Mi imaginación volaba por
aquella avenida llamada de Calvo Sotelo, hoy de la Constitución ,
acompañado por mi padre; escuchábamos los olés que, estruendosamente, se
repetían una y otra vez en el coso taurino de la vieja plaza de toros.
Granada estaba en
fiesta, era Corpus Christi; a las puertas de los tendidos aguardaban los
carruajes tirados por caballos bellamente engalanados; en ellos se subirían bellas
señoritas que los adornarían con sus hermosos semblantes; los claveles rojos
reventones adosados a sus cabelleras, y preciosos mantones de Manila.
En desfile triunfal
por la Gran Vía y
Reyes Católicos se lucirían coches y carrozas. Era el espectáculo de aquellos que,
por falta de medios económicos, no habían podido asistir a la corrida; el
llamado desfile de los toros.
Había otros que, por
los alrededores del coso taurino, simplemente se deleitaban con escuchar el
griterío ensordecedor que salía de la plaza.
Las voces de los pregones
llegaban hasta mis oídos: ¡Gaseosas frescas!, ¡pingüinos helados!, ¡viseras
para el sol!, ¡niñas hay almohadillas, para que las posaderas no se cuezan en
las gradas!, y aquel pregón, inolvidable, del que portaba, colgada a sus
espaldas, una enorme garrafa metálica, de largo cuello, adornada con ramas
extraídas de las proximidades de la
Fuente del Avellano: ¡eh!, el agua fresquita del Avellano,
niñas el agua. Después de dejar caer sobre el cristal del vaso, que el aguador
portaba en una canastilla metálica que colgaba en su cintura, un poco de agua,
sus manos restregaban, acompañado con unas hojas de las avellaneras, aquel
recipiente hasta dejarlo limpio como una patena. Allí vertía el líquido
elemento, dando una inclinación a su cuerpo y por una perra gorda, se lo ofrecía
al sediento consumidor.
Por la puerta grande
salían los espectadores enfervorizados, portando a hombros a los triunfadores
de la tarde que, en un mano a mano, se habían batido sobre el albero:
Montenegro y Mariscal.
Aquellos tranvías amarillos
cuyo motor de tracción se abastecía de la energía eléctrica que, a través del
trole, llegaba hasta su motor, pronto se llenarían de gente venida de los pueblos de la Vega , para regresar satisfechos
a sus pueblos respectivos. Algunos en los estribos, para no quedarse en tierra
y otros por evadir al cobrador, en la parte trasera sobre el enganche. El
cobrador, con traje gris y gorra de plato, extraía de un estuche metálico
rectangular el billete que correspondía al término de cada parada y dejaba sentir
el chirriar característico de la tapa, al abrir y cerrar, cada vez que expendía
un nuevo tique.
Aquella Avenida
tenía dos paseos para los peatones, separados por un paseo central para los
coches, mientras los dos laterales contiguos soportaban el ir y venir de los
tranvías de Santa Fe, Fuente Vaqueros, Chauchina…
Las gigantescas
plataneras que había a través de toda la avenida, le daban el empaque de un
gran bulevar. Junto a él la Cruz Blanca ,
con su enorme placeta para recreo y divertimento de los que aspiraban algún día
a ser actores en balompié en el próximo campo de los Cármenes, junto a Trompi,
Millán, González Sosa, Conde, Sierra…
Delante de aquella
Cruz Blanca, (año 1539) el Duque de
Gandía descubría el féretro que portaba los restos de Isabel de Portugal,
esposa de Carlos V, bellísima y elegante soberana; tal fue la impresión que le
causó, un cadáver corrupto, que le hizo exclamar: “No quiero servir a señor que
se pueda morir”. Muerta su esposa Leonor, que le había dado ocho hijos, ingresó en la Compañía de Jesús, renunciando
a los bienes terrenales, cedió títulos y hacienda, se dispone a todos los
sacrificios y planea la manera de entregarse totalmente al servicio de Dios.
Aquel Duque de Gandía, con el tiempo se convertiría en San Francisco de Borja.
El barrio de S.
Lázaro, con sus innumerables casitas, a modo de Belén viviente, los jardincillos,
con su fotógrafo y su máquina de cajón repleta de fotografías de soldados y
niñeras. Niñeras que vestidas con su traje negro, cofia y delantal blanco,
paseaban a los infantes de las familias más privilegiadas del momento, portando
carrito y militar cortejando.
