domingo, 25 de agosto de 2013

GRANADA TIERRA SOÑADA POR MI. LOS CAHORROS DE MONACHIL



   El compositor Agustín Lara en una de sus actuaciones
           Cuando hablo, en mis referencias escritas, de los encantos y bellezas de mi ciudad, de esta Granada  a la que tan magníficamente compuso la letra de su himno el mejicano Agustín Lara que, sin conocerla, supo expresar con gran elegancia la hermosura y esplendor de una tierra soñada.

Granada, tierra soñada por mí

mi cantar se vuelve gitano cuando es para ti    

mi cantar hecho de fantasía

mi cantar flor de melancolía

que yo te vengo a dar.

 
Granada,

tierra ensangrentada

en tarde de toros.

Mujer que conserva el embrujo

de los ojos moros;

te sueño rebelde y gitana

cubierta de flores

y beso tu boca de grana

jugosa manzana

que me habla de amores.

Granada manola,

cantada en coplas preciosas

no tengo otra cosa que darte

que un ramo de rosas,

de rosas de suave fragancia

que le dieron marco a la Virgen Morena.

                    Granada,

tu tierra está llena

de lindas mujeres

de sangre y de sol.

   Alguno de mis lectores puede pensar que exista, por mi parte, cierta exageración o pasión a esta tierra donde tengo arraigadas mis pasiones y vivencias más profundas; es cierto que sienta vehemencia por mi tierra, por sus barrios donde hoyaron desde tiempo inmemorables pueblos que dejaron su señas de identidad con monumentos, utensilios de cerámica, nombres y vocablos que han engrosado el léxico español,  recetas culinarias,
 

sistemas hidráulicos de riego y canalización de aguas, nuevas plantas comestible traídas de otros mundos…., todo este acervo de cosas han hecho que millones de personas, de todos los lugares de la tierra, continuamente vengan a visitarnos y que sean los mejores portadores propagandísticos  de nuestros valores naturales, artísticos y humanos.
 
                                   Recetas culinarias
                                  El pueblo de Monachil
Hoy voy a describiros un rinconcito situado en unos de los pueblos que se encuentran a la falda de nuestra Sierra Nevada, que tomó un protagonismo especial cuando el deporte del esquí alcanzó unas metas insospechadas, a raíz de la modernización de la parte de Sierra Nevada donde se encuentra enclavado el pueblo de Monachil.


                Estación de esquí de Sierra Nevada. Al fondo el Pico Veleta.
                                 Centro de Alto Rendimiento

Magníficas pistas para la práctica de este deporte, grandes hoteles, Centro de Entrenamiento y Alto Rendimiento, donde vienen a prepararse deportistas de élite para las grandes competiciones olímpicas, han hecho de este municipio, sea conocido a nivel mundial.

Se da la paradoja de poseer una sierra donde aparecen las primeras nieves en noviembre y no se marchan hasta bien entrado el verano, siendo, curiosamente, la primera en abrir y la ultima en cerrar, bien entrado el mes de mayo.


Granada tiene la peculiaridad de poder esquiar bajo un sol radiante en Sierra Nevada y en menos de una hora poder estar bañándote en las plácidas aguas del mar Mediterráneo.


 
                            El tranvía de Monachil se cogía en la Fuente de las Batallas.
   Viene en estos momentos a mi memoria recuerdos de mis años de juventud cuando para ir a Monachil, para pasar una jornada de excursión en los Cahorros, cogíamos el tranvía que salía del centro de la ciudad, -al pie de la Fuente de las Batallas, que continuamente se ha ido moviendo de lugar, (“culillo de mal asiento”)- pasando por la Carrera de la Virgen, Huetor Vega y llegar al Puente del Barrio de Monachil. 

Mochila sobre las espaldas, con escasas viandas, pero cargada de ilusión para poder pasar una jornada compartiendo con los amigos la alegría que da el contacto con la Naturaleza, comenzamos con los primeros rayos del sol, después de haber dejado el tranvía camino de los pueblos de Cájar y la Zubia, a subir la cuesta que nos ha de llevar al barrio de Monachil.


Cuando coronamos la subida, el sol comenzaba a ahuyentar las sombras de la cuenca del río, donde aún había algunos girones esparcidos de niebla.


                                    La Vega granadina.                      
Volviendo la vista atrás, desde aquí se puede contemplar toda la belleza de nuestra Vega, lozana como ella sola, con la frescura que le han proporcionado las aguas de riego que, durante la noche, los campesinos le han suministrado. Magníficas lechugas, tomates, pimientos, coles, coliflores…, surtirán los mercados para delicia de los granadinos y visitantes.


