Queridos amigos y seguidores de mi
blogg. Hoy os voy a contar un suceso acaecido en estos últimos días, a una
persona a la que tengo en buena estima; este hecho podría catalogarse como una
llamada de atención que le hace a uno meditar y al mismo tiempo reflexionar sobre
el valor de la existencia, en una palabra de la vida.
Día 23 de junio de 2013. Nuestro
hombre se quiere trasladar a la casita que tiene en el campo para pasar el
verano, el ruido de la ciudad y ajetreo
durante todo el año agobia; sonidos estruendosos de sirenas de ambulancias que
destrozan los tímpanos, motos ruidosas, olores de aire contaminado, persianas
de comercios al pie del dormitorio que te sobresaltan por la mañana a la hora
de la apertura, pregones de vendedores ambulantes, autobuses de escolares que
trasladan a los alumnos a sus colegios colapsando la circulación y produciendo
el nerviosismo de otros muchos que ponen los claxon al rojo vivo porque llegan
tarde al trabajo, montones de decibelios flotando en el ambiente…
Todo este conglomerado de elementos
son los suficientemente instigadores para expulsar, al más paciente de los humanos, de la ciudad
e intentar buscar un rinconcito de tranquilidad, paz y sosiego.
Wenceslao es el nombre de nuestro
personaje. Nuestro hombre cuya edad se desenvuelve entre los setenta y pico años, ha gozado de
buena salud, salvo las pequeñas goteras que el paso del tiempo va imponiendo.
El trabajo ha sido uno de los fieles testigos que han compartido con él la
trayectoria de su vida, su familia, hijos y nietos son los pilares de la razón
de su existencia.
Sus aficiones, la contemplación y
disfrute de la Naturaleza, pisando palmo a palmo los entresijos de nuestra
Sierra Nevada, las cuencas y ríos que la horadan, extasiarse rodando una
escena, con su cámara en mano, de dos cabras monteses que se pelean por
conseguir el mando de la manada, la mariposa que pulula de flor en flor, la
perdiz que ante el paso del senderista protege a sus polluelos, asistir a la
misa en los Tajos de la Virgen, el día 5 de agosto día de la Virgen de las
Nieves, desde donde se siente uno pequeño ante tanto tajo y picos montañosos,
pero al mismo tiempo grande contemplando la cercanía del cielo y el dominio de
la ciudad allá abajo.
Los romeros asisten en silencio a la
celebración eucarística mientras el águila real contempla la escena desde las
alturas y el frío intenso de la montaña corta el cutis de los montañeros que
participan en la escena.
Plasmar en un lienzo, deslizando los
pinceles a modo de bailarinas de ballet, la naturaleza muerta de un bodegón un
paisaje albaicinero o el retrato de sus nietos, trasformar la arcilla, de un
grupo escultórico, convirtiéndola en tarracota por la fuerza de un horno a 1200º, son algunas
de sus aficiones, y esto que en estos momentos estás leyendo, trasmitir, a
través del leguaje escrito, lo que en su mente se va desarrollando diariamente.
La casita de campo, donde Wenceslao
suele pasar los veranos, es acogedora, tiene un jardín a la entrada donde
abundan los rosales cuyas flores decoran engalanan y perfuman el ambiente;
desde cualquier lugar la vista de Sierra Nevada es el fondo decorativo que
acompaña a esta estancia.
Su dueño, albaicinero de origen,
siempre la mimó e intentó convertirla, en un carmen granadino con sus fuentes,
surtidores, macetas de claveles y geranios, jardines enriquecidos con rosales,
cuyos colores engalanan y perfuman, sustituyendo el decorado de fondo de la
Alhambra por el de Sierra Nevada.
Es impresionante verla salir a través
del Trevenque, (pico de la baja montaña) los días de luna llena, como una gran
dama arrogante y espléndida iluminando todo el paisaje.
