¡Hijo, ves “aca” la vecina que te
deje los ganchos, se le ha roto la cuerda al acetre!
Albayzineras sacando agua de un aljibe
En el Albayzín, el barrio por antonomasia más legendario, donde dejaron su vestigio la serie de pueblos que por aquí pasaron y hollaron, dejando la marca indeleble de su existencia, esta frase con la que doy comienzo a este relato, era bastante común entre los habitantes de este mítico arrabal.
El vocablo gancho, palabra que corresponde al título de esta narración, tiene
varias acepciones: la revista infantil, llamada “El Gancho”, con chistes, información de
actualidad y vídeos divertidos.
Gancho, puede ser el garfio
del pirata “Pata Palo”, o el garabato, que se utiliza para traer las ramas
lejanas de la higuera, cuando se quieren coger los higos donde no alcanzan las
manos, o el anzuelo que porta la carnaza para atrapar a los peces, o el bichero
que sirve de gancho al trilero para engañar a los ávidos por saber dónde está
la bolita que pasa de un vaso a otro.
Y el más afectivo y sentimental, el gancho del amor.
Podría seguir utilizando la
palabra gancho en otra serie de aplicaciones, pero me quiero centrar en aquel
que fue un instrumento de gran utilidad en las casas de vecinos, donde existía
un pozo o aljibe, e incluso y con gran frecuencia en los depósitos de agua que
existían en el Albayzín.
Aljibe de la Plaza del Salvador de la época Nazarí
No se podría entender éste mítico barrio sin sus aljibes, esos que cantaron en sus odas poetas, que llevaron a sus lienzos los pintores, que sirvieron de tertulia a las vecinas para traer, a colación diaria, las noticias del barrio, que fueron testigos de numerosas discusiones y peleas en las colas, para sacar el agua de cada uno de los numerosos que existen en el mundialmente conocido Albayzín.
Aljibe de Polo
Ahora duermen el letargo silencioso de un pasado, quedando solamente como vestigio del pretérito, una página más para la Historia.
Atardecer en el Albayzin
La luz se marcha a regañadientes, lentamente en los atardeceres, todas los días de Granada dejando sus rastro en las callejas albayzineras, y en el agua de los aljibes.
Pero no confundamos tampoco
gancho con gachó, palabra utilizada, con frecuencia, en el patrimonio lingüístico
albaicinero, muy dado, a veces, a agregar o suprimir grafemas, y colocar la
entonación a gusto del consumidor.
Aljibe del Peso de la Harina, Yami al -Ahdab, conocido como el Jorobado
Los aljibes duermen todos los sueños de un pasado, siendo fieles reflejos de toda una historia ocurrida, que encarna la vida y costumbres del barrio más antiguo de la ciudad de Granada.
Fuente de Aynadamar
Aljibes que se han alimentado gota a gota con las lágrimas del llanto continúo de una fuente que los ha ido abasteciendo, la Fuente de las lágrimas, la Fuente de Aynadamar.
Hoy, el clamor angustiado de su sepultura no
se deja sentir, porque su llanto carece de lágrimas al estar secas
completamente sus entrañas.
Aljibe del Rey
Unos son grandiosos con
capacidad para guardar en sus entrañas una gran cantidad del líquido elemento,
como el Aljibe del Rey, otros pequeños y sencillos como el Aljibe de Polo, o
incluso distribuidores para dejar pasar el agua sin retenerla, Aljibe de Paso,
en San Gregorio Alto;
Aljibe de Paso
son todos ellos fiel reflejo del carácter de las gentes
de este arrabal, grandes en sus comportamientos diarios, pero al mismo tiempo
sencillos y humildes en otros, ya lo dijo el poeta albaizinero, Manuel Benítez Carrasco: "Placeta del Salvador
tres acacias en el aire y mi madre en el balcón"
Las tres acacias de la Placeta del Salvador
El agua de los aljibes
se muere de puro sola
hasta que por la mañana
las mujeres se le asoman
y cubo a cubo le suben
Mujeres portando agua del aljibe de San Nicolás. Pintura de Aperley
la canción íntima y mora
y cubo a cubo le quitan
las penas de la memoria.
Aljibe de San Nicolás
En mi casa había un aljibe, era un aljibe especial, quizás con algunas connotaciones distintas a las demás cisternas del barrio, no se jactaba de lucimientos externos como los diversos que había esparcidos por todo el distrito, con sus elegantes vestimentas de ladrillos, perfectamente engarzados que, sirvieron para divertimento de los niños, donde posaron sus huellas en sus diversos juegos pisando sus gibas a modo de camellos enladrillados.
Aljibe del Salvador
Mi aljibe, hoy por desagracia sepultado, plenamente abarrotado de cascajo, emparedado en un muro que sirve de limítrofe con la Casa del Chapiz, era la fresquera de mi casa, por decirlo de alguna manera, ya que en aquella época la palabra frigorífico, para el común de los nacidos, no existía.
Casa del Chapiz
Para llegar al brocal, había que pasar a través de un pequeño túnel, era el vestíbulo donde mi madre colocaba, en los días calurosos del verano, los alimentos perecederos: leche, fruta, verdura, guisos que se consumían en días postreros.
Había una bomba de agua
para sacar el líquido, con la que me divertía accionando el mango, una y otra vez,
hasta conseguir, en cada impacto, que por la boca arrojara un golpe de agua, sacada de las
entrañas del aljibe.
Para mi imaginación infantil, aquel instrumento no era solo un aparato estático de hierro, carente de vida, que realizaba una función para provecho de la casa, sino que era un buen amigo, con él compartía buenos ratos de felicidad y distracción. Su forma aparentaba la figura de un perro, al que le había puesto el nombre de "fierro", por aquello de ser fiero y además de hierro.
Este era "fierro"
Tenía una enorme boca por la que echaba agua, para mi eran los ladridos, y el mango la cola que, al accionarla una y otra vez, levantándola y bajándola, daba sus gruñidos correspondientes.
Le decía:
- alguien viene y quiere entrar en la vivienda, con no muy buenas intenciones,
-¡da un ladrido!, y fierro, obediente como él solo, tirándole del imaginario rabo daba su primer, chillido.
-¡El ladrón ha entrado!,
y volvía con más fuerza y violencia a agitar el rabo, y mi can, todo furioso, ladraba y ladraba arrojando agua y más agua por su amplia y ancha boca, hasta conseguir que el intruso se marchara.
Después le pasaba la mano por la cara y lo acariciaba.
-¡Eres mi mejor amigo!
Para mi imaginación infantil, aquel instrumento no era solo un aparato estático de hierro, carente de vida, que realizaba una función para provecho de la casa, sino que era un buen amigo, con él compartía buenos ratos de felicidad y distracción. Su forma aparentaba la figura de un perro, al que le había puesto el nombre de "fierro", por aquello de ser fiero y además de hierro.
Este era "fierro"
Tenía una enorme boca por la que echaba agua, para mi eran los ladridos, y el mango la cola que, al accionarla una y otra vez, levantándola y bajándola, daba sus gruñidos correspondientes.
Le decía:
- alguien viene y quiere entrar en la vivienda, con no muy buenas intenciones,
-¡da un ladrido!, y fierro, obediente como él solo, tirándole del imaginario rabo daba su primer, chillido.
-¡El ladrón ha entrado!,
y volvía con más fuerza y violencia a agitar el rabo, y mi can, todo furioso, ladraba y ladraba arrojando agua y más agua por su amplia y ancha boca, hasta conseguir que el intruso se marchara.
Después le pasaba la mano por la cara y lo acariciaba.
-¡Eres mi mejor amigo!
Nada más entrar en aquel
pequeño túnel, para mí era grandioso, se respiraba el frescor sobre todo
los días del verano en que el calor apretaba con más intensidad.
Túnel de acceso a la boca del aljibe
Túnel de acceso a la boca del aljibe
Interior del aljibe
El antepecho, prácticamente no existía, había una pequeña elevación a modo de un reducido escalón, y simplemente un barrote de hierro, a media altura, cruzaba de parte a parte la boca de aquel gran aljibe.
Acetre
El antepecho, prácticamente no existía, había una pequeña elevación a modo de un reducido escalón, y simplemente un barrote de hierro, a media altura, cruzaba de parte a parte la boca de aquel gran aljibe.
Acetre
Arrancarle de sus entrañas la razón de su ser, requería una serie de condicionamientos, en primer lugar disponer de lo que en el lenguaje vulgar se conocía con el nombre de acetre, es decir un pequeño caldero, al que se le ataba una larga soga, debido al continuo ejercicio que realizaba, normalmente se encontraba mojada, de ahí que con el paso del tiempo y de su trabajo, se rompiera o desatara del asa que lo sostenía.
Aljibe de Santa Isabel de los Abades, de la antigua mezquita Yami Susuna
En segundo lugar, saber lanzar con la prestancia y estilo el susodicho instrumento para, sin causarle daño alguno, cayera sobre la superficie cristalina del espejo acuífero, penetrara en sus entrañas con tal delicadeza, que le permitiera arrancar parte de su ser.
La boca de mi aljibe
No ocurría lo mismo si el neófito o principiante, lo lanzaba de tal manera que, en lugar de entrar suavemente rozando los bordes superiores, era la base la que chocaba con la superficie, y el agua ante este mal comportamiento de presentación, no se dejaba llevar, permitiendo que el ofuscado extractor ante el fracaso de su intento, moviera de un lado para otro el artilugio, que flotaba lindamente sobre el plano cristalino, agitándose conformando una serie de ondas; era la risa burlona del agua ante el fracaso del que desde arriba rabioso y enfurecido volvía a sacar el cubo tirando de la soga.
La risa burlona del agua
Así una y otra vez hasta conseguir aprender el arte de saber lanzar el acetre, con la prestancia y estilo que exigen los cánones.
El acetre se cansaba de tanto ajetreo, la maroma o se rompía o se desataba, y llegaba la venganza del agua que sin remisión de ninguna clase veía como el acetre se iba lentamente llenando, y sus fauces terminaban por tragárselo quedando inmerso en sus entrañas.
Entonces surgía la voz de mi madre: ¡hijo, vez “aca” Teresa, la vecina, que te deje los ganchos!
Aquellos arpones en forma de
uñas de gato, se dejaban caer, igual que lo hacen los equipos de salvamento rescatando a los
náufragos, buscaban entre la oscuridad rastreando por el suelo hasta tocar el
cuerpo del delito, y con una habilidad especial, deslizarse por su costado hasta coger el asa.
Los ganchos Todo orgulloso, como el gran salvador, sube a la superficie al náufrago, nuestro acetre completamente repleto de agua, la dejaba caer como si fuese el llanto de arrepentimiento por la infracción cometida.
Los ganchos Todo orgulloso, como el gran salvador, sube a la superficie al náufrago, nuestro acetre completamente repleto de agua, la dejaba caer como si fuese el llanto de arrepentimiento por la infracción cometida.
El llanto del cubo dejando caer el agua
Los aljibes y su labor fundamental de alimentar a una población, se quedaron para el recuerdo dejando la huella indeleble de su buen hacer en la historia.
Sin embargo, ahí han quedado para
recreo de visitantes y turistas, que al verlos preguntan, ¿Qué son estos
monumentos?
Turistas contemplando el aljibe de las Tomasas
Turistas contemplando el aljibe de las Tomasas
Tras esta pregunta vienen las numerosos repuestas del guía: su origen, funciones, alegrías, y penas a su alrededor, leyendas e historias que le dieron vida, después de su muerte.
"Los Martinicos"
También se fueron “Los martinicos”, aquellos con los que las madres asustaban a sus hijos cuando no se querían dormir, que se encontraban en el interior del aljibe, para arrastrar y comerse a los niños que osaran asomarse al brocal para lanzar improperios,
Martinico que intenta llevarse a un niño
denuestos y groserías, que con voz tenebrosa el aljibe, en forma de eco entre penumbras y oscuridades, les devolvía.
¡hijo, ves a casa de la vecina..!
Esta es la Historia de unos ganchos y de un relato que comenzó así: ¡hijo ves “aca” la vecina que te deje los ganchos!
José Medina Villalba.