Allá a lo lejos como si se hubiera convertido en un pequeño juguete infantil vemos la pincelada amarillenta que va dejando el tranvía que hace unos momentos nos dejó, en el Puente de Monachil, en su caminar hacia el pueblo de la Zubia,.


Huetor Vega parece que está al alcance de la mano, mientras que la ciudad de Granada se ve al fondo cubierta con un ligero celaje. Como telón de fondo, Sierra Elvira con sus “dos pimientos morrones”,-los dos picos más altos de Sierra Elvira- destacándose sobre el verde del llano.

 

Por momentos dejamos que nuestra retina se impregne de este primer desayuno paisajístico y continuamos descendiendo hacia el pueblo buscando el río.

                     Desde el Purche el camino que lleva a los Cahorros
 
        Cuando no había frigoríficos se traía en mulos la nieve de Sierra Nevada.
 A nuestra derecha un farallón enorme de cantos rodados, restos de antiguas glaciaciones. A la izquierda, sobre la otra orilla del río se vislumbra el Camino de los Neveros, que termina en el Purche y que arranca desde el restaurante las “Perdices”, en los “Rebites”; me parece ver a los arrieros (año 1940) con sus mulos cargados de agua sólida; venían desde Borreguiles con las cargas de nieve cubierta con paja, cuando aún no existían los frigoríficos, para llevarla a los restaurantes e incluso a particulares, en pleno verano.

                                  La rica miel
La carretera por donde caminamos es sinuosa, nos encontramos con algún puesto donde se vende la rica miel de abeja, fabricada con las plantas aromáticas que estos insectos han libado: romero, tomillo, espliego…
 
                       El puente de entrada al pueblo de Monachil
Entramos en el pueblo y a través de un puente, nos colocamos en la margen derecha del río. Una nube polvorienta nos ciega por momentos, una manada de ovejas con el tintineo de sus cencerros  nos impide seguir adelante mientras los perros guardianes las van induciendo por el camino.
 
 
La voz autoritaria del pastor, con un simple vocablo que sale de su boca, hace que la manada siga hacia adelante.

Como podemos nos abrimos paso, colocados a la cabeza nuestros pasos se aceleran para irlas dejando atrás y poder desprendernos del rastro oloroso, característico, que desprende.
 
 
Muy alto, un gavilán vuela, trazando amplios círculos sobre nuestras cabezas, brillando como una joya al sol de la mañana.
 
 
Dejamos detrás las últimas casas del pueblo, siguiendo el camino que, ahora, se bifurca hacia la izquierda una carretera ancha, pendiente, nos llevará hacia el Purche.

(En alguna ocasión, con mis amigos de senderismo Miguel Ortega y Pepe Escobar, bajamos por esta vereda haciendo el camino a la inversa, partiendo de Granada por el camino de los Neveros, pasando por la fuente de la Nogalera que, en alguna ocasión, debido a la sequía se encontraba totalmente seca, llegando al Purche y bajando por la carretera antedicha, hacia los Cahorros).

A la derecha una veredita estrecha nos lleva a los Cahorros.

Un haza labrada en barbecho, a la izquierda del camino, nos llama la atención por unos vivos reflejos nacarados en su suelo; provienen de unos grandes cristales de yeso fibroso, cuyo hallazgo nos llena de alegría.
 
 
 
Subiendo un día con mis nietos, María y Antonio procurando inyectarles en estas breves excursiones el amor al campo, a la Naturaleza hablándoles pausadamente de las sensaciones que en cualquier momento te puede producir, una mariposa que se posa en una flor, el sonido del vientecillo que mueve las hojas de cualquier árbol en el camino, el sufrimiento que produce el andar por pendientes y caminos dificultosos, pero al mismo tiempo la alegría cuando se logra alcanzar la cima, la trasparencia del agua cristalina de un arroyuelo, la elegancia y esbeltez de un tajo donde a veces se pierde la vista, el caminar rendidos al atardecer viendo la puesta del sol a través de las aguas de un pantano, el sonido de una manada de cabras que dejan a nuestro paso un reguero de polvo que nos cubre para fundirnos más y más con la propia tierra.
                                 Bar el Puntarrón
 Nos encontramos con un lagar doméstico donde siendo la época de la vendimia estaban prensando los racimos de uvas traídos de una viña próxima. Era el restaurante del Puntarrón, donde en alguna ocasión nos refrescamos con una cervecita después de volver de alguna excursión por aquellos lares.
 

