Este archivo va dedicado a mis dos
nietas, a la enfermera de quirófano María, y a Laura, recién estrenada como doctora en Medicina.
Laura, María y José Medina
Corría el final de la década de los
cincuenta, cuando hecho todo un mozalbete con mis dieciocho años recién
estrenados, queriéndome comer el mundo, bata blanca y con grandes pretensiones
para el futuro, asistía a la clase de Oftalmología del Catedrático, el doctor D. Buenaventura Carreras, en la Facultad de
Medicina de Granada.
Normalmente las clase las daba su
ayudante de cátedra que curiosamente nos llamaba la atención, a los pocos
alumnos que nos encontrábamos, catorce entre féminas y varones que aspirábamos
a ser A.T.S., su extravagante forma de
vestir, siempre con pajaritas de colores, de las que debía tener una colección,
porque nunca llevaba la misma.
Aula en la Facultad de Medicina (1958)
Estábamos en familia en aquellas aulas, parecidas a los anfiteatros de los circos romano, junto a los jardines del Hospital Clínico donde antes de entrar a clase, sobre todo en primavera, nos deleitábamos con las flores de los rosales y más de una, de estas bellas rosas, fue decapitada para, por alguno de mis compañeros, entregar a la amiga de clase por la que sentía cierta atracción amorosa.
Los jardines del Hospital Clínico
Recuerdo al profesor D. Felipe de Dulanto especialista en Dermatología, uno de los más sobresalientes a nivel español, que nos llamaba la atención su forma de hablar.
Quirófano de la plaza de toros de Granada
Y al doctor D. Juan Pulgar que era una ardilla del pensamiento. Tenía la frase oportuna en el momento exacto. Cuando fue elegido cirujano, de la plaza de toros de Granada, enriqueció su vocabulario y en sus discursos raro era no metiera frases alusivas a este mundillo, como una larga cambiada, o un quite por chicuelinas que provocaba la sonrisa del auditorio.
Manuel Benítez "El Cordobés"
Cirujano que, en el quirófano de la plaza de toros de Granada, le salvó la vida a más de un lidiador de toros, tales fueron las de Manuel Benítez “El Cordobés”, Antonio Bienvenida, “Parrita”, cuando fueron cogidos gravemente en nuestro coso taurino, llevan en sus carnes la firma del doctor Pulgar.
Hospital de San Juan de Dios en Granada
Tuve la oportunidad, en mis prácticas de quirófano, asistir en el Hospital de San Juan de Dios, donde era el Director de la Escuela de Enfermería, a alguna operación de apendicitis, el bisturí en su mano se deslizaba con una rapidez espectacular junto a la aceleración apresurada de su forma de hablar que traía de cabeza al ayudante de manos.
Operando de apendicitis
A propósito de esto, trascendía entre todos nosotros una anécdota que reflejaba su fama de hablador.
D. Mariano Zúmel era el Presidente de
la Asociación de Médicos Escritores, a la que pertenecía D. Juan, uno de sus
amigos que venía para Granada le preguntó:
-Don Mariano ¿quiere usted algo para
Granada? A lo que éste contestó:
-Hombre, mira, pues sí. Cuando veas a
Juanito Pulgar, y te deje hablar, le das un abrazo de mi parte.
D. José Cuesta era el sacerdote oficial del Clínico, nos daba la asignatura de “La Moral en la Medicina”, era indispensable, para poder aprobar la asignatura saberse de memoria el principio fundamental que todo sanitario tiene que saber y practicar: “El fin no justifica los medios”.
Estando en la clase de D. José Cuesta, persona muy cordial, sacaba a relucir anécdotas curiosas de médicos que estaban en primera línea como profesionales y como humanos, era una forma de inmiscuirnos el talante que, en cierto modo, debíamos de tomar en la nueva profesión que habíamos elegido.