Aún, en estas fechas, se reflejan los
rayos solares en la blancura de Sierra Nevada que quiere ir lentamente
despojándola de la vestidura nívea que la ha cubierto durante todo el invierno.
Wenceslao, mientras riega el jardín,
deja posar su mirada en la belleza del paisaje. Pasan, como si fuera un film
rodado, escenas y recuerdos de aquellas excursiones, que en tiempos pasados,
hacía junto a sus amigos, Pepe Escobar y Miguel Ortega, al Pico de la Carne, a
los Pollos de Monachil al Cerro de Huenes, con su majestuoso Tamboril, que se
contemplan desde el sitio donde, en estos momentos, se encuentra.
El Pico del Veleta, con esa elegancia
especial que le caracteriza se yergue hierático y elegante como una aguja que
mira hacia el infinito, como jefe que domina a las subordinadas crestas menores
que le rodean.
Los Tajos de la Virgen, con sus
lagunillos, el Caballo como último pico
catalogado en los tres mil metros, las Chorreras del Carnero, donde nace el río
que lleva sus aguas al universalmente conocido pueblo de Lanjarón, sumisos y
obedientes exhortos miran al principal patriarca de la sierra, El Veleta.
Más abajo el Trevenque, donde
Wenceslao, cámara en ristre, como era habitual, grababa las escenas por los
Arenales, al pie del que le iba a dar el título de montañero.
Aquellos arenales eran espejos vivos
que reflejaban los rayos solares, como dardos revertían en los cuerpos de los
excursionistas obstaculizando la subida. La marcha ascendente es penosa, los
resbalones se suceden continuamente, sobre todo en la parte central de la
montaña, esa columna vertebral, como espada blanquecina, desde la lejanía se
puede contemplar. Finalmente la victoria culminando la cumbre y la satisfacción
de sentirse, como es normal, con el título de montañero.
Todas estas escenas se sucedían con
tal realismo que no dejaban de aportar recuerdos a Wenceslao.
Sumido en el fondo de estos
pensamientos, el agua que entraba en el jardín comenzaba a desbordarse; los
rosales rojos de pitiminí, estaban mustios y clamaban calmar su sed, el agua
que había penetrado hasta lo más profundo de sus raíces había comenzado a
devolverle la lozanía que les correspondía sacándolos del letargo en que
momentáneamente se encontraban.
De repente algo extraño sucede en el
cerebro de Wenceslao; todas aquellas escenas del pasado se paralizan, un sudor
comienza a invadir su cuerpo y de pronto se desploma y súbitamente cae al
suelo.
En el jardín hay varias esculturas,
obras salidas de las manos de nuestro personaje, subidas en sus
correspondientes pódium; una maternidad portando sobre sus espaldas un niño, la
Venus de Milo, una sub realista en medio del jardín, con el cuerpo deforme
faltándole media cabeza, sentada, con el cuerpo deforme por el alargamiento de
sus brazos. Sobre la pared de la casa
hay otra maternidad, en relieve, con un bello niño en brazos. Los leones que
hay a la entrada, los que rodean la piscina rugen desesperadamente; incluso el
dante Alighieri desde su posición de pensador, por momentos, se espabila y
despierta de sus pensamientos poniendo oído a todo lo que se cierne alrededor.
Atónitas contemplan la escena, e intentan tomar vida, se miran de soslayo unas
a otras, y pretenden hacer algo por auxiliar a su progenitor, pero todo son
buenas intenciones más que realidades operativas.
La maternidad intenta dejar al niño
que lleva sobre sus espaldas, pero éste se le resiste y le impide que se pueda
bajar del pedestal que la tiene fuertemente sujeta; la Venus de Milo carente de
brazos se mira los muñones de sus dos desaparecidas extremidades y comprende
que no puede hacer nada; la sub realista con su media cabeza, todo es confusión
en el interior de este medio cerebro y apenas si puede reaccionar.
