Cuesta del Chapiz |
Cuando
el tiempo ha pasado, cuando los años han ido dejando sobre mi cabeza el tinte
blanco de las canas que peino, o la carencia de ellas sustituidas por la pátina
brillante de una calvicie reluciente, en el interior de ese caletre mi
imaginación se ha echado en algún momento a volar y pasando rápidamente por el
túnel del tiempo me he trasladado a aquellos años de mi niñez.
Cerrando
los ojos, como el que quiere soñar despierto, he recorrido mi colegio, me he
encontrado con mis amigos y maestros y he percibido el sonido mismo de aquella
campana que nos invitaba a entrar o salir, las voces de los compañeros y
compañeras durante el recreo, el perfume de las rosas y madreselvas, el polvo
del largo camino del colegio, en los días cálidos del verano, o el gélido frío
que, encañonado, venía por el Valle de Valparaíso y calaba en nuestros
desnutridos cuerpos, en aquellas
rigurosas mañanas de invierno.
Hoy, de repente, me he hecho niño,
mi mente se ha impregnado de la edad de mi infancia y he vuelto a penetrar en
la escuela que con aquella edad viví.
El hombre que se hizo niño. |
La
tarde va declinando y el calor sofocante de este mes de Julio se va
amortiguando por la debilidad de los rayos solares en este atardecer.
La Cuesta del Chapiz, de piso terroso y
pedregoso, es el calvario de los mulos que arrastran esa pesada carreta
sometidos a los improperios, blasfemias y varetazos, sobre sus lomos, que les
propinan esos carreteros que de forma inhumana quieren que esas pobres bestias
sobrepasen sus fuerzas para llevar la carga al final de la cuesta.
Aún
se percibe en ella el rastro del olor que las vacas de “Joseico” han dejado
cuando han bajado, como ritualmente hacen todas las tardes, a abrevar en el
Molino del Negro, que se encuentra por debajo del Carmen de Salazar, contiguo a
nuestra puerta de entrada al colegio, siendo la diversión de grandes y
pequeños, escondiéndonos en portales y trepando por las rejas de las ventanas
para evitar un mal encontronazo.
Portada principal de entrada al colegio. |
Aquella
portada de entrada era majestuosa, o por lo menos a mí me lo parecía, tenía un
gran portón, era de madera con dos grandes hojas pintadas de marrón, algo carcomido
por la pátina que va dejando el tiempo; todas las tardes se abría, de par en
par, para dejar salir a la grey infantil que después de una jornada escolar
marchaba a sus respectivas casas. Una pequeña puertecita se abría en el lateral
derecho, habitualmente era el lugar para penetrar en el interior. La parte
superior de aquel portón terminaba en
forma semicircular, donde se podía leer en grandes letras, ESCUELAS DEL AVE
MARÍA.
Todavía
rechina en mis oídos el chasquido de aquel gran cerrojo que, todas las noches,
cuando mi padre volvía de cumplir con su jornada laboral, solía echar; era el
indicativo de estar ya en casa y tranquila y plácidamente podía echarme en
brazos de la noche para cubrirme con la sábana de los sueños. (Por si alguien
lo ve extraño he de decir que yo vivía allí en la entrada del colegio).
Puerta de entrada al colegio. (1940) |
Por
encima del portón había un dintel y sobre éste un asta de madera donde los
grandes días de fiesta Torcuato, mi padre, colocaba la Bandera Nacional.
Puerta de entrada al colegio (2013) |
Había
un zaguán, a continuación de la entrada, limitado por una cancela, pasada la
hora de comenzar la jornada escolar, Josefa, mi madre, cerraba impidiendo la
entrada a todo aquel que no era fiel al cumplimiento de su deber.
El zaguán de la entrada al colegio. |
Vista
la entrada desde el interior del colegio, se podía vislumbrar en la parte
superior una enorme campana, dejaba su ronco sonido en el aire tanto a la hora
de entrada como a la de la salida; debajo de ella, impreso en letras en
relieve, un letrero con el siguiente mensaje: TODO PARA TODOS.
La
sombra que proyecta el parral, sobre el empedrado del suelo, invita a penetrar
en el interior en este aciago y caluroso día de Julio mientras sobre mi cabeza
resuena el zumbido de un enjambre de avispas que, ávidamente, están dando
cuenta de uno de los muchos y hermosos racimos de uvas, como bombos de feria
penden del parral.
La portera del colegio, mi madre, atiende al padre de un alumno. Vista primera del colegio. |
Más de un suspiro se ha dejado, en algún
momento, sentir por los niños y niñas deseosos de comer tan deleitoso manjar,
con la mirada hubieran querido dar buena cuenta de ellos; Francisco, aquel
guarda cojo, apoyado en su bastón, era un fiel vigilante de lo que después, y
una vez hecha la recolección, todos podríamos disfrutar.
La familia de la portería y el jardincillo primero del colegio. |
El
jardincillo que había en el lateral izquierdo daba fe de los años de existencia
que debían tener aquellos inmensos bojes, limitando el borde de cuatro
pasillos, se dirigían al centro donde se elevaba una inmensa glorieta formada
por ocho enormes pinos, se enlazaban en la parte superior.
Todavía
mi pituitaria detecta, aunque sea solamente con las alas de mi imaginación, el perfume
de las rosas, de la hierbabuena que mi madre me mandaba coger para echársela a
la sopa, de aquel níspero por el que trepaba en el mes de mayo para arrebatarle
su exquisito fruto o de aquella gigantesca adelfa que, al final del jardín,
daba las últimas pinceladas de color.
La sombra que proyecta el parral sobre el empedrado del suelo. |
La
tapia que servía de divisoria entre el colegio y el contiguo Carmen de Salazar
relucía por su encalado y en él se podían leer eslogan de carácter pedagógico,
tales como: RELIGIÓN Y PATRIA. PUEBLO SIN FE, PUEBLO PERDIDO.
Nos
encontramos con el primer cobertizo, los niños le llamábamos “las latas”, era
el lugar establecido por D. Andrés Manjón para dar la clase al aire libre. Aposentando
las posaderas sobre tres largos escalones de cemento más de sesenta chiquillos
canturrean, “…de diez me llevo una, de veinte, dos, de treinta, tres…” bajo la
mirada de aquella maestra, con ellos también canta.
Sobre
la pared de aquel techado, en baldosas blancas y negras, aprendimos el
abecedario y los primeros guarismos de nuestra numeración.
En las baldosas blancas y negras aprendimos el abecedario y la numeración. |
Todas
las tardes, bajo esas chapas de metal, dirigidos por D. José el de la música,
-como así le llamábamos- la banda de musiquillos interpretaba el Ave María
mientras todos los alumnos, colocados en rigurosas filas y acompañados por
nuestros maestros y maestras a coro, la cantábamos.
La banda de música. |
Después
salíamos radiantes y jubilosos por aquel gran portón para invadir la Cuesta del
Chapiz lanzando a los aires aquella canción: “cumplimos en la escuela con nuestra obligación, demos por ello
gracias, mil gracias al Señor.....,” terminando con aquel “maestro querido de mi corazón, el Señor te
guarde quédate con Dios”.
Contiguo
a las primeras chapas, ya descritas, se construiría una clase para
resguardarnos de los días más desapacibles del invierno.
La banda de música despide a los alumnos al salir del colegio. |
Los alumnos al salir del colegio en la Cuesta del Chapiz. |
Una
imagen de la Virgen, colocada sobre una columna, ocupaba el frontón principal
de un pilar próximo a esta clase. Una escalinata, a ambos lados de la columna,
servía de soporte a un nutrido número de macetas que en forma graduada
adornaban aquella fuente. Al pie de la columna había una especie de concha por
donde brotaba el agua para llenar un pequeño estanquillo; en el pretil de aquel
pilar un número de chorritos de agua calmaban la sed a todo el que por allí
pasaba.
Comienza
ahora el largo paseo que nos ha de conducir al interior de la escuela. Caminamos
bajo aquel maravilloso palio de parrales; el camino, bordeado a ambos lados por
un seto de pinos y bojes limitaban las
huertas de Fernando el jardinero y la de Torcuato.
Una imagen de la Virgen colocada sobre una columna. |
La huerta de la izquierda era un precioso vivero,
todo plagado de flores, con unos ciruelos tan sumamente cargados de este
hermoso fruto que las ramas llegaban a dar en el suelo. Se entraba a la huerta
por un cancel de hierro situado en mitad del camino y frente a él un hermoso
níspero, algún compañero, montado en sus ramas, hubo de bajarse precipitadamente
ante la inesperada visita de D. Domingo, el director, o permanecer en él, para
evitar el castigo, hasta que éste, aburrido de esperar, se marchase.
Limitaba
aquel vergel con el muro terroso de la Escuela de Estudios Árabes, coronado por
aquella larga jardinera, plagada de pensamientos. Los “naranjos locos”, como
acostumbrábamos a llamarles los niños, eran el polvorín de donde salían los
proyectiles, convertidos en naranjas que, desde aquellas alturas, nos lanzaban
los becarios de Marruecos, cuando solíamos meternos con ellos.
De
aquel muro terroso solían caer hacia la huerta gigantescas matas de alcaparras,
fruto que en más de una ocasión, cogíamos para echarlo en vinagre.
Vista parcial de uno de los rincones del colegio. |
A
la huerta de enfrente, por donde pasaba la acequia de San Juan, que venía
recorriendo, al descubierto, todo el colegio, se entraba a través de una puerta de madera. Todo el
borde de aquel canal acuoso estaba plagado de descomunales higueras, cuyo fruto
en más de una ocasión pudieron saborear, las “candongas”, (higos secos) los primeros
niños que pisaban el colegio, eran los elegidos para tales menesteres.
Paseo central del colegio. |
Tenía
Torcuato una pequeña choza, al principio de la huerta, pegada a la pared
limítrofe del Carmen de Salazar, cabaña que servía para criar un cerdo, era la
envidia de todos cuantos lo veían.
Donde estaba la huerta de Torcuato ahora hay una pista deportiva. |
La
huerta tenía diversos árboles frutales: un hermoso peral, algunos manzanos y
ciruelos entre ellos recuerdo uno de ciruelas de fraile que, por cierto,
estaban riquísimas. Allí se cultivaba toda clase de hortalizas: lechugas,
pimientos, berenjenas..., la huerta limitaba con el Carmen del Negro del señor
Guerri, el dueño de Fotomatón, cuyo laboratorio fotográfico estaba en la Calle
de Reyes Católicos.
El
lindero último de la huerta estaba protegido por unos zarzales cuyas moras
negras, en más de un momento, recrearon nuestro paladar.
(Iré
dando la versión del colegio que me tocó vivir en próximos archivos,
describiendo las clases, los maestros, maestras, diversos lugares, rincones
y vegetación).
José
Medina Villalba.
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