Un día sacó a colación la figura de D. Emilio Muñoz Fernández, que fue el creador y el primer director del Clínico de San Cecilio, Rector de la Universidad y creador y director del Instituto de Oncología. Muy allegado a sus alumnos, que le llamaban “El Chache” (El tito). Trataba a sus pacientes con cariño y después de la consulta se entretenía con sus enfermos y familiares charlando de cosas que no tenían nada que ver con el tema que hasta allí les había llevado.
Su buen humor se ponía, a veces de
manifiesto, en los momentos más inverosímiles cuando se exigía una mayor
seriedad.
En un rincón de la sala había un
esqueleto, la señorita de turno que se examinaba estaba contestando con una
perfección absoluta todas las preguntas que los miembros del tribunal le
estaban haciendo.
Al llegar a D. Emilio éste la felicitó por la
forma tan sensacional que estaba realizando la prueba.
-Señorita, este tribunal le concede
como nota final, sobresaliente, más si la última pregunta que le voy hacer la
contesta correctamente se le concederá matrícula de honor. ¿De acuerdo?
-Sí señor.
-¿Ve aquel esqueleto? Acérquese a él, mírelo detenidamente y después viene y nos dice si es de hombre o de mujer.
La chica se dirigió a donde estaba el
esqueleto lo echó una mirada rápida y se volvió hacia el tribunal.
-¿Qué, lo ha visto bien? ¿Es de mujer
o de hombre?
-De mujer, contestó con la rapidez
del rayo.
¿En qué se basa usted?
La chica, con la convicción absoluta
de que se había ganado la matrícula de honor, respondió:
-En que si fuera el esqueleto de un
hombre tendría que tener un hueso más.
-¿Cuál? Dijo D. Emilio.
D. Emilio, con ese humor especial que
le caracterizaba, le estrechó la mano, y le dijo.
-Enhorabuena, señorita. ¡Ah! felicite
a su novio en mi nombre.
Aunque en algún archivo anterior he
sacado a colación a D. Fermín Garrido Quintana, hoy quiero apostillar alguna
otras anécdotas que en clase nos contaba, nuestro querido D. José Cuesta.
En un grandioso palacete situado a la entrada de la Avenida de Andaluces, que nos lleva directamente a la estación del ferrocarril, haciendo esquina con la Avenida de la Constitución, por aquella época llamada Avenida de Calvo Sotelo, ¡con qué facilidad se cambian los nombres a las calles!, a gusto, claro está, de los gobernantes de turno.
Cuando iba a por naranjas con mi padre siendo un chiquillo a la Caleta, límite donde terminaba la ciudad, me quedaba mirando asombrado aquella enorme reja que rodeaba toda la finca, artísticamente construida con sus adornos en hierro forjado, así como el enorme cancel de entrada, desde donde se podían ver los jardines y al fondo el palacete residencia del doctor D. Fermín Garrido Quintana. Hoy, por desgracia, como otras tantas bellezas granadinas, han sido sustituidas, por la picota y la especulación vil de la construcción, por bloques de pisos.
Lugar donde se encontraba el palacete de D.Fermín
-¿Quieres que te cuente cosas de este doctor? Me dijo mi padre, al ver cómo me detenía observando el lugar en el que nos encontrábamos.
D. Fermín infudía ánimo a los enfermos
-D. Fermín, era una persona fastuosa en sus manifestaciones, tenía una merecida fama de sabio, muy particularmente entre las gentes humildes, ya que en la mayoría de los casos no les cobraba las visitas y encima les daba los medicamentos procedentes de muestras de laboratorio, pero sobre todo algo especial, un segundo amor que infunde ánimo a los enfermos que depositan toda su confianza en el médico.
-D. Fermín, era una persona fastuosa en sus manifestaciones, tenía una merecida fama de sabio, muy particularmente entre las gentes humildes, ya que en la mayoría de los casos no les cobraba las visitas y encima les daba los medicamentos procedentes de muestras de laboratorio, pero sobre todo algo especial, un segundo amor que infunde ánimo a los enfermos que depositan toda su confianza en el médico.
Se cuenta, por clientes que lo habían visitado en su consulta, que tenía una especie de olfato especial para realizar el primer contacto y diagnóstico.
