El reloj de la torre de la iglesia
del Salvador daba las campanadas de las once de la noche, en una velada
calurosa, de un mes de julio del año 1952.
Subía parsimonioso por la Cuesta del
Chapiz, porque aún pesaba sobre mi cuerpo el calor aciago de un día de verano
recién estrenado. Iba contando los golpes de ese viejo reloj y sobre mi cabeza
como grandes aldabonazos, una sobre otra, iban cayendo las campanadas. Sin
embargo, aquellos avisos, con número de once, me estimulaban para que el
letargo que invadía mi cuerpo se fuera desperezando.
Alguna que otra piedra quería frenar
la marcha de mis pasos; aquellos pedruscos de una maltrecha cuesta, por el duro
sometimiento diario de las herraduras de los cascos de los mulos que al chocar, dejan
el quejido, en forma de chispas, que saltan arañando lo que encuentran a su
paso, y las ruedas de los carros que arrastran la pesada carga de los sacos de
arena, han horadado su superficie. Daba la impresión que todos los elementos se
querían alinear esta noche en contra mía. Uno de los múltiples hoyos me dejó
una caricia desagradable a uno de mis tobillos, al introducir parte de mi pie
en su interior.
Nada iba a entorpecer que, aquellos
elementos, me impidieran llegar al encuentro diario.
Cojeaba, pero seguía caminando, no
podía permitir que mi cita se viese retrasada por este contratiempo.
El encuentro con mis amigos era, como
todos los días, a las diez, pero hoy me sentía pesado, agobiado, por una
jornada que había hecho reventar el mercurio de los termómetros.
El largo poyete que delimita el
Mirador de S. Nicolás iba a ser, en esta velada, el horno calenturiento que iba
a someter a una cocción rápida las posaderas de todo el grupo que fielmente nos
reuníamos en ese marco incomparable.
No tomé el camino de todos los días,
el Callejón de S. Cecilio, para reunirme con mis compañeros; quería abreviar
para que mi retraso no fuera mayor; doblando el aljibe de la Placeta de Abad, Puerta
de las Banderas o de Bibalbonud, dirigí mi apresurada marcha por la calle Horno
de S. Agustín, (no quise irme por la Placeta de la Charca, el recorrido era más
largo) sino que subí por las escaleras
empinadas de la calle Espaldas de S. Nicolás que desembocan detrás de la
iglesia del mismo nombre.
El aroma de los geranios, del jazmín
y el galán de noche se escapaba entre el cancel del carmen de la Estrella, me anestesiaron por segundos, e incluso
detuvieron, por momentos, mi acelerada marcha; quería saborear el embrujo de un
galán que con su perfume enamora a las restantes plantas del jardín. El
encalado níveo de las paredes de este estrecho y empinado callejón reflejaba la
luminosidad de una luna llena dando una gran visibilidad.
Entre la oscuridad de la noche se
perfilaba la silueta de la figura de mis amigos, sobre un primer plano,
teniendo como fondo el contorno de la novia, la sultana, nuestra Alhambra.
Escuchaba las risas que salían del
grupo, el sonido fuerte de un grito partiendo de alguna garganta que aplaudía,
con su laringe, la última ocurrencia lanzada por alguno de los presentes.
Mis amigos me recibieron con un
aplauso que resonó en el aljibe moruno cuyas aguas durmientes, me pareció
escuchar, recriminaban el sobresalto de haber roto su sueño y el silencio que
por momentos invadía el lugar.
José Cano Martín, dijo: amigos, esta
noche os voy a sorprender con una leyenda más, de las varias que me contaba mi
abuela María.
Cogiendo el Callejón de S. Cecilio,
bordeando el Grupo Escolar Gómez Moreno, de pronto, sin darnos apenas cuenta,
nos encontramos en el Arco de las Pesas.
Algo nos sobrecogía en esos momentos,
el sereno del barrio, con su farol y el zuncho en la mano, nos dio las buenas
noches; a poco de pasar en el trasfondo de la calle, ante un silencio
sepulcral, se oye el silbato del encargado de vigilar la noche; tras la
ventana, de la corrala de vecinos, la voz de una madre que, susurra al oído de
su pequeño, ¡duerme que viene el sereno!