Vendría la Caleta donde habíamos ido a
comprar, en aquellos almacenes, las naranjas venidas del Valle de Lecrín, que
se agolpaban en montones gigantescos.
Todo ha sido un
volar, un soplo en el tiempo.
Hoy me he paseado
por ésta que se llama Venida de la Constitución , hoy cuando un humilde frailecillo
que vivió allí junto a la plaza de toros, que recorrió las viejas calles de la
ciudad y de los pueblos mendigando, portando un sayal atado con una soga de esparto, llevando un zurrón y con los pies
medio descalzos, hoy, en ese enorme campo de aviación en Armilla vitoreado por millares de devotos, venidos de
todas las partes del mundo, ha sido proclamado beato.
Fray Leopoldo de
Alpandaire que, por la proximidad de su convento con las Escuelas del Ave María
del Triunfo, (desaparecidas en 1946) en más de una ocasión conversó con otro
ilustre, Andrés Manjón, que redimió, en los barrios más deprimentes de la
ciudad, a las clases más necesitadas de la ignorancia y del analfabetismo, para
educar a la población más necesitada y hacer de los niñas y las niñas hombres
completos, corporal y mentalmente.
La mosca que desde
el principio me ha ido socarronamente machacando con su deambular por todo mi
cuerpo, me ha vuelto a la realidad actual y he vuelto a pasear por la gran
avenida.
Me he levantado
temprano, al alba, casi clareando las primeras horas de la mañana, pocas o casi
ninguna persona transitaba por la ciudad; es una mañana de este mes en que da
comienzo la estación del otoño. Los árboles de la
Gran Vía comienzan a amarillear, alguna que
otra hoja cae lánguidamente sobre el asfalto que se va cubriendo como un tapiz
de tejido multicolor; se escucha el chapoteo de los coches sobre los charcos de
agua que va dejando el regador de turno; algunos vestigios desparramados por
aquí y por allá de los últimos huelguistas de este fin de semana. Pandillas
salpicadas de chicos y chicas que se retiran, medio adormilados o embriagados,
de algún botellódromo cercano.
Quiero en esta
mañana vivir plenamente este nuevo gran bulevar de la Constitución :
grandioso, elegante, y compartir dialogando con los personajes que actualmente
lo habitan, las vivencias de sus tiempos.
Una voz fuerte y
recia como salida de la ordenanza de un militar me detiene a la entrada.
-Señor, no quiero
interrumpir el sueño eterno de los moradores actuales de esta avenida, pero
quisiera, si vos me lo permitís, dialogar un momento con los insignes
personajes que aquí se encuentran, antes que el pueblo granadino comience a
ocupar la ciudad, le prometo no molestar a nadie.
-Si es así, sed
bienvenido.
-Más de uno han
criticado su enorme cabezón, que mora en esta entrada a la avenida, pero a mi
entender creo que esta grandiosa cabeza nos tendría que decir algo
-Mire, voy a ser breve, pero en esa brevedad
te contaré algo de mi ajetreada vida.
-Soy Gonzalo
Fernández de Córdoba, conocido con el apodo
del Gran Capitán.
Fui noble, político
y militar español, duque de Santángelo, de Terranova, de Andría, de Montalvo, y
de Sessa, Virrey de Nápoles y por mis excelencias en el arte de la guerra, el
Gran Capitán. Mis servicios a los Reyes Católicos de 1482 a 1504.
Apodo: Gran Capitán.
Lealtad: España.
Mandos: Capitán de
la compañía expedicionaria a Nápoles.
Lugarteniente
General de Abulia y Calabria.
Participé en la Guerras de Granada, Italia
y Turco-Veneciana.
Durante mi estancia
en esta ciudad viví en la placeta de las Descalzas.
-Has oído de esa
expresión que dice: “Has hecho las cuentas del Gran Capitán”
Se cuenta que el rey
Fernando el Católico pidió a D. Gonzalo cuentas de en qué había gastado el
dinero de su reino.