-Papá, ¿qué es lo que hacía?
-Descúbrase de medio cuerpo hacia arriba.
Le ordenaba al paciente.
-Dese media vuelta, y con la rapidez
del rayo, le pinchaba con una aguja en la espalda.
D. Fermín, observaba la reacción que
tomaba el cliente y a partir de ahí, y con otras pruebas de diagnóstico sacaba
las mejores conclusiones para el tratamiento.
-¡Era asombroso! ¿Verdad?
-Pues sí, hijo.
D. Fermín tenía una intuición
especial, en cierta ocasión llegó a su consulta un hombre aquejado de una
dolencia estomacal.
Poseía esta persona unos descomunales
bigotes, terminados en unas retorcidas guías, prototipo de modelo clásico de la
época, que se atusaba continuamente.
Fue entrar en la consulta y don Fermín
sin dejarlo que se sentara le dijo:
¡Váyase, aféitese ese descomunal
bigote y vuelva dentro de dos semanas!
Aquel hombre le cayó muy mal la orden
tajante del doctor, máxime cuando se encontraba muy orgulloso de su bigote que, lo venía cuidando durante muchos años, era la admiración de otros tantos
bigotudos amigos que aspiraban a tener uno igual.
-¡Cumpla lo que le he dicho, aféitese
ese bigote y cuando pasen catorce o quince días vuelva por aquí!
Aquel hombre, agachó la cabeza
respetuosamente y se marchó.
-Lo que usted mande, fueron las
últimas palabras que balbuceó saliendo por la puerta de la consulta.
Con todo el dolor de su alma, poniendo en entredicho su fama, dejó al descubierto el labio superior con una flamante marca blanca que se destacaba de la piel morena del resto de su cara.
Avergonzado cada vez que se miraba al
espejo permaneció sin salir de casa durante dos semanas, hasta que volvió de
nuevo a la consulta.
-¿Qué tal?, le preguntó D. Fermín.
-Oiga doctor, desde que me he
afeitado el bigote poco a poco se me han ido quitando las molestias del
estómago. ¿Qué cosa más rara, verdad, doctor?
- De raro nada. Le mandé que se quitara el bigote porque usted, por presumir más con él, se daba gomina y tinte, además usted fuma en pipa y continuamente se está pasando la lengua por el bigote con lo cual se traga, el tinte y la nicotina…
-¡No me diga usted!
-Sí que le digo, y ahora márchese no cometa más este error y después de la comida tómese una cucharadita de estos polvos que le voy a dar, disueltos en un poco de agua.
-¿Sabéis lo que le dio? Simplemente
bicarbonato.
D. Federico Olóriz
El llamado barrio de los doctores, llamado así porque por allí se encuentran situados la totalidad de los hospitales, donde figuran como indicativos de sus calles y avenidas el nombre de insignes doctores: don Federico Olóriz, don Rafael Mora, don Francisco Mesa Moles, don Bonifacio Sánchez Cózar, don Emilio Muñoz Fernández…, recientemente ha recibido “una puñalada trapera”, y digo esto, porque le están arrebatando estos centros médicos y los están trasladando al rimbombante “Parque Tecnológico de la Salud”,
Parque Tecnológico de la Salud
donde como ¡Dios no lo remedie!, se están creando infinidad de problemas para profesionales, usuarios, vías de comunicación…
Los cuentos de "Las Mil y una Noches"
Como en los cuentos de las Mil una Noches, el profesor dejaba en suspense algunas de las anécdotas que nos contaba, para poderla empalmar con otra en la clase siguiente.
El doctor don Antonio Salvat, pequeño en estatura, no en inteligencia, de andar nervioso y ligero, cejas bien pobladas, una mañana entró en la Facultad de Medicina cuando dos limpiadoras, cuando aún no existían las clásicas fregonas, se encontraban hincadas de rodillas, con estropajo en mano, jabón y arenilla. Sin escrúpulos de ninguna clase pasó por medio, sin tener en cuenta que el suelo estaba enjabonado. Con sus pisadas lo puso todo perdido. Cuando se había alejado por el pasillo en dirección a su despacho una de las limpiadoras le dijo a la otra más veterana.