La incógnita de la noche aún no se había
desvelado, y sobre nuestras mentes se cernía una cierta inquietud por saber
cómo se iba a desvelar aquella sorpresa, que nos tenía preparado nuestro
compañero Pepe Cano.
La entrada al Arco de las Pesas
estaba oscura, como “boca de lobo”; bajamos la rampa que da entrada a la misma
y al hacer el quiebro que da a la placeta, donde “EL Trueno” tiene la barbería,
nuestro guía dio la voz de ¡alto!
Antes de que comenzara a hablar
nuestro cicerone, mi mente, por momentos, se trasladó a otro espacio del tiempo
correspondiente a siglos pasados.
Vi el mercado árabe que allá por el siglo
X montaban los habitantes de estos lares, en aquella placita: alfombras,
lujosos tapices, frutas traídas de la ribera del Genil, lámparas maravillosas
que lucían con destellos multicolores, tenderetes con escudillas para tomar la
carne de cordero recién asado, entre la humareda de los fogones que enrarecían
el ambiente y el olor penetrante de ungüentos y especies, gentes con turbantes
sentadas en cojines saboreando una taza de té, o fumando el tabaco mezclado con
miel, melaza y frutas secas en hookah, hasta las notas de la flauta (punji) de un
encantador de serpientes, saliendo de una cesta e irguiéndose ante el hechizo
fascinante de su hipnotizador; sonidos de los que pregonaban sus mercancías en
un lenguaje que me trasladaba a la plaza
de Djema-el-Fna en Marraked.
Escucho la voz del muecín que desde
el alminar de la gran mezquita da con voz potente la última llamada a la
oración, después cuando salí del letargo, a la voz de nuestro guía que se
presta a contarnos una aventura, me di cuenta que no era el muecín sino el
viejo reloj de la torre de la iglesia que daba las campanadas de las doce de la
noche.
El silencio es absoluto, todos
alrededor de Pepe Cano Martín que comienza el relato:
En más de una ocasión, durante el
día, pasamos por este Arco de las Pesas y a ninguno de vosotros se le ha
ocurrido preguntarse ¿qué significa esta hornacina, este hueco que hay en la
pared? ¿Esta oquedad que algún día debió albergar alguna imagen, algún relieve?
Pues bien, preparaos a escuchar la leyenda que me contó mi abuela María.
Hacía poco que habían dado los toques
de las ánimas y el silencio más completo hace, con la oscuridad que reina,
demostrar el ánimo de las pocas personas que se arriesgan a permanecer fuera de
sus casas.
Uno de esos valerosos será sin duda
un embozado que en esos momentos traspasa el umbral del Arco de las Pesas y en
cuya compostura y forma de caminar se observa cierta inquietud, cierto
desasosiego. Por momentos parece calmar sus premuras para reflexionar sobre
alguna decisión y aprovechar para ceñir mejor la capa española que cubre la
vestimenta interior, que ha dejado entrever, ser un descendiente de la raza
morisca.
Decide continuar su marcha y
atravesando el Arco de las Pesas se detiene, a los pocos pasos, ante una de las
casitas de humilde aspecto que se alinean desde la muralla hasta la Plaza
Larga.
Por un silbido especial, como símbolo
de contraseña, se abre una puerta, y ya dentro de la casa, un anciano de luenga
barba y de rico indumento mahometano se precipita hacia el recién llegado. En incoherentes
y apresuradas preguntas, demuestra la extrañeza y el gran pesar de verle llegar
sólo y no con la persona que debiera acompañarle.
La humilde actitud del recién llegado
nos hace deducir, ser de clase muy inferior a la de aquel que le interpela.
Dentro del propio azoramiento por no
haber cumplido la misión encomendada, hace un esfuerzo por hablar y dice:
“Señor, la vida diera por haber satisfecho vuestro deseo. Bien probado tengo,
señor, que ante nada retrocedo, Aben-Alaux, cuando de cumplir vuestro deseo se
trata.
Hoy sobre esta situación ha existido
una fuerza mayor que ha impedido el que haya podido venir la persona deseada.