Las tres no dejan, con rabia e impotencia,
de contemplar lo que en estos momentos
está sucediendo; no abandonan sus miradas en el escultor que las hizo y que
yace tendido en el suelo. El bajo relieve de la maternidad, que cuelga de la
pared de la casa, no puede dejar de amamantar a su retoño.
Poco a poco Wenceslao va recobrando
el sentido, medio mareado intenta ponerse de pie y dando traspiés se dirige al
interior de la vivienda. El calor reinante del día y los sofocos y sudores que
invaden su cuerpo le tiene atenazado.
Cae sobre la butaca como una pesada
carga, como un cuerpo de plomo y comienza a tomarse el pulso.
Como allegado a la medicina intenta hacerse su
primer diagnóstico. Las pulsaciones son lentas, demasiado lentas, apenas si
llegan a treinta por minuto. Su mujer, que desde otro lugar le observa
detenidamente, se da cuenta de que hay un problema grave y le insta para llamar
a sus hijos, pero él no quiere que corra el pánico y se resiste, quiere
sobreponerse a la situación intenta sacar fuerzas de flaqueza donde no las hay,
se levanta deambula por la habitación sale al exterior pero todo sigue igual.
Son las ocho de la tarde, han trascurrido dos horas y todo va empeorando.
La belleza del día se ha enmascarado
para Wenceslao por el estado físico en que se encuentra. Sus hijos y nietos
intentan animarle.
Con la urgencia que requiere la
situación es trasladado al Sanatorio de la Salud.
Uno de los familiares trae el informe
médico del especialista que le sigue su proceso cardíaco desde hace tiempo.
El control da paso. A través de megafonía
se oye:
-Wenceslao, pase a la consulta número
tres.
En la sala de observación, va
respondiendo a todas cuestiones que el médico de turno le va haciendo, mientras
una enfermera le toma la tensión y le van colocando una vía para para ponerle un gotero.
-¿Cuándo le dio el mareo?
-Sobre las seis de la tarde.
Han transcurrido tres horas.
-¿Cómo ha podido, esperar tanto
tiempo? le dice la doctora
- Pensaba que todo sería pasajero y
me podría recuperar.
- Con el corazón no se juega.
Viene el médico de la UCI y después
de comprobar, tensión, temperatura, ritmo cardíaco se ordena el traslado a la
unidad de cuidados intensivos.
Se informa a los familiares que será
necesario, si el organismo no responde a la medicación, la colocación de un
marcapasos.
La camilla se desplaza por largos
pasillos, el camillero, experto en conducción, va sorteando obstáculos,
esquinas que hay que salvar, curvas de gran dificultad, el ascensor de subida
tan sumamente estrecho que más que un ascensor parece un cajón hecho a la medida
de la camilla.
El departamento de la UCI está
preparado, nuestro protagonista es conectado a un monitor regulador de oxígeno,
pulso, tensión…, de vez en cuando se
escucha el sonido agudo, que lanza este controlador, cuando algo no marcha con
regularidad.
Una joven enfermera algo metida en
carnes, ojos grandes, pestañas bien acicaladas, cabellera morena, coleta
moviéndose elegantemente al caminar, figura esbelta, distrae por momentos la
atención, contemplando la figura
femenina que, durante unas horas, va a ser el fiel testigo del seguimiento del
recién llegado. Nuestra sanitaria sabe perfectamente cuál es su responsabilidad
y no pierde la vista de su paciente y recíprocamente éste observa continuamente
los menores movimientos que ella desarrolla.
A la primera señal de aviso con un
pic,pic,pic…, repetitivo allí está la enfermera levantándose de su posición de
control para regular la marcha.
Le sonríe, le pregunta cómo se encuentra, le
anima y simplemente esos momentos de levantamiento del ánimo producen un gran
alivio.
Wenceslao como persona observadora se
dedica a analizar cuanto hay a su alrededor. Va a someter a examen el lecho
donde tiene depositado su cuerpo, LA CAMA.