                                                                        El rico mosto
Por la curiosidad de presenciar la faena que estaban realizando nos acercamos y pronto nos dieron a beber el rico mosto que en aquellos momentos, límpido y claro salía victorioso después de desprenderse de la cárcel donde se había encontrado aprisionado.
 
                                  Laguna de las Yeguas (1890)
Ya estamos cerca del rio Monachil, que nace a más de 2500 metros de altitud, en los borreguiles de la laguna de las Yeguas, y es uno de los afluentes del río Genil, que a la vez lo será en su caminar del Guadalquivir que llegará ufano y triunfante a lavar el cuerpo gentil de Sevilla.
 
                                            Tajo del Palo
 
A nuestra derecha, al otro lado de la corriente, se levanta enorme el Tajo del Palo, puerta de los Cahorros.
 
 
 
El término “cahorros” o “canjorros”, es un andalucismo que proviene quizás del vocablo “zanjorro” como zanja grande. Una enorme zanja o profundo y estrecho cañón, en cuyo fondo discurre el río, es lo que podemos admirar cuando llegamos al cauce por donde corren las aguas entre unos enormes peñascos que originan pequeñas cascadas y pozas de aguas cristalinas y muy frías.

Tenía la edad de unos diez años cuando junto a un grupo de chicos del barrio del Albayzín que asistíamos a la catequesis de la parroquia de S. Pedro, acompañados por los catequistas, hicimos una excursión a este lugar, en pleno mes de agosto, año 1947.

 Se había comentado, el día anterior, que el agua del río tenía una temperatura tan baja que se habían hecho apuestas para ver quién era capaz, cuando estuviéramos allí, de bañarse.
 
 
La incertidumbre e inquietud crecía por momentos y todos estábamos deseosos de llegar para comprobar la realidad de lo que se nos había dicho.

Era cierto y real lo que se nos había pronosticado pero también fue evidente que todos los que componíamos el grupo, sin excepción, nos dejamos acariciar por aquellas frías y cristalinas aguas, unos por sentir realmente la sensación del manantial recién parido del deshielo de Sierra Nevada y otros, la mayor parte, por no perder la apuesta.
 
 Después el sol, a escondidas, despeñándose por los enormes tajos, penetrando a hurtadillas se encargaría de reponer los ateridos y temblorosos cuerpos.                                                                                                                                                                 
 
                                                           Mis nietos Antonio y María dejan paso a unos ciclistas antes de llegar al puente colgante.
 
El imponente barranco, horadado por el agua durante millones de años, nos sobrecoge el ánimo, dándonos la verdadera magnitud de nuestra pequeñez en el tiempo y en el espacio.
 
 
 
Una cascada de regular altura, nos corta el paso. Para salvar el obstáculo tenemos que pasar por un puente colgante, formado por cables de acero y unas tablas trasversales que forman el suelo; bueno, es un decir, porque de cada tres tablas, una está rota. Paso con bastante miedo, poniendo los pies en los cables, pues las maderas amenazan romperse con solo mirarlas. Aparte de los cables de acero donde se apoyan las deterioradas tablas hay otros dos a la altura de la cintura que sirven de apoyo para las manos.
 
                    Mis nietos, María y Antonio en el puente colgante
 
El puente se balancea para dar aún más “facilidades”. Alguno del grupo padece de vértigo y por momentos se resiste a pasar; con la inyección de ánimo y aliento que le imprimen los restantes compañeros se decide a emprender la gran odisea del paso del arriesgado equilibrismo.
 
 
                                                  
Mis ojos tenían clavados la mirada en el final donde ya se encontraban victoriosos algunos, que constantemente jaleaban a los temblorosos pasantes. Entre los espacios libres del puente mi mirada contemplaba la profundidad de la cascada, la pequeñez del río, que allá abajo discurría entre la estrechez del tajo y que como una especie de imán, por lo menos en esos momentos a mí me lo parecía, esperaba acoger alguno de los que se habían atrevido a tal hazaña.

Suenan los aplausos cuando uno a uno se va dando término final al paso del dichoso puentecito.

Hace unos años he vuelto a pasar junto a mis dos compañeros senderistas, la incertidumbre me albergaba pensando en qué situación se podría encontrar el puente, para mi satisfacción ha sido renovado y  está en perfectas tas condiciones.

