Los años de nuestra posguerra (de aquella
guerra “incivil”) fueron duros para todos. Sin embargo, es cierto, dentro de
aquella amarga dureza de la que los niños no éramos conscientes, -sí, nuestros
padres que tuvieron que sacarnos adelante entre penurias y enormes
dificultades- sin embargo, éramos felices con lo poco que teníamos; hoy día, al
contárselo a nuestros hijos y nietos, parecen no entender lo que ellos llaman
“nuestras batallitas “ de años pasados.
Interpretan que son invenciones
nuestras con las que pretendemos hacerles una “comedura de coco”, para que vean
la opulencia y grandiosidad de la que ellos han disfrutado y siguen haciéndolo
en la actualidad, sin darle apenas importancia, considerándose merecedores de
todo.
Amigo lector: en mi infancia y
posiblemente en la tuya, en aquella década de los años cuarenta del siglo
pasado, los juguetes hechos con nuestras propias manos eran el mayor
divertimento y la mejor satisfacción con la que nos regocijábamos durante aquellos extensos días.
Recuerdo, entre los varios
elementos lúdicos que construíamos, aquellos tanques que nos fabricábamos con
los carretes de madera, ya desprovistos del hilo, que nuestras madres habían utilizado para
echarle remiendos a los calcetines, sí, de aquellos calcetines que con
espolones cubrían nuestras piernas en los duros días del invierno granadino.
Cualquier objeto, al que hoy los
niños le darían poca importancia, nos servía para dar rienda suelta a nuestra
imaginación y creatividad y para fabricarnos el juguete con el que pasábamos
horas y horas en la más absoluta felicidad.
¿Recordáis la primera vez que le
dimos una patada a una pelota de goma? Nuestros maltrechos pies solamente
habían tenido la oportunidad de patear aquellas otras que nosotros mismos construíamos, -pelotas de
trapo- hechas con los retales de tela y que aún nuestras madres no habían
cambiado por un plato, un tazón o un puñado de garbanzos tostados, a aquel que
pregonaba: “Niños tiraos al suelo, rompeos los calzones y decidle a vuestra
madre que está aquí el trapero”.
Mujer, ¿Y las muñecas de trapo
rellenas de serrín a las que les pintábais los ojos, cejas, boca y orejas con
un simple lápiz, que vosotras mismas fabricábais, y las vestíais con los restos
caídos en el suelo en aquellos talleres de modistillas?
¡Qué tiempos aquellos!
Fueron tantos los juguetes hechos
con nuestras propias manos, que no envidiarían a ninguno de los que, dirigidos
e informatizados, utilizan actualmente los niños de hoy.
Paseaba yo, sumido en estos
pensamientos, cuando, en uno de los poyetes que hay en el paseo central de mi
colegio en la Cuesta
del Chapiz, dos niños se entretenían con uno de esos modernísimos juegos
electrónicos, llamados “playstation”, con los que, creo, ni el cuerpo ni la
mente se desarrollan pero que les embaucan horas y horas.
Todo esto hizo que rebobinara el
vídeo que todos tenemos en nuestros subconsciente y me retrotrajera a los
tiempos de mi infancia.
La tarde estaba declinando, era
uno de esos pocos días del mes de enero en que una cierta templanza ambiental
embargaba mi entorno. Allá en lontananza el cielo se había cubierto con nubes
algodonosas tintadas de un color púrpura, pintadas con los lánguidos pinceles
de un sol mortecino que en esos momentos se acunaba dando su última despedida
vespertina allá por las Sierras de Almijara y Tejera.
Al señor Febo, a esas horas, se le
podía mirar, sin remilgos, cara a cara; se encontraba en el límite del
horizonte como una enorme bola de fuego; lentamente se iba internando a través
de esa línea donde más allá nuestros ojos no pueden vislumbrar nada.
El astro, en el ocaso del
atardecer, quería, en su lenta despedida, dejar marcada en el colegio su
huella.
A través de la palmera del jardín,
de la que recuerdo, desde mis más tiernos años de mi infancia, sus ramas, a
modo de peines gigantes, se recreaban rastreando la cabellera del que se
despedía y depositando sus largos cabellos, convertidos en finos hilos de plata
y oro, desparramados sobre el paseo intentando acariciarle.
Allá arriba, en la montaña, la Abadía del Sacromonte se
sonreía con el reflejo de un sol medio adormecido que, al plasmarse en los
cristales de la vieja colegiata, en sus
enormes ventanales, construía vidrieras de colores que en nada tendrían que envidiar
a las que Alonso Cano colocó en la cúpula del Altar Mayor de nuestra Catedral.
Allá abajo el río Darro, con su
murmullo de aguas, convertido en un cantar de “nanas”, intentaba dar las
últimas mecidas, a esta inmensa cuna, para que el colegio se durmiera, acompañadas
por el rasgueo de guitarras cuyos sones proceden de los comienzos de las
zambras gitanas.
Los duendecillos, que todos los
días, al anochecer, quieren perturbar la tranquilidad, paz y sosiego del Valle
de Valparaíso, desaparecen y se ausentan de la escena, en el momento que la
sultana Alhambra se enciende como ascua de fuego formando una cortina de terciopelo
rojo que los va a eliminar.
