Había caído
la tarde, el sol se había acunado tras las sierras de Almijara y Tejera dejando
los últimos vestigios de sus rayos calenturientos que, durante aquel día
bochornoso del estío, había saturado de calor los cuerpos de los granadinos.
Las gentes
del Albayzín, ya caída la noche, sacaban a las puertas de sus casas, después de
una frugal cena, las sillas de anea para, reposando sus maltrechos cuerpos,
conversar plácidamente sobre los avatares y sucesos ocurridos durante el día;
era, por así decirlo, el periódico cotidiano en el que cada uno de los vecinos
se convertía en el periodista de cada una de sus sesiones.
Desde mi
cama, a través de la ventana que daba a la calle, escuchaba las conversaciones
de mis vecinos que, poco a poco, se fueron apagando conforme el sueño se iba
apoderando de mi cuerpo. Las imágenes de aquel día fueron pasando, como una
película, por los entramados de mi mente adormecida.
Aquella
mañana me había despertado el pregón de la que sobre sus caderas portaba los
ricos higos chumbos traídos desde la costa, ¡qué
gordos y qué dulces! ¡qué ricos higos llevo hoy! La gitana bajaba, toda
lozana, con su clavel en la cabeza, por la Cuesta del Chapiz y mi madre, con
una fuente esmaltada en los talleres de Fajalauza, los iba extrayendo
hábilmente uno a uno, una vez despojados
de su piel. Este era nuestro desayuno acompañado a veces por una
“palomita”, composición de aguardiente regado con agua.
Mi amigo
Manolito Tello Valverde, que vivía en la Calle Horno de Oro, se había unido a nuestro desayuno y me
esperaba para dar una vuelta por aquella Granada que el tiempo sepultó en la
eternidad y que no volveremos a ver más.
Por el puente
del Aljibillo venía el aguador, mi vecino Antonio, que llevaba una garrafa metálica sobre su espalda; la
garrafa estaba cubierta por una pleita
de esparto y adornada con unas ramitas verdes para darle una sensación de
frescura.
¡¡Niñas, el agua, qué fresquita baja, como
la nieve, el agua, el agua del Avellano ¡Niñas, el agua!! Este era su pregón por toda la ciudad.
-¡Buenos
días, nos saludó atentamente.
-¿Dónde vais?
-A la Avenida
de Cervantes, a llevar estos ricos higos isabeles, cogidos en las higueras de
las Escuelas del Ave María, para D. Pedro Manjón Lastra, sobrino de D. Andrés
Manjón.
-Qué gran
hombre fue aquel y cuánto bien hizo por Granada; D. Pedro, con su famoso
“potajico” y su ropero escolar, está siguiendo los pasos, a pesar de las
dificultades que tenemos en estos tiempos,
para sacar adelante la herencia que le dejó su tío.
Paseo
adelante con este doble nombre, del Padre Manjón y de los Tristes; resonaban en
nuestros oídos los cohetes y el griterío de los centenares de personas que se
agolpaban, en las fiestas del barrio, para contemplar a los últimos
juerguistas, con borrachera a cuestas, que intentaban pasar por las famosas
“pasaeras”, mojándose una y otra vez en las aguas del río Darro.
La casa de
las Chirimías, a la entrada de la Carrera del Darro, nos hace ver aquellos
tiempos pasados, cuando se celebraban las fiestas de toros y cañas, sobre los
entablados montados sobre el río, y desde una de estas plantas los concejales y
autoridades contemplaban las escenas mientras en otra los músicos, con sus
chirimías, caldeaban musicalmente el ambiente.
-Manolito,
mira lo que dice en lo alto de ese balcón tapiado.
-Este es el
palacio del señor del Castril, hoy museo arqueológico.
-¿Por qué han
puesto ese letrero y han tapiado el balcón?
-Cuentan que
este señor tenía una hija guapísima y que puso para custodiarla a un joven
paje, con el objetivo de que ningún galán se atreviera a enamorarla. Mira por
donde un día los sorprendió, al joven y a la doncella, conversando en la
alcoba. El señor del Castril, indignado mandó colgar en el balcón al paje que,
a voz en cuello, clamaba ¡Justicia, justicia! Esta nunca llegó y de ahí el
letrero “esperándola del cielo.
Suena el
tintineo de las campanas del convento de Zafra y el rico olor de los dulces
navideños de las monjas que, aunque aún falta tiempo para la Navidad, me
recuerdan los ricos mantecados, alfajores y quesitos de Belén, y la sabrosa
tarta de merengue que el día de S. Cecilio, el Patrón de la ciudad, degustan el
Alcalde y los Concejales del Ayuntamiento, en la Abadía del Sacromonte.
Nos cruzamos
con un carro-cuba que tirado por un mulo sale por la calle Portería de la
Concepción, llevando el agua del Juego Bolas, (antiguo Maristán, hospital en la
época de los árabes) para su venta, llenando botijas y cántaros, que aún
perduran, decorando algunas cocinas de pueblo.
En la puerta
de los baños árabes, sobre un murete que se sitúa delante de la entrada, un
hombre pregona: ¡Se lañan los lebrillos,
niñas, el “lañaor”!