Zaida muere, y yo vil esclavo de
ella, ¡no he podido conseguir que en su auxilio vengan! Sospechó la castellana,
ignoro el motivo, de donde procedía el mandato y a pesar de mis ruegos
suplicantes, promesas halagadoras, y encubiertas amenazas, no ha querido
acceder al requerimiento.
¡Malditos todos, malditos sean puesto
que con su negativa pueden hacernos perder a nuestra adorada Zaida! Aquel
mancebo lloraba de desesperación al reconocer su impotencia.
Palidece el anciano y, anonadado, no
se resuelve a tomar decisión alguna.
De pronto, un estridente alarido
seguido de los primeros quejidos se oyen como exhalados del fondo de la
vivienda, provocan un sobresalto en nuestros dos personajes.
El anciano se precipita hacia el
interior a través de una puertecita que las tinieblas de la noche no nos habían
dejado percibir.
Imposible sería describir la riqueza
que albergaba la estancia en la que irrumpió el anciano. Tratábase de una
alcoba de amplias dimensiones en la que la suntuosidad de los cortinajes y
tapicerías, hacia pareja con la gran cantidad de cojines de finísimos bordados,
preciosas ánforas, pebeteros, lámparas, mesitas, taburetes y otros muebles
exornados con incrustaciones de oro, maderas preciosas, de las que era difícil
pensar hubiesen sido ejecutadas por manos artesanales, demostraban la alcurnia,
delicadeza y categoría de sus
poseedores.
Las tapicerías, en distintos huecos,
dejaban ver sobre las paredes afiligranados estucos con diversas leyendas
coránicas, semejando artísticas carteleras pendientes de cordones de seda y
oro.
¿Quién pudo haber sospechado tal
morada en el interior de aquel casucho?
En el lecho, una mujer joven y
de fascinadora belleza, yace como
moribunda, siendo el único anuncio de su vida, algunos estremecimientos y
contracciones que demuestran el profundo dolor que padece.
Se aproxima el misterioso moro, y con el mayor cariño
recoge una de sus manos que, lánguidamente, se dejan caer por el borde del
camastro; cúbrela de besos y ardientes lágrimas y musita, al parecer, palabras
de imploración; después ante la tristeza del espectáculo de la joven que
fenece, rebelde así mismo por su debilidad, se yergue y recogiendo en ímpetu
frenético una capa que había arrojada en un rincón, se la pone, ajustándose el
cinto acompañado por una larga espada, sale y se une al criado que, aunque
ansioso no se atrevió a traspasar la puerta de entrada al dormitorio; de forma
terminante y enérgica ordena abrir la de la calle, y seguido del joven, se
pierde como llevado en volandas por la oquedad del próximo arco.
La calle está desierta un silencio
sepulcral es la tónica dominante, interrumpido por los pasos de una pareja de
soldados que hacen la ronda; el sonido de sus pasos se va lentamente amortiguándose
y difuminando en el trasfondo de la calle.
Nuevo espacio de tiempo, durante el
cual ni el menor ruido se oye; entre la oscuridad de la noche se vislumbra la
figura de tres personas que de nuevo con pasos acelerados rompen el silencio.
Atraviesan la Puerta Nueva y llegados a la casita penetran en ella. Todo vuelve
a quedar en silencio.
Mientras nuestro amigo Pepe, contaba
esta aventura, delante de aquel hueco en el muro, nadie hablaba, nos mirábamos
los unos a los otros como queriendo desvelar lo más pronto posible, el final de
aquella aventura misteriosa.
Allá, por el oriente, comienzan a
lucir los primeros albores del día, se van retirando las múltiples rondas que
las cuestiones políticas obligaban a permanecer en constante vigilancia, y
algún que otro transeúnte pasa apresurado a sus cotidianas tareas.
Distintas veces se abrió la puerta de
la casita que hasta ahora ha mantenido nuestra curiosidad y la cabeza del
criado moro se asomó repetidas veces para ver si alguien se advertía por los
alrededores, volviéndose rápidamente a cerrar, una vez convencido de la soledad
reinante.
Aprovechamos uno de estos momentos
para internarnos de nuevo y conocer lo que está ocurriendo en la vivienda del
mahometano.