El cielo plagado de estrellas,
junto a una enorme luna plena, como vigilante nocturno, asoma sigilosa por la Silla del Moro; va a ser el
edredón que cubra el valle, para que plácidamente duerma el sueño en esta noche
de un invierno pasado.
Es cierto que todas las
remembranzas de nuestra infancia se recuerdan con mayor precisión y exactitud
que toda una serie de hechos ocurridos durante toda una vida. Y es que, como
alguien dijo, se viven intensamente los primeros veinte años, y todo lo demás
es pasajero. Según el humanista Juan Luís Vives: “todo el resto de la vida
cuelga de la crianza de la mocedad”.
Tengo la plena conciencia, querido
lector, que en estos momentos me estás leyendo, no ha sido la primera noche que
has conciliado tu sueño dejando volar tu pensamiento a esos días de tu niñez;
con él has ido recorriendo palmo a palmo, con claridad plena, las vivencias de
aquellos años y como una gran película a todo color, con precisión exacta, te
has vuelto a encontrar con aquel compañero o compañera que desde entonces ni
has visto ni has vuelto a saber nada de él.
Recuerdas perfectamente el primer
amor platónico de tu vida; aquel niño o aquella niña a los que jamás te
atreviste a decirle que te gustaba, que lo querías, pero, a pesar del tiempo,
aún conservas, en lo más profundo de tu ser, la letra impresa en aquel trozo de
papel, con tu declaración amorosa, que jamás llegó a su destino.
Sí, es cierto, la vida ha pasado
como un soplo, pero aquellos largos años de nuestra infancia no han pasado ni
pasarán y volarán con nosotros cuando dejemos la Tierra y allá en lo más
alto de las estrellas nos encontraremos todos los que compartimos años lejanos,
para seguir sumergidos en aquellos días, días de regocijo, alegría y felicidad.
Sumido en estos pensamientos
bajaba por las escaleras que vienen de la placeta donde ensayan todas las
tardes los músicos y como uno más de ellos me inmiscuía en sus conversaciones. En
este parloteo se iba desde el saborear lo buenas y apetecibles que están las
uvas que penden como farolillos de feria, en el paseo central, a los ricos “higos
isabeles” de las higueras de la huerta, de Toecuato, mi padre, o a las suculentas
ciruelas, de aquella parata cuajada de flores, de Fernando el jardinero del
Colegio.
Estas conversaciones iban más allá
de lo que puede ser un intercambio de palabras sin apenas aparentar pretensión
alguna. Sí que había pretensiones y sí que existía planteamientos de poder
hacer realidad aquellos pensamientos.
Me detengo para beber agua de la
acequia de S. Juan, -ésta que junto con la de Santa Ana y Real de la Alhambra vienen de la
presa de Jesús del Valle, para vivificar la naturaleza que aquí se encierra,-
aquella que pasaba dejando al descubierto su cuerpo, con su cara acuífera
impregnando el ambiente, con un lenguaje de sinfonía orquestal que proporciona
el suave deslizamiento al ir acariciando los guijarros que en el fondo del cauce
hay. Aquella acequia que también fue el gran océano donde nuestros barquitos
simulados en pequeños trozos de madera hacían sus batallas y correrías.
Mientras me veo reflejado en el
espejo del agua, extasiado, escucho el toque de la campana que invita a los
niños al recreo.
Sigo mi marcha por el camino aunque
ya no está, pero sí en mi pensamiento, aquel aforismo manjoniano, sobre la
pared encalada, que había debajo de la clase: EL QUE MÁS DA MÁS TIENE
(Matemáticas de Dios); la clase sigue, aquella donde aprendimos lo más
fundamental, para como hombres de bien caminar por la vida.
Aquella clase era toda una
enciclopedia cuyas páginas estaban continuamente abiertas.
Las paredes, a través de la
cantidad de gráficos, dibujos y mapas, eran el libro diario en la que los
alumnos continuamente nos documentábamos.
En el dintel de la parte superior
estaba representada toda la
Botánica y Zoología; la Geometría , entre líneas, superficies y volúmenes,
ocupaba también su lugar y no digamos de los mapas de España, Europa y Mundi.
No nos hacía falta esa cantidad
incongruente de libracos metidos en gigantescas mochilas que actualmente portan
nuestros hijos y nietos, en ese devenir de ir y volver del colegio, hasta
hacerse polvo la columna vertebral.
¿Acaso por muchos libros estos
mozalbetes saben, se instruyen y, sobre todo, se educan más y mejor que los de
aquella época?
El camino se estrecha, la brisa
gélida que viene de Jesús del Valle golpea mi rostro, unos murales protegen mi
flanco izquierdo, mientras allá abajo, debajo de las paratas que sirven de huertos
a los chavales, las aguas revueltas, agitadas y tempestuosas del río Darro
dejan su ronco clamor, como en un adiós que líricamente lo expresaría: “que
mansa pena me da, el Colegio siempre se queda y el agua siempre se va”.
Así, caminando lentamente y
saboreando en el recuerdo de mi infancia la cantidad de veces que por aquel
estrecho camino pasé, por las mañanas temprano, soportando los rigores del
invierno, dejo volar mi pensamiento.
Valparaíso
Es un buen ejercicio ese de ir recordando nuestra infancia, aunque aún no esté tan lejana. Preciosa entrada. Saludos.
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