-¡Cuidado no te vaya a oír!
-Don Antonio Salvat, catedrático de
micro…,no se qué más.
Don Antonio que la oyó, se volvió,
lanzó un escupitinajo al suelo, corrigiendo lo que no había sabido terminar la
limpiadora.
-Microbiología e Higiene, señoras mías, ¡e Higiene!, que quede claro, no se les olvide, y volvió a escupir en el suelo.
Se marchó tan tranquilo, mientras las
dos limpiadoras con ojos atónitos se miraban estupefactas, diciendo: ¡Qué clase
de higiene enseñará el señor catedrático!
Para muestra, un botón
D. Antonio Salvat, fue uno de los doctores con una gran acusada personalidad, no solo por sus excentricidades, sino por su gran acusado carácter.
Llegó a la Universidad de Granada
procedente de la Universidad de Barcelona al parecer por un incidente que tuvo
con el Rector barcelonés.
Un hijo del Rector, alumno de D. Antonio, se tenía que examinar de su asignatura, en esos momentos se presentó en el aula un bedel con una carta dirigida al profesor Salvat.
Le dijo al enviado que esperara por
si tenía que dar respuesta, abrió el sobre, y en voz alta leyó el mensaje.
-“Trate bien a mi hijo”.
D. Antonio tranquilamente rompió la
tarjeta y dirigiéndose al bedel le dijo, con voz hueca y con bastante énfasis.
Esclavo, id y decir a vuestro señor....
-“Esclavo, id y decid a vuestro señor lo que habéis visto y oído”.
Después se dirigió al recomendado y
le dijo:
-“Y vos, mostrad vuestra sabiduría”.
Naturalmente lo suspendió.
Este hecho enfureció al Rector que lo
consideró como una ofensa y falta grave. Éste fue el motivo que originó el
traslado forzoso a la Universidad de Granada.
"D. Antonio se columpió en la cuerda floja...."
En una visita que hizo el Ministro de Educación Nacional a la Universidad granadina, cuando el Rector le iba presentado todo el claustro de profesores, al llegar a nuestro Catedrático, al que conocía personalmente y por su original personalidad le dijo:
-D. Antonio, ¡qué alegría verte por
aquí!
Salvat, que rechazó darle la mano, le
dijo elevando el tono de voz, para que lo oyeran perfectamente todos.
-Mira, Pepe, déjate de alegrías y
gilipolleces y controla más a tu amigo el Rector de Barcelona.
El ministro, un poco desorientado por la contestación, e intentando salir del atolladero, con una falsa y obligada sonrisa comentó:
-¡Este D. Antonio! ¡Genio y figura!
En otra de sus clase y habiéndose
formado un alboroto entre los alumnos, se subió encima de la mesa y enarbolando
el bastón como si fuese un sable lanzó a los cuatro vientos la siguiente
perorata:
-¡El único que aquí tiene cojones soy
yo!
Silencio general. Los alumnos no
sabían qué hacer ni que decir, D. Antonio continuó lanzando “sapos y culebras”
por su boca, hasta que se hartó.
Entonces reparó en un alumno que
durante toda su arenga, había estado con la mano levantada.
-Vamos a ver, y a usted ¿Qué mosca le
ha picado?
-Ninguna, D. Antonio, es que usted ha
dicho que el único que aquí tiene cojones es usted, y eso no es verdad.
Silencio absoluto. ¡Pánico generalizado!
-D. Antonio es que yo también tengo
cojones.
Más silencio todavía.
El doctor sin bajarse de la mesa
pronunció otra de sus frases antológicas.
-Pues bien, señores, rectifico. Aquí
los únicos que tenemos cojones somos ese señor y yo.
-¡Se acabó la clase y vayan tomando
nota!
En otra ocasión, fue el Señor Arzobispo a visitar el Colegio Mayor de San Bartolomé y Santiago, en el que se hospedaba nuestro Catedrático, lo recibió ¡en calzoncillos!