Éste se encuentra, cuando lo volvemos
a ver, arrodillado ante la joven que bien supimos era su hija, y ella,
completamente transformada en su aspecto, responde mimosa a las caricias que
recibe.
Otra mujer, de tipo absolutamente
distinto, ataviada con el típico vestido castellano de la época, tiene en sus
faldas el recién nacido que llora y patalea, queriendo desprenderse de los
apretujamientos que su arreglo ocasiona.
Terminada su tarea, y entregado el
hijo a su madre, demuestra su intensión de partir. El anciano, en cuya faz se
descubre ahora una intensa alegría, le dice: Ana María, habéis salvado a mi
hija, y con ello no sólo salvasteis un ser sino que restituís a una tribu su
ídolo de amor y de esperanzas; pedid lo que queráis, en la seguridad, de que
aun cuando siempre agradecido, vuestra ambición se verá colmada. ¡Qué mayor
satisfacción para mí poder complaceros!
-Buen anciano, -le contesta la
castellana-
-Bien sabéis que fuerzas superiores a
mi voluntad, influyeron para que viniese. El auxiliar a vuestra hija respondía
a deberes que nuestro Dios nos inculca, y a la inspiración que me sugirió su
Santa Madre. Nada quiero, nada necesito; tened seguro quien esta noche salvó a
Zaida, fue Nuestra Señora del Buen Parto. Sin añadir otra razón se despide y se
marcha.
Anonadado queda el moro ante el
proceder de la cristiana y algo muy recóndito desde su alma le sugiere ideas
que hasta entonces su fanatismo había rechazado.
La noble y desinteresada conducta de
Ana María no la comprende, en verdad, sino como consecuencia de la fe en busca
de compensaciones espirituales, de lo que ha oído mil casos en su relación como
Cadí con los representantes del emperador cristiano. Con estos enrevesados
pensamientos queda ensimismado siguiendo presente en su pensamiento la frase:
“Quien salvó a Zaida fue Nuestra Señora del Buen Parto”.
A partir de que ocurrieron estos
hechos, los moriscos del Albayzín notaron que, en su respetado Cadí, se había
operado un ingente cambio. Alejado por completo de sus anteriores costumbres,
aunque siempre justo administrador de la potestad que tenía concedida, abatido
de continuo, declina en favor de los derechos,
tanto en los decretos imperiales, como por los actos de la soldadesca de
los tercios que mandaba el Marqués de Mondéjar.
A tal punto llegó en su apartamiento,
que solicitó ser sustituido; cuando lo consiguió, se dedicó por entero a una
vida de contemplación y meditación.
Nada se sabe del paradero final de
este juez moro y de su hija, a la que se le supone esposa de un príncipe de su
raza. Coincidió con la desaparición de padre e hija de aquella casita, con la
aparición en el postigo del muro del Arco de las Pesas, fiel testigo de las
idas y venidas de aquella enigmática noche, de un cuadro con la imagen de
Nuestra Señora del Buen Parto.
¿No representaría aquello la
conversión a una nueva fe y el tributo de un noble padre, a la milagrosa
salvación de su hija adorada?
Terminada la narración de nuestro
amigo, que desde el cielo estará rememorando aquel momento, irrumpimos los
presentes con un sonoro aplauso, recogido por los muros de esta Puerta Nueva.
Quizás tú, que en estos momentos
acabas de leer esta leyenda, habrás pasado infinidad de veces por el Arco de
las Pesas, y no te habrás parado a observar la existencia de este hueco en el
muro. Allí está en una situación deprimente, no sólo la hornacina sino el
requiebro del pasadizo, mal cuidado, con letreros mal sonantes y aspecto
ruinoso.
¿Podría ser este relieve el que se colocara en la hornacina?
Te invito para que des a conocer este
archivo y propagues el conocimiento de la imagen que allí hubo, sea verdad o no
esta tradición, para que se mejore el estado decrépito del Arco de las Pesas y
a ser posible se vuelva a restauran la Virgen del Buen Parto, por quien
corresponda, como símbolo de las dos culturas que permanecieron en el Albayzín
en aquella época.
José Medina
Villalba
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