.
Otra procesión con
personalidad propia era la del Cristo de los Escolapios. Su paso por el puente
romano del río Genil, reflejándose los cirios de los penitentes en las aguas, y
la majestuosidad de un Cristo acompañado de cuatro cirios y cientos de claveles
rojos a sus pies.
Sólo en Granada se puede ver
una Virgen mostrando toda su belleza teniendo como fondo un arco árabe, en cuya
clave se puede ver la “mano de Fátima”. Sólo en Granada puede contemplarse una
imagen de Cristo crucificado, de una belleza incomparable, a través de las
callejas estrechas y empinadas del barrio nazarí del Albayzín, que nos recuerda
las medinas de Marraquek.
La Virgen de la Aurora en S. Miguel Bajo
Otra cuestión era el prurito
de tener que ver el mayor número de procesiones posibles y si aún podíamos con
nuestro cuerpo, ver encerrarse la Aurora, subiendo por S. José, hasta la plaza
de S. Miguel Bajo, la Concha por la estrecha calle de la Portería de la
Concepción, o el Cristo de los Gitanos por el Sacromonte.
Esta procesión he tenido la
oportunidad de verla desde distintos ángulos, dentro del Valle de Valparaiso, y
todos las perspectivas han sido diversas, pero todas con un denominador común
la emoción de un entorno inigualable.
Santa María de la Alhambra por el bosque
El Cristo de los gitanos por el Sacromonte
Son las una de la madrugada, situado en el Camino del Avellano y rodeado de un enorme gentío, vemos asomar por el fielato del Sacromonte, el Cristo de José Risueño, como si un pirómano hubiese prendido las llamas de una hoguera, por simpatía, como corre la pólvora, encenderse todo el monte en infinidad de fogatas. Todo el valle se ilumina, los rasgueos de guitarras de las zambras gitanas empiezan sus sones y en las puertas de las zambras saetas hirientes salen de las gargantas gitanas, los vestidos de cola se lanzan al viento, el zapateado de Juan Andrés Maya repiquetea como si estuviese en el mejor tablao flamenco, Curro Albayzín recita poesías dirigidas como dardos derechos al costado del crucificado y todo se convierte en una pura fiesta flamenca.
La diosa Aurora
Son las cinco de la mañana, en
Jesús del Valle comienza a amanecer, son las primeras claras del día, poco a
poco la Aurora, esa diosa de la mitología romana, esa deidad que personifica el
amanecer, esa mujer encantadora que vuela a través del cielo para anunciar la
llegada del sol, esa diosa que tuvo cuatro hijos que llora por uno de ellos que
fue asesinado, vuela atravesando el cielo, las lágrimas que derrama son el rocío de la mañana.
Impregnadas nuestras ropas por
ese fenómeno físico-meteorológico en que la humedad del aire se condensa en
forma de gotas, llevando el cuerpo pesado por el sueño que nos invade pero con
la mente satisfecha y saturada de tanto espectáculo, regresamos a la ciudad.
Durante el retorno y en ese
estado de somnolencia producto de tanta belleza absorbida, los recuerdos
vuelven a pasar por mi mente. Se me agolpan situaciones del pasado, muchas de
ellas contadas por antepasados, otras vividas en mi infancia. Traigo a mi menta
una de ellas.
Allá por la década de los años
veinte y después en los cuarenta, del siglo pasado, cuando apenas existían
cofradías en la ciudad, los habitantes del Albayzín celebraban el Vía Crucis.
El Valle de Valparaíso amanece espléndido
En esa madrugada abrileña de la primavera granadina, que se despierta al son de una discreta sinfonía luminosa, que va posando sus tenues luces en la pureza de la nieve que aún cubre las laderas de Sierra Nevada, y despertando los contornos de los cerros que rodean el barrio; las callejas envueltas por la neblina de la noche se van desperezando por el murmullo de la muchedumbre. Perfumes embriagadores se derraman por las encaladas tapias de los cármenes y huertecillos Canta juguetona y saltarina. el agua de la acequia de Ainadamar, mensajera de la Fuente de las Lágrimas en Alfacar, que quita la sed a las saltarinas fuentes y aljibes.
La multitud se agolpa en las
estrellas callejuelas, los mozos lucen el típico traje de los días de fiesta:
blusa corta, faja roja bien ajustada, pantalón abotinado, botines, todo
rematado con elegante sombrero de ala ancha. Las mozas, con ajustado corpiño, luciendo
sus encantos naturales, rojo clavel en la cabeza y la risa a flor de piel.
El Vía Crucis llegando a la ermita de S. Miguel
En la calle de Panaderos, soportando la pesada cruz, viene desde la iglesia del Salvador nuestro Padre Jesús de la Amargura. La Virgen de los Dolores sale, desde la iglesia de S. Bartolomé, a su encuentro. En Plaza Larga, cuando todavía no se ha roto, por completo, el velo del alba, Madre e Hijo se encuentran. La emoción corre por los ateridos cuerpos de la multitud, las lágrimas se deslizan por las mejillas, y las manos se juntan rompiendo en un sonoro y conmovedor aplauso.
La muralla zirie arropa al Cristo, en la madrugada albaicinera
En rincones de inigualable belleza se han colocado altares, con cuadros de los diversos momentos de la Pasión. Llegada la comitiva a estos lugares, se reza con gran devoción y emoción la estación correspondiente.
Calle del Agua, S. Gregorio,
Camino de S. Miguel en busca del Cerro del Aceituno; por la empinada cuesta,
con la solemnidad con que acompañaríamos a Jesús camino del Gólgota, se llega a
la ermita de S. Miguel.
Aquí es donde el cortejo
adquiere su máxima expresión. El sol ha triunfado, la luminosidad de sus rayos,
dejan ver con clarividencia plena la muralla de D. Gonzalo, la vieja muralla
nazarí, las pitas, chumberas y casas del Albayzín, en sintonía armoniosa,
contemplan la escena. La Alhambra y la silueta de la Sierra Nevada, junto con la
lozanía de la Vega al fondo, estáticas, como ellas solas, se unen al momento. La brisa de la mañana, un cielo
azul intenso, la luz única de este Albayzín, y sus gentes, todo forma un
conjunto que solamente se puede admirar en este lugar.
Esta mañana primaveral quedó en el recuerdo y
este articulista la quiere transferir tal como me lo contaron, y posteriormente
la viví; un barrio sencillo de artesanos y artistas realizaba la más típica y sugestiva
de las procesiones de Semana Santa.
Las sábanas arropaban mis
sueños y plácidamente me entregaba en brazos de Morfeo.
Llegaban las golondrinas. La
ciudad volvía a recobrar el pulso cotidiano. Los “chaveas” regresábamos al
colegio, los universitarios a sus aulas y el bacalao bajaba de precio al
terminar la vigilia.
José Medina
Villalba