Los camastros de los hospitales son
verdaderas parrillas infernales, por lo menos esa es la impresión que tiene
nuestro hombre, son verdaderas obras articuladas, un sobresaliente para el
inventor pero un martirio para el que las tiene que utilizar. Desempeñan
diversas funciones: te suben, te bajan, te ponen de lado, levantan los pies, las
espaldas, son verdaderos robot dirigidos por un mando que hasta el mismo
paciente puede utilizar, aunque se puede prestar, si no has aprendido bien la
lección de su manejo, a que te puedas ver emparedado como un bocadillo humano.
El agobio es estremecedor, el colchón
actúa como una verdadera ventosa y las espaldas sudorosas se te adhieren, de
tal manera, que por más esfuerzos que realices no hay forma humada de
despegarse, hasta el extremo de que al estado decadente en que te encuentras se
le une la angustia de un colchón que te machaca, como si dijera has caído en
mis garras y vas a saber lo que es
bueno.
Wenceslao, que no puede dormir en
posición decúbito supino, (boca arriba) pasa la noche a dormivela y sus ojos,
como reflectores exploradores, o cámara televisiva, se dedican a sondear todo lo que le circunda.
Son las doce de la noche y los focos
que iluminan la estancia van dejando de cumplir su misión, solamente una
minúscula lucecita permanece encendida.
La vista de Wenceslao se va
acomodando a una nueva visión, frente a él una mesa alargada a modo de
mostrador, de poca altura, sostiene la pantalla de un portátil donde la
enfermera tiene clavada su mirada; detrás unas estanterías repletas de
archivadores de donde parecen salir los gritos dolorosos de las diversas historias
clínicas que contienen, botes de suero gluco-salino, cajas conteniendo
medicamentos, jeringuillas y todo un compendio farmacéutico de urgencia.
Detrás unos grandes ventanales con
persianas regulables.
Son las siete de la mañana, el sol
tímidamente, con una sonrisa juguetona comienza a darle los buenos días a
través de las rendijas de las persianas, el calvario de la noche va quedando
atrás, el silencio de la unidad de cuidados, interrumpido en algún momento por
un ¡ay! doloroso que ha salido de lo más profundo de la estancia, queda en el
anonimato. Aparecen nuevos sonidos que van alterando los de la noche, entrada
del personal sanitario que viene a hacer el relevo: médicos, enfermeras,
auxiliares, personal de la limpieza, todos con sus trajes verdes; pasaron ya a
mejor vida aquellas batas blancas que imponían pánico a pequeños y mayores
hacia los profesionales; sin embargo Wenceslao piensa que la fobia en los
enfermos vendrá, a partir de ahora, sobre los trajes verdes actuales.
Las 9 de la mañana el movimiento en
la unidad de cuidados intensivos es cada vez más intenso, cada sanitario sabe
la función que tiene que cumplir, saben manejar perfectamente los cuerpos
pesados de los que reposan en sus camas respectivas.
La habilidad para cambiar sábanas,
lavar cuerpos es excepcional, el desayuno es liviano, un pequeño bollito con
mantequilla y mermelada y una taza de leche que nuestro hombre devora, no ha
tomado nada desde el mediodía anterior, que comió una suculenta piza.
Las conversaciones detrás del
mostrador, donde se encuentran, en estos momentos tres médicos sentados, es de
lo más variopinto; un coche de alta gama está en proceso de compra y sale a
relucir las cualidades que lo adornan, velocidad de crucero, autonomía, GPS,
automatismo y sobre todo precio.
Las once de la mañana, llega el
especialista, el cardiólogo; le facilitan el historial, Wenceslao no le pierde
la vista sobre las reacciones o gestos que pueda hacer en la lectura de todo el
proceso seguido durante la noche y la evolución que se ha desarrollado.