Esto me animó a llevar a mis nietos Antonio y María a tal aventura. (Año 1999)
 
 
La vereda que conduce a este abrupto pero encantador lugar que en aquellos pasados años era sumamente peligrosa, estaba totalmente desprotegida, en la actualidad para mayor seguridad se encuentra reguardada por una baranda de madera que cumple una doble misión, dar confianza y embellecer al mismo tiempo el paisaje.
 
Una vez pasada la pasarela nos encontramos con un desfiladero de apenas cinco o seis metros de ancho de paredes altísimas, prácticamente de paredes verticales y lisas. Me vienen a la memoria en estos momentos aquellos paisajes del agreste Oeste americano.
 
     Antonio y María por el desfiladero de los Cahorros.
 
Seguimos río arriba, mientras que la pared de la izquierda se hace un poco menos abrupta, y parece que se une a la pared de la derecha, cerrándonos el paso al frente, da la impresión que el río ha desaparecido.
 
     El abuelo Pepe, con sus dos nietos Antonio y María.
                            en la cueva de Las Palomas.
 
El cauce hace un giro de noventa grados y el río sale por debajo de un caos de enormes rocas del tamaño de grandes casas, que forman una especie de cueva: la “Cueva de las Palomas”.
 
 
Granada ciudad donde de vez en cuando la tierra suele temblar, allá por el año 1884, se vio sometida a terremotos que dieron lugar a desprendimientos de enormes trozos de roca, provenientes de las paredes del cañón, cayeron, sin llegar al fondo, originando esta especie de cueva cuyo techo lo forman estos enormes bloques rocosos. Algo asombroso por sus dimensiones, como si se tratara de una grandiosa catedral.
 
El pasadizo que delimita al río es tan sumamente estrecho que solamente permite el paso de los visitantes uno detrás de otro, teniendo cuidado de llevar la mochila, si es que se lleva, en la mano, pues al tenerla colgada en la espalda puede dar origen a que pueda chocar con cualquier saliente de la roca, pierdas el equilibrio y te precipites al cauce del río.
 
 
Otra solución es pasar, cuando la roca te dificulta el paso, cogido a ella mirándola cara a cara, como el que siente el ímpetu de decirle a la roca, te voy a dominar, mientras el macuto se recrea mirando al río.
 
 
En determinados momentos el paso se pone tan dificultoso, parece que lo construyeron de tal manera para hacer más emocionante el recorrido, que tienes que ir lanzando tu equipaje por delante y pasar arrastrándote por debajo de la roca que te ha cortado el paso.
 
                    Antonio y María en la Cueva de las Palomas
 
Un poco más lejos, respirando profundamente por haber logrado la hazaña de pasar, río arriba, el valle se abre dejando atrás el desfiladero de los Cahorros, con sus paredes cortadas a pico, formadas, quizás, por la erosión de un antiguo glacial.
 
 
 
Seguimos un poco más adelante, pero el tiempo se nos ha echado encima y un apetito feroz, a consecuencia de la caminata nos acosa; paramos para repostar fuerzas y devoramos con avidez la rica tortilla que nos había preparado nuestra madre, sin embargo bien alimentado por las experiencias vividas, enriquecido por tantas emotivas escenas.

Después de este descanso decidimos emprender el camino deshaciendo lo ya andado. Pasamos de nuevo por la “Cueva de las Palomas”, el desfiladero y el puente colgante….
 
 
 
 
 
Con nuestros ojos llenos de asombro por el paisaje que hemos contemplado a tan poca distancia de Granada, cansados, pero contentos, y victoriosos por la hazaña realizada, después de cruzar el pueblo de Monachil, allí abajo nos esperaba el amarillo tranvía de la Zubia que de nuevo nos traería a la ciudad.
 
 
Desde la ventanilla del tranvía, teniendo como fondo la musicalidad, del chirriar, de las ruedas sobre los railes, vamos contemplando como el sol comienza a ponerse por Sierra Elvira mientras el cielo se tiñe de rojo aterciopelado.
 
 
Nuestro cuerpo girando y volviendo la vista hacia atrás intenta recopilar toda la belleza percibida durante el día echando un cerrojazo para que quede guardada para siempre, hasta este momento, en que mis dedos tecleando el ordenar, hacen revivir los sucesos agradables del pasado, cómo carcelero abre la puerta del baúl de los recuerdos y la deja en libertad.

                                          José Medina Villalba.