Por el Puente
de Cabrera y bajando del barrio de la Churra vemos y escuchamos el pregón de
aquel que vocifera ¡Se atirantan, se
arrecortan, se le echan piezas nuevas a las colchonetas! aquellas que por
el uso de los años habían dado de sí y hacían que el durmiente lo pasara mal.
-Señor
cañero, -le decía a Eusebio que vivía en el Camino del Sacromonte, y venía
registrando todos los “partidores” que dan agua, de la acequia de S. Juan, a
las casas del barrio- a la tinaja del patio de mi casa no le llega el agua, mi
vecino se la lleva tapando nuestra entrada.
-No te preocupes, ya voy para allá y se va a
enterar tu vecino.
La casa donde
vivió la heroína Mariana Pineda nos saluda y el hojalatero que viene de la casa
de los Migueletes bajando por la calle del Aire monta su taller en la esquina; su
taller es la calle y las herramientas mínimas: el soldador, el hornillo, un
martillo, una lima, un pequeño yunque, y, como siempre , la buena voluntad del
maestro.
-No te
preocupes, la perra gorda que me ha dado mi madre para el tranvía nos la
gastaremos en un “raspao” de hielo, ricamente endulzado con los licores de
limón y fresa que venden en la Pajuana; nos vamos andando.
El edificio
de la Audiencia, con su monumental fachada, le recuerda a mi amigo que en la
próxima semana, se comenta en el barrio, va a haber un juicio sobre el cojo, el
hijo de la “monja”, que vive en el Peso de la Harina, y que se cargó a uno en
el carmen del Granaillo, el que hay al lado del hotel Reuma, porque no se dejó
que lo robara.
-A mi
hermanillo, que tiene tres meses, le han hecho un retrato en la Plaza de
Bibarrambla, está expuesto en el cajón de la máquina.
-¿Quieres que
lo veamos? Está guapísimo
-Se nos va a
hacer tarde.
-Anda no te
preocupes, luego vamos corriendo.
El señor fotógrafo
estaba vestido con una bata gris. El aparato fotográfico era un simple cajón de
madera, en una de cuyas caras más pequeñas tenía un objetivo, sin obturador, ya
que éste era sustituido por el tapón de la lente. La foto se obtenía destapando
y tapando, sucesivamente, el objetivo.
En el lado
opuesto había una manga de tela negra, que servía al mismo tiempo para enfocar
y proteger la foto de la luz, ya que la caja, era a la vez, cámara oscura y
laboratorio. Dos pequeños depósitos, situados debajo del cajón contenían el
fijador y el agua de lavado. Todo ello colocado sobre un trípode de madera. Los
laterales del aparato estaban decorados con fotos de los clientes, normalmente
de soldados y, entre ellos, el hermanillo de mi amigo Manolo.
Salimos de
Bibarrambla, por la calle Príncipe, con pasos acelerados y después de dejar
atrás el Ayuntamiento nos plantamos en Acera del Casino.
“María la cabrera”, la que vive en Puente
Quebrada, va con su jarrillo en la mano y su piara de cabras, ordeñándolas y
repartiendo la leche por las casas de Puerta Real.
Por la
Carrera de la Virgen se oye el pregón de una melodía que sube y baja; es la del
afilador. “El afilaor” ¡Niñas, sacad las tijeras y los cuchillos, ha llegado el
“afilaor”!
-Manolito,
santíguate, es nuestra patrona, la Virgen de las Angustias.
-Vamos,
aligera, alguien nos llama.
A la entrada
del Salón vemos a Colón rindiendo pleitesía a Isabel la Católica y al pie del
monumento, ¡Niños, el barquillero!
¡Barquillos de canela! ¡Cinco por una perrilla! Normalmente el barquillero
o estaba en la Plaza de Bibarrambla o en este lugar; en más de una ocasión
empujé la ruleta que estaba encima de una especie de cajón en forma de cilindro
de color rojo, sobre todo, los domingos, cuando mi padre me llevaba a escuchar
la banda de música que interpretaba, desde el kiosco de la música, pasodobles o
trozos de zarzuela.
¡Bellotas dulces como almendras! ¡Cortan la
diarrea como con la mano! Este fue el último pregón que escuchamos a la
altura del kiosco de la Titas y atravesando los jardincillos del Salón y el
Puente Verde llegamos a nuestro destino. Los higos isabeles llegaron un año
más, y D. Pedro se deleitaría con el sabor que dejan los productos de
Valparaíso.
La Pajuana,
con su barra de hielo sobre un saco de aspillera colocado encima de una mesa,
rasca que rasca, como si fuera un cepillo de carpintero; nos encantarían
aquellas virutas de hielo bien apretadas y regadas con el rico licor que pronto
absorbimos dejando huérfano al trozo de hielo.
Deshaciendo
el camino, volvíamos de nuevo a nuestro barrio, al barrio de S. Pedro, a la
Cuesta del Chapiz y al despertar de una Granada que sólo quedó en el
recuerdo.
José Medina Villalba.
Segundo
premio en el V Concurso de Relato Corto, por el Excelentísimo Ayuntamiento de
Granada.
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