El doctor, de mediana edad viste de
calle ropa sport, estatura que cuadra en los cánones normales, de tez curtida y
atezada, pelo moreno y ensortijado que acompaña a una barba bien poblada y
cuidada, gafas graduadas, con órbitas oscuras que encajan perfectamente sobre
unos ojos grandes que brillan, de mirada penetrante, una cierta seriedad
edulcorada con una medio sonrisa que reconforta y que encumbran una experiencia
en estos lares de la medicina.
Se acerca, saluda, habla reposadamente
y comunica que no ha habido ninguna evolución positiva, nada ha cambiado desde
su entrada de ayer.
Esta tarde, a las cuatro y media,
tendremos que intervenirle para colocarle un marcapasos. Wenceslao escucha al
doctor, apenas si se inmuta, está tranquilo, pero se cuestiona los resultados
de esta operación; sabe cómo profesional que fue de este gremio, en tiempos pasados, que los
diagnósticos bien acertados, hay que aceptarlos sin dar lugar a otra
alternativa.
-Doctor lo que usted ordene, estoy en
sus manos.
-Ánimo no se preocupe y aunque toda
intervención tiene sus riesgos, va a mejorar.
El doctor D. Francisco Martos,
conocido y amigo de la familia, avezado por su experiencia en los entresijos de
la UCI, infunde energías a nuestro personaje y a su familia que, siendo la hora
de visita, han entrado a hacerle compañía.
Wenceslao no ha perdido de vista al enorme reloj que hay
frente a él, en el lugar donde están los medicamentos, observa como las
manecillas se precipitan hacia la hora fatídica.
Son las cuatro y media, es la hora H del
día D. La inquietud corre por el sistema nervioso de nuestro personaje. Al pie
de la cama el auxiliar de enfermería dispuesto a llevarlo a la sala de
operaciones. Esposa, hijos y nietos le dan ánimos.
-Estamos contigo, te queremos, no te
preocupes eso va a ser un momento, te veremos cuando entres y salgas del
quirófano. Besos, manos que se agitan, y que se van perdiendo en lontananza,
mientras la cama como ambulancia ligera, sin estruendo de sirenas, se desliza
por los pasillos camino de su destino.
Wenceslao no es la primera vez que ha
entrado en un quirófano ya fue intervenido, en tiempos pasados, de hernia
inguinal, de próstata y de alguna malformación en la frente.
La sensación de frío es lo primero
que se detesta al entrar en aquella sala que no reúne las características
propias de una tradicional sala de operaciones.
Lo trasladan a una mesa sumamente
estrecha, encima de él una lámpara que no tiene que ver nada con el enorme foco
que suele haber en cualquier quirófano.
-Doctor hace frio.
El cuerpo desnudo detecta el ambiente
gélido que hay en aquel lugar.
-No se preocupe.
-Me van a curar de una cosa y voy a
coger una pulmonía.
-No le va a pasar nada, esta sala
requiere esta temperatura, de lo contrario los aparatos quirúrgicos que aquí
hay se podrían alterar.
La anestesia que se va a emplear es
local a la altura del hombro izquierdo.
Previamente un trapo de color verde,
tapa la cara a nuestro paciente, por momentos siente una gran sensación de
agobio, solamente después de solicitar, al equipo que le rodea, un poco de
alivio se le descubre una pequeña abertura desde donde tiene, como único campo de visión, la pared que hay enfrente.
Jeringa en mano, el cirujano va
depositando, la anestesia, tras dolorosos pinchazos en todo el sector donde se
va a intervenir.
La preparación ha durado
aproximadamente media hora.
Comienzan los cortes donde se
instalará el marcapasos.
-Doctor esto duele una enormidad,
noto perfectamente el daño que producen los cortes del bisturí como si la
anestesia no hubiese dado el resultado que le corresponde.
Los quejidos lastimeros de W resbalan
en el cirujano que, sigue sin hacer caso, practicando las incisiones
correspondientes.
Solamente se le ocurre indicarle al
anestesista,
-aumente el relajante, el paciente
está demasiado tenso.
La intranquilidad, poco a poco va
aumentando, máxime cuando escucha que la guía que ha de llegar a través de la
vena subclavia al corazón, para conducir la conexión, no pasa porque hay cierto
obstáculo que lo impide.
-Tira para adelante, gira hacia la
derecha, retrocede hacia atrás, son las palabras que escucha nuestro sufrido
intervenido.
Wenceslao en algún momento piensa que
no puede ser cierto lo que está escuchando, parece que falta algún elemento,
necesario para seguir llevando adelante la operación.
No puede dar crédito a lo que está
escuchando. Manda a la enfermera al Corte Inglés a por algo, que no sabe lo que
es, y si allí no lo hubiera que lo compre en el Mercadona.
-¿Estoy en mi pleno juicio, o estoy
alucinando con lo que me han puesto? Son
interrogantes que pasan por la mente de Wenceslao.
Por fin la vía pasó y después de
hacer las comprobaciones correspondientes con los aparatos de control:
pulsaciones, frecuencias, colocación exacta…, se pasó a la sutura de la herida.
Otro calvario, los pinchazos de la
aguja se detectaban a lo vivo, el único consuelo propuesto por la enfermera.
-No se preocupe en la piel la
anestesia no hace efecto, tómeselo como si fueran picotazos de mosquitos.
-Señorita enfermera, ¿de ese que está
dando vueltas en la habitación?
Son las siete de la tarde cuando van
dando por finalizado todo el proceso.
Después de pasar una noche de nuevo
en la UCI, con un buen control de las pulsaciones que han recobrado su ritmo
habitual, un almuerzo frugal, y a
continuación es pasado a planta.
Son las cinco de la tarde el cirujano
aparece en la habitación, maletín en mano, realiza todas los operaciones de
control, el nuevo aparato implantado marcha a la perfección.
-¿Se quiere usted marchar a su casa?
-Sí, doctor.
-Pues tiene el alta, ya que el
proceso que se le va a seguir aquí lo puede realizar en su domicilio y se puede
evitar coger algunos de los virus que deambulan por estos lugares deseando
coger presas y amargarles la existencia.
Son las ocho de la tarde, nuestro
personaje vuelve a casa, en el trasfondo del jardín se oyen conversaciones que
se transforman en clamores de alegría, son las esculturas salidas de las manos
de Wenceslao, maternidad, Venus de Milo, escultura sub-realista que, dan gritos
de júbilo, al ver aparecer por el mismo lugar, donde días atrás cayó desplomado,
el que fue su creador. Ahora comentan, podemos seguir durmiendo y soñando
tranquilamente el sueño pétreo de nuestra existencia.
Todo esto, narrado como si fuera un
cuento, no es fruto de una imaginación calenturienta sino producto de una
realidad, que va a infundir en nuestro hombre un mayor aprecio y estima, al don
divino de la vida. Como el sol naciente comienza una nueva vida. Gracias Señor.
José
Medina Villalba.
Gracias a dios salio todo bien, ahora a seguir disfrutando de lo que la vida nos ofrece, de esos momentos que nos hace ser felices, plenos y porque no compartir esos pensamientos y historias tan enriquecedoras con todos nosotros, me alegra saber de todo corazón que la historia de Wenceslao salio perfecta.
ResponderEliminarMe alegro mucho que Wenceslao esté bien ahora. Espero que se cuide mucho, descanse cuando haya que descansar y que disfrute de la vida, que es sólo una.
ResponderEliminarHola José, puedes pasarme tu correo electrónico? Gracias.
ResponderEliminarHola Enmiina, deseo te encuentres bien. Mi correo electrónico es: jomevi37@gmail.com
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ResponderEliminarQue relato mas emtivo y que lindo final y espero que siga a si de bien por siempre.un abrazooooo
EliminarGracias a este agradable comentario. Un abrazo.
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