-Yo, lo consideré
esto como un insulto y se las di al rey de esta forma: por picos, palas y
azadones, cien millones de ducados; por limosnas para que frailes y monjas
rezasen por los españoles, ciento cincuenta mil ducados; por guantes perfumados
para que los soldados españoles no oliesen el hedor de la batalla doscientos
millones de ducados; por reponer las campanas averiadas a causa del continuo
repicar a victoria, ciento setenta mil ducados; y, finalmente, por la paciencia
de tener que descender a estas pequeñeces del rey a quien le he regalado un reino, cien millones de
ducados.
Desde la lejanía la
veo sentada en el banco, pensativa como trayendo a su mente sus poemas, sus soledades,
su vida entre libros de la biblioteca universitaria de Granada y su añoranza
perdida en una maternidad de la que nunca pudo disfrutar. Tiene sus poemas en
la mano, acompañados con un ramillete de flores, se cubre las espaldas con una
toquilla y su bolso lánguidamente se desvanece al margen. Es nuestra poetisa
universal Elena Martín Vivaldi.
-Siéntate a mi lado,
¿quieres que te recite alguno de mis poemas?
-Quiero recrearme en
la dulzura de tus versos.
-Pues ahí va uno de
ellos.
“En ti, soledad, me
busco y muero,
En ti, mi soledad,
mi vida sigo,
Vencida por tus
brazos voy contigo
Y allí te aguardo
donde ya no quiero”.
-Gallego y Morell
dijo de ella: “Elena Martín Vivaldi pertenece a una Andalucía poética que no va
a remolque de Alberti o de Lorca, sino que enhebra con el aliento de Juan Ramón
Jiménez y de Salinas después y de Bécquer antes.
- Adiós Elena, me
esperan otros amigos.
Federico García
Lorca está sentado pierna sobre pierna, con el romancero gitano en la mano. No
busquéis a Federico en el barranco de Víznar, decía una de las quintillas de
las carocas del pasado Corpus, se encuentra sentadito tomando el sol en la Avenida de la Constitución.
El niño vino a la fragua Huye luna, luna, luna. Niño, déjame que baile.
con su polizón de nardos. Si vinieran los gitanos, Cuando vengan los gitanos
El niño la mira, mira. harían con tu corazón te encontrarán sobre el yunque
El niño la está mirando. collares y anillos blancos. Con los ojitos cerrados.
En el aire conmovido
Mueve la luna sus brazos
Y enseña, lúbrica y pura
Sus senos de puro estaño.
Oigo al fondo, alguien
que está recitando, su voz es de las que embriagan al escucharlo, lento,
parsimonioso, poniendo el énfasis en aquella expresiones que calan en el alma.
Me pregunto: ¿Quién
puede ser? He escuchado a muchos vates recitar, pero como recita éste jamás a
ninguno.
Me acerco
sigilosamente para no interrumpirle y descubro al que me imaginaba es nuestro
poeta albaicinero, el de la placeta del Salvador.
Tres acacias en mi
placeta del Salvador y mi madre en el balcón.
Está recordando sus
tiempos de infancia, su Escuela de la
Cuesta del Chapiz, y sus cantos al querer:
Me detengo y
escucho:
La lluvia tiene
caprichos
Que nadie puede
entender;
Un día llueve que
llueve
Y otro deja de
llover.
Y el querer tiene
caprichos
Lo mismito que el
llover;
Un día quieres y quieres
Y otro dejas de
querer.
Cuando me veas
llorando,
Date media vuelta y
déjame
Llorar hasta no sé
cuando,
Y si llega el no sé
cuando,
Date media vuelta y
déjame,
Déjame seguir
llorando.
La mañana por
momentos se va despertando, la luz matutina va creciendo las siluetas de los
edificios colindantes se van aclarando, sigo caminando y detrás de mis pasos en
el caminar sigo escuchando la voz del poeta, que poco a poco se va difuminando.
Agua de mi Escuela, Yo desde mi cuna, Dame tus recuerdos,
acequia de Dios. soy agua también, ¡me hacen tanto bien!
Un Ave María, mitad ya cansada, Y dame tu gracia
Y el Padre Manjón mitad por correr, y tu sencillez, ahora,
con su borriquilla, mitad ya vencida, en mi vida y en mi muerte. Amén
con su bendición, mitad por vencer.
como en Galilea
Dios nuestro Señor.
Poco más allá en
estado de éxtasis con las manos juntas y mirando al cielo, nuestro Juan de
Yepes, -San Juan de la
Cruz-.Lo veo bajo el árbol del Carmen de los Mártires
recitando: Noche oscura del alma.