Era verano, hacía calor y estaba
asomado al balcón cuando llegó S. E. como no quiso hacerle esperar y no le dio
tiempo a vestirse, ¡de esta guisa se presentó delante de su Reverendísima!
Las excentricidades de nuestro doctor, se
habían extendido por todas las Facultades, por lo que acudían alumnos que no
eran de la Facultad de Medicina a sus clases.
En una ocasión se armó un alboroto en
el aula y don Antonio, ni corto ni perezoso.
-“Se van a enterar éstos”.
Comenzó a pasar lista.
- Fulanito de tal y tal.
- Fulanito de tal y tal.
-Presente.
-Cero al cociente y me bajo la cifra
siguiente.
Así continuó nombrando y poniendo
ceros y bajando la cifra siguiente, hasta que llegó al delegado de curso.
Éste le presentó cara al maestro.
-D. Antonio, estamos todos extrañados
de su actitud, usted siempre ha sido un hombre justo, pero ahora está
cometiendo una injusticia.
-¿Qué me está usted diciendo?
-La verdad. Cuente los alumnos que
tiene en lista y después cuente los que estamos en clase.
Después de contar los alumnos que había y comprobar que el número excedía en gran número, se colocó el birrete, blandiendo el bastón y como el Quijote que enfurecido ataca a los rebaños de ovejas creyendo que son enemigos, se lanzó contra los intrusos.
-¡ A Por ellos mis fieros leones!
Otro anecdotario corresponde a dos cirujanos que por aquellos años operaban en el Hospital de San Juan de Dios.
Uno de ellos era el doctor, don
Miguel Vega Rabanillo.
Una mañana coincidieron en el
hospital porque tenían que realizar unas intervenciones quirúrgicas.
Al mediodía, una vez que habían
terminado las operaciones, mientras se aseaban, en los lavabos, el doctor Vega
Rabanillo le preguntó a su colega.
-¿Has tenido mucho trabajo?
-¿Y tú?
Don Miguel, socarronamente y como el
que no le da gran importancia le respondió:
-¡Bah! Una insignificancia: dos
apendicitis, dos vesículas, dos hernias… ¡Ah! y un epitelioma de labio…
Así trascurrieron muchas jornadas de
clase, don José Cuesta, interrumpía intencionadamente la anécdota, se daba la clase
y todos expectantes deseando llegar a la siguiente, para escuchar otra nueva
aventura.
Ahora, escribiendo este relicario
anecdótico me pregunto, ¿era correcto el método que utilizaba nuestro profesor,
al impartir sus clases?
Pienso que sí, porque todas aquella anécdotas, encerraban una moraleja que él, atrayéndonos con toda aquella especie de historietas verdaderas, nos las contaba para que reflexionáramos.
Modestia en el trabajo, ante los que se vanaglorian del trabajo que hacen. Caso del doctor Vega Rabanillo.
Antivalores desechables, como la arrogancia y desprecio a los que consideran inferiores, caso de las limpiadoras…
Así podríamos estar sacando
conclusiones morales que nuestro profesor, con aquellas historias anecdóticas, nos hacía la clase más amena.
Mis felicitaciones y enhorabuenas a mis dos queridas nietas, a María y a Laura Cano Medina, a la primera por su gran labor, de eso saben mucho los quirófanos del Hospital de San Rafael, y a Laura, flamante doctora en Medicina, para que dirija, su recién terminada carrera, en el campo que más le guste. Un fuerte abrazo de su abuelo, y desde el cielo otro de la que hace poco se nos fue pero está velando por todos.
Mis felicitaciones y enhorabuenas a mis dos queridas nietas, a María y a Laura Cano Medina, a la primera por su gran labor, de eso saben mucho los quirófanos del Hospital de San Rafael, y a Laura, flamante doctora en Medicina, para que dirija, su recién terminada carrera, en el campo que más le guste. Un fuerte abrazo de su abuelo, y desde el cielo otro de la que hace poco se nos fue pero está velando por todos.
José Medina Villalba