Me da la impresión
que me insinúa recitármela. Yo asiento y mientras comienzas sus primeros
versos, saboreando la musicalidad de sus estrofas me voy alejando.
En una noche oscura Quedéme y olvidéme
con ansias en amores
inflamada el rostro recliné sobre
el amado;
¡oh dichosa
ventura! cesó
todo, y dejéme
salí sin ser notada dejando mi
cuidado
estando ya mi casa
sosegada. entre las azucenas
olvidado.
Lo veo sentado en
una especie de podium, piernas entrelazadas, manos juntas, enjuto y bastante
delgado. Mientras me voy acercando, llevado por las alas de la imaginación lo
veo rodeado de sus amigos, Federico García Lorca, Manuel Ángeles Ortiz,
Hermenegildo Lanz, con los que reunía en su carmen de Santa Engracia en la
calle principal de la
Alhambra. Lo recuerdo siendo yo un niño, sentado en la
papelería Calle Reyes Católicos, “Casa Caso”, esperando el tranvía del Realejo
para después conectar con la cremallera y subir a su vivienda. Al mismo tiempo
me llega el delicioso sonido de su “amor brujo”, que va cambiando con “noches
en los jardines de España” y el “sombrero de tres picos”.
Hay un pajarillo
sobre uno de los seis cojines que adornan un banco, me siento y desde allí
contemplo a Pedro Antonio de Alarcón, María la Canastera Eugenia
de Montijo y el popular torero Frascuelo.
He conversado con
ellos, he vuelto a recorrer la
Alpujarra he vivido sus pueblos y tahas, Órgiva, Treveles,
Murtas, Turón, la rebelión de los moriscos, Aben Humeya, D. Juan de Austria,
las cumbres del Mulhacén y el Veleta y he compartido su admiración contemplando
la inmensidad de sus paisajes y la inspiración de sus poesías:
Por mucha gente que
muera
Desengañada de
amores
Tendrá cada
primavera
Tantos pájaros y
flores
Como tuvo la
primera.
María Cortés Heredia
“La Canastera ”,
-Cuántas veces he
estado en el relicario de tu cueva y he saboreado el sonido de las guitarras,
el palmeo de tu cuadro gitano, y las canciones de tu zambra.
-Vaya que sí me
acuerdo, esperabas que terminara un cuadro para que le pusieras la inyección a
mi Enrique que siempre estaba liado con las anginas.
-Me voy a sentar un
ratito en estas sillas de anea, las mismas que hay en tu cueva y deja que
observe tu talle, tu rosa tan bien “plantá”
en tu cabeza y ese gesto gitano de tu mano remangándote el delantal.
Escucho el rumor del
agua que se desliza por la cascada próxima y desde este banco con cojines
hechos de bronce observo el talante majestuoso de nuestra emperatriz Eugenia de
Montijo que con su corona de emperador de los franceses en la mano se la ofrece
al pueblo granadino del que se siente orgullosa.
El perfume de los
rosales, geranios, azucenas y demás plantas ornamentales que situadas en los
parterres de toda la avenida comienzan a despertar y dejan en el ambiente un aroma embriagador.
Salvador Sánchez
Povedano, “Frascuelo”, desde lejos me hace un guiño para decirme :- oye, que
estoy aquí haciendo el paseillo.
-Mira, Frascuelo, tu
dirección no es correcta, la plaza de toros está a tus espaldas.
-Es que yo no voy a
torear en esta plaza, voy a la mía, la del Triunfo.
-Lo siento,
Frascuelo, esa ya ha desaparecido.
Con su talante de
torero juncal, intenta dar media vuelta pero el bronce se lo impide y
haciéndome otra mueca me da a entender que quiere permanecer en esta postura
contemplando el Albayzín con sus casitas encaladas, las torres de las iglesias
de S. Miguel y San Cristóbal, ver diariamente ondear la bandera nacional, y las
cumbres nevadas de nuestra sierra.
Son las nueve de la
mañana, el bullicio de la gente se deja notar, el claxon de los coches y el
rugir de las motos me hacen ir saliendo del letargo que durante unas horas ha
alimentado mi espíritu y con paso sigiloso me dirijo a mi casa.
José Medina Villalba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario