lunes, 31 de diciembre de 2012

ESCULTURA. EL DANTE ALIGHIERI.

 El Dante Alighieri, fue un poeta italiano. Su obra maestra, La Divina Comedia, es una de las obras fundamentales de la transición del pensamiento medieval al renacentista.


          Hace aproximadamente un mes que abrí mi blog, poco a poco, iré dando a conocer mis esculturas, relieves, pinturas, cerámicas…, e incluso el proceso seguido en algunas de ellas.

 
A toda obra realizada se le tiene un cariño especial, por el desarrollo seguido en su realización y la satisfacción de verla terminada.
 
 La escultura de este archivo, El Dante Alighieri, realizada en el año 1993, está efectuada utilizando como materiales, alambre, arcilla, escayola, poliéster y polvo metálico.


Los pasos seguidos en el proceso fueron los siguientes:
Primero. Construcción de una armadura metálica, siguiendo la línea del modelo a reproducir. Este tipo de estructura es sumamente necesaria ya que tiene que soportar el peso de la arcilla que hay que modelar.
 
 
Segundo. Colocación paulatina del barro, que bien modelado dará como resultado el objetivo conseguido.

 

Tercero. Obtenida la obra es necesario pasarla a la nueva materia para lo cual hay que realizar un molde. (Molde perdido).
 


Cuarto. Colocación de los separadores para la obtención de las piezas del molde.

Quinto. Preparación de la escayola que ha de cubrir la figura.
 
Sexto. Echar la escayola sobre la escultura modelada hasta obtener un grueso de varios centímetros. (Ver foto).

 

Séptimo. Separadas las piezas de escayola de la escultura, bien limpias, y engrasadas, se les echa la materia con la que se quiere positivar; en este caso poliéster con polvo metálico. Se unen los cuatro moldes (dos laterales, uno frontal y otro posterior) rellenos de material.
 

Octavo. Formón y martillo en mano se va quitando la escayola hasta dejar al descubierto la obra, a la que habrá que restaurarle aquellos desperfectos que se hubieran originado.

Complicaciones. La reacción química que se origina al mezclar el poliéster con el catalizador, para que solidifique, origina unos gases tóxicos que me produjeron una grave intoxicación.
 
Los últimos rayos del atardecer en el Carmen acarician al Dante.

 
El Dante sobre su podio, arropado por relieves de ninfas
embellecen el lugar.

 

 


 

sábado, 29 de diciembre de 2012

EL ALBAYZÍN EN MIS PINTURAS.

 
 ALBAYZÍN
Mi barrio, mi sueño, mi fantasía, mi quimera, mi alucinación, mi inspiración, mi cuna, donde desarrollé mi trabajo, el que pateé en mi infancia, jugando con mis amigos, cuando las plazoletas eran el lugar de divertimento de nuestros juegos, el que recorrí diariamente por todas sus callejas, yendo de casa en casa, de corrala en corrala, de carmen en carmen, desgastando las ruedas de la vespa, por el empedrado de sus callejuelas, maletín en mano, confortando las dolencias y achaques de los albaicineros, con el noble oficio de Ayudante Técnico Sanitario; el que tengo profundamente incrustado en lo más íntimo de mi ser.
Albayzín o Albaicín, da lo mismo, aunque a mí particularmente me gusta más escribir Albayzín, rezuma más antigüedad, ya que me trae recuerdos lejanos, de familiaridad entre los vecinos, de silencios nocturnos, de toques del sereno, con zuncho y farol en mano, dando las doce de la noche, cuando enmudecían los angostillos callejones; solamente se rasgaba el mutismo  nocturno cuando un grillo interpretaba su sinfonía en las grietas de la tapia encalada, o la Campana de la Vela daba sus órdenes a los campesinos de la Vega que ansiosos obedecían calmando la sed de las ricas hortalizas.
Hasta el ser menos sensible se siente arrastrado ante tanta belleza como la que rezuma mi barrio. El poeta desliza la pluma sobre el papel dejando plasmado el verso que siente al contemplar el esplendor que se derrama por cada rincón. La luz tiene una especial forma de dar belleza a todo lo que toca y los colores adquieren una intensidad tal que convierten el barrio en un escaparate digno de admirar.
En mis lienzos voy dejando plasmada la luz y el color de mi Albayzín, en esta Granada de luz, color y literatura.
¡Ay, Granada, Granada!
En cada letra tuya
Me cabe una nostalgia.



 
(Óleo sobre lienzo)

Bajo la Alhambra,
seguirillas de espumas
lloran sus aguas;
y le acompañan
con sus frescos maitines
las Bernardas y Zafras.
(Óleo sobre lienzo)
Atardecer en el Darro.
(Óleo sobre lienzo)

Cuesta del Chapiz arriba
yo y mis pies , alegremente,
colegiales de la prisa,
alumnos de los cohetes.

(Óleo sobre lienzo)

Cuesta del Chapiz abajo
una niña fría y leve,
blanca y fría como una
colegiala de nieve.

(Óleo sobre lienzo)

BALCÓN DE LOS PINTORES
Encontrar este rincón
es jugar al escondite,
pero cuando lo encuentras
en alegría se convierten
tus temores.

(Óleo sobre lienzo)

PLACETA DE LA VICTORIA
Pequeña y recoleta
placeta de "Mínimos Franciscanos",
con tus viejos tejados
y la Alhambra al fondo.

(Óleo sobre lienzo)

PUENTE DE LAS CHIRIMIAS
Y por el Albayzín
en vano estoy buscando
el niño que perdí.
 
 

   

 
 
 
 
 
 
 
 




domingo, 23 de diciembre de 2012

LA MATERNIDAD EN LA ESCULTURA

Tenemos los humanos la gran suerte de vivir en un mundo lleno de belleza, a pesar de los males y dificultades que, por supuesto, también nos embargan en el caminar diario de nuestras vidas.

Visión frontal. (Piedra artificial)
 
Cuando el alma se serena, cuando dejamos dormir y a ser posible desterrar los avatares, sinsabores, problemas y dificultades que en el azaroso y pedregoso caminar nos encontramos cotidianamente, podemos y debemos recrearnos en la belleza externa que nos rodea. 

       Contemplar un atardecer a la orilla del mar, ver más tarde la luna rielando sobre las aguas serenas, dejando una estela brillante de plata; escuchar el canto de un jilguero caminando parsimoniosamente por el camino del Avellano, oyendo al mismo tiempo el murmullo orquestal de las aguas del río Darro; contemplar desde el Sacromonte el fulgor enrojecido de la sultana Alhambra cuando se cubre todas las noches con ese manto que le proporciona la energía eléctrica; el arrumaco amoroso de una madre que estrecha entre sus brazos al ser querido de sus entrañas, y tantas y tantas magnificencias que nos ofrece la Naturaleza.
No solamente se sienten estos sentimientos en lo más profundo de nuestro ser, sino que, a veces, al no  poderse contener en los rincones internos de nuestras afectividades, irrumpen en una explosión, en determinados momentos, saliendo al exterior plasmándolos, unas veces en unas cuartillas, otras en un poema, una narración en prosa, novelesca…
Otras veces llevamos la realidad latente a un lienzo impregnándolo de colores y de luz hasta saciar nuestra sed inagotable de belleza.
Pero no queremos solamente quedarnos ahí, en la belleza plasmada sobre una tabla o una tela, por medio de unos pigmentos depositados en el lugar exacto por unos pinceles, sino llegar más lejos, que nuestra imaginación artística plasme la beldad, en algo tan tangible que lo podamos coger con nuestras propias manos, que podamos sentir ese encanto al deslizar la piel de nuestros dedos sobre la superficie de la obra creada.
La escultura trata de ocupar el espacio tridimensional, crear formas y armonizar volúmenes en el espacio. La obra se realiza en materia sólida y se puede hacer exenta, cuando se produce en su totalidad y se puede observar desde cualquier lugar.
Existe el bajorrelieve, cuando sobresale de una superficie en la mitad de su volumen, sin que pueda ser vista desde cualquier punto y el alto relieve, cuando sobresale del plano en más de la mitad de su volumen.
Hoy quiero exponer, en esta nueva página de mi blog, algunas de mis obras escultóricas.
Desde que se comienza a amasar la arcilla, tal como hacía el panadero, en tiempos pasados, cuando todo se hacía a mano, hasta que se empieza a modelar el objeto que se quiere hacer realidad, se va sintiendo la emoción de ver poco a poco, momento por momento, como aquello va tomando forma hasta convertirse en una realidad. Puedo decir, por mi propia experiencia, la emoción y satisfacción al ver la obra creada.

 ESCULTURAS RELACIONADAS CON LA MATERNIDAD
 
Visión lateral. (Piedra artificial)

Visión posterior. (Piedra artificial)


Arrumacos de madre. Ejercicio de vaciado. Escayola sobre escayola.

Ternura de madre. Ejercicio de vaciado. Escayola sobre escayola.


Cariño materno-filiar. (Terracota)

Primer plano. (Terracota)

Campesina criando. (Terracota)

Primer plano. (Terracota)

Vista de pájaro. (Terracota)
 

   

viernes, 21 de diciembre de 2012

SOÑAR EN LA VIEJA CIUDAD DE GRANADA.

 
 
Corrían los años cuarenta del siglo pasado, era uno de esos días primaverales cuando las yemas de los árboles entran en explosión, para dar la bienvenida a la primavera e ir cubriendo la desnudez de los árboles en un ropaje multicolor. La vegetación del bosque de la Alhambra, que cubre la ladera norte del palacio nazarí y mira con ojos de enamorado al Albaicín, se había cubierto totalmente de un ropaje que, al mismo tiempo que embellecía el panorama, perfumaba el ambiente.

Aquel día, muy temprano, quise seguir el paseo por la Carrera del Darro y continuar soñando con aquel viejete que montado en su burra dejaba atrás el Paseo de los Tristes, aquel Paseo que jamás pensó se llamaría del Padre Manjón. Sí, aquel catedrático de nuestra Universidad que lo dio todo por Granada y que tuvo la valentía de entregar su vida por redimir a los más necesitados dándoles vestido, alimento, enseñanza y sobre todo educación. Sí, aquel que con su labor pedagógica, conocida hoy mundialmente, consiguió que el analfabetismo de nuestra ciudad disminuyera y que las cárceles cerraran, en gran medida, sus puertas, al aumentar la cultura del pueblo.

Me envuelve la orquesta musical de la naturaleza: murmullo de aguas que corren por el río, aguas producto de una nieve derretida  en Sierra Nevada, convertida en llanto por abandonar la cuna que la ha tenido retenida durante todo el invierno; baja a raudales y se transforma en la alegría de la huerta;  musicalidad de colorines, camachos, jergones, y de una lechuza que da, como directora de orquesta, sus últimos sonidos de un cú-cú salido de ultratumba. Es temprano, no hay vehículos de ninguna clase que puedan perturbar el silencio de una madrugada que se ha escapado, allá por el poniente entre lechugas, coliflores, berenjenas…, por las huertas de la Vega granadina; suenan los últimos toques, al alba, de esa campana de la Vela,  que da por terminada la regulación de los riegos de los campesinos que, durante toda la velada, han estado ejerciendo su labor de verdaderos agricultores, para podernos ofrecer lo mejor de  los productos que emanan de esta tierra bendita, nuestra Vega, la Vega de Granada.

En mi subconsciente suena aquella famosa estrofa escuchada, tantas veces, en los cantares: Quiero vivir en Granada solamente por oír los sones de la Vela cuando me voy a dormir.

Cohetes al aire, voces de una multitud que, sobre la ladera del río, vitorea a unas cuantas jovencitas, las cuales intentan pasar de una parte a otra del río posando sus pies en una serie de piedras puntiagudas, e impregnadas de jabón y sebo, para dar lugar a un que otro chapuzón, produciendo el delirio de los asistentes; son las tradicionales “pasaeras”.
A mojarse las mozuelas gentiles, los zapatitos nuevos, y las bordadas fimbrias de los limpios vestidos en una espuma de la corriente mansa, mientras que la atolondrada muchedumbre, del masculino sexo, se entretiene en cazar “monas”, jumeras increíbles, por los alrededores pintorescos. Los mozos esperaban el momento tomando anís y buñuelos, aquellos que se servían engarzados en un junco.

 
Al mediodía, los niños esperábamos a las cocineras que venían del Sacromonte con sus cacharros y peroles para guisarnos un rico arroz con carne que, en aquellos tiempos, nos sabía a poco; lo servían después las mozas del barrio ataviadas con mantones de manila y peineta, al mismo tiempo que se repartía el agua del Carmen de la Fuente, transportada por borricos enjaezad. Por la tarde, las cucañas: subir por el poste resbaladizo para conquistar el trofeo colocado en lo alto, romper el botijo, con los ojos vendados, para mojarnos si era agua lo que contenía, o coger los caramelos de aquel que los tenía, no solamente se los llevaba el que lo rompía sino todos los niños que nos encontrábamos alrededor y que acudíamos rápidamente; las carreras de sacos, las de bicicletas para coger la cinta, que había colocado la chica a la que pretendíamos, y una vez conseguida llevársela como un gran trofeo a la bella moza.

Tirar en la caseta con las escopeticas de plomo, subirnos en los caballicos arrastrados por aquellos niños a los que el dueño les permitía empujar; la noria a la que el mismo dueño, haciendo uso de sus fuerzas, le hacía girar acompañado por la música de un disco rayado, girando en una gramola, coplas y pasodobles, que salían por un altavoz, chirriando de tanto desgaste a que se encontraba sometido; las barquillas, que con nuestras propias fuerzas teníamos que empujar para subir, lo más alto posible, en competiciones para ver quien se elevaba más; las había, para los más atrevidos, que podían dar la vuelta de campana, eso sí, con los pies bien atados.
Las cadenas eran el delirio, una vez en funcionamiento y cuando, en sus giros, conseguían desplazarse como “volaeras”, lanzadas al viento, nuestra obsesión y mayor ilusión era el poder darle una patada, en el trasero, al que nos precedía y poderlo elevar lo más alto posible.

Llegada la noche, la verbena en los jardines del Hotel Reuma, acompañada por la orquesta del vocalista Paquito Rodríguez, que daba sus primeros pasos en estas lides.

El castillo de fuegos artificiales, con sus ruedas encendidas girando y salpicando luces blanquecinas que reflejaban sus destellos en las aguas del río; cohetes lanzados al aire que explosionaban en lo más alto derramándose en diminutas luciérnagas multicolores que mágicamente se esfumaban en su caminar hacia la tierra; la heroicidad del pirotécnico, “el cohetero”, que desplazándose de un lugar hacia otro prendía la nueva mecha a otro artilugio desafiando las chispas de la última rueda prendida; el momento solemne, tan esperado por la multitud, de diversas ruedas que girando al mismo tiempo dejan caer una especie de telón donde aparece la Eucaristía. Se aproxima la terminación, desde la otra parte del río los espectadores, entre una humareda, observan que ya todo se ha quemado, todavía alguna rueda gira, pero es eminente el final, hay que taparse los oídos y abrir la boca, estalla el “gordo”, la feria del barrio ha terminado.  

Sigue la vida normal, al día siguiente, Carmen, “la churrera”, con su enorme sartén reposando en el gran hornillón de carbón, manguera en mano apoyada sobre el hombro va construyendo las ruedas de churros que despacha a los que al puesto se van acercando.

Los niños y las niñas seguimos con nuestros juegos, patadas a la pelota de trapo, al salto de la muerte, a “chichirivoy a los pies de tu cabeza voy”, terminando con un: churro, pico o tecna; a las cajilllas, a la lima, a la rayuela, al hoyo y las bolas, al salto de la comba, a la balde, a los cromos , al trompo, a los nicles: “nicle, nacle y chocolate”, a galope, a la rueda, acompañada de canciones, muchas de ellas, con letra de nuestro Federico, a las esquinitas: “hay lumbre, se preguntaba, respuesta: en casa costumbre, mientras se cambiaba de un lugar a otro; a policía y ladrones, al escondite…, y un largo etcétera que  nos hacía felices, sin ningún gasto económico. Aquellos juegos nos aunaban, acrecentaban el compañerismo, y nos hicieron pasar unos ratos inolvidables.

Llegada las noche, sobre todo en los meses de verano, cuando se había sosegado un poco el calor, que durante todo el día había fustigado y agobiado a los vecinos, había costumbre de reunirse en corrillos a las puertas de las viviendas y cada uno, portando su silla de anea, charlar y charlar hasta altas horas de la madrugada, hasta que comenzaba a refrescar y el sueño llamaba a los ojos.

En estas reuniones la vecindad, familiaridad y amistad, se acrecentaban, se suavizaban rencillas y se comentaban, como si fuese el periódico del día, las noticias ocurridas. Se contaban historietas e incluso alguna persona mayor relataba algún hecho curioso ocurrido en épocas pasadas.

Carmen, la vecina del número 16 de la Calle Horno de Oro, “la Casa de las Fieras”, así llamada por las peleas y discusiones que en esta casa de vecinos se originaban con frecuencia, unas veces por las intrigas entre los chicos, otras por disputarse las pilas de lavar que ocupaban un lugar en el patio, otras porque a la vecina que le tocaba limpiar el wáter, (retrete colectivo), no había hecho los deberes, y otros sucesos nimios; aquella Carmen, tenía una habilidad especial para narrar  acontecimientos del pasado.

Los niños, de vez en cuando, la animábamos para que nos contara alguna de estas historietas, sobre todo, las relacionadas con el barrio del Paseo de los Tristes.

Pronto, como si tocaran a arrebato, nos sentábamos alrededor de la silla de Carmen y ésta, muy en ello y sintiéndose protagonista, comenzaba su narración gesticulando y convirtiéndose en el personaje central de lo que contaba.

 
El rey Muley Hacen, vivía en la Alhambra, se había enamorado de la cautiva Isabel de Solís, bellísima y joven cristiana, se casó con ella que adoptó  el nombre de Zoraya. El rey, entregado a los dulces encantos amorosos de su segunda esposa, olvidando y odiando a su primera mujer, la terrible Aixa, olvidaba también a su hijo Boabdil, que era el encanto de su madre y el arma de que ésta se valía para hacer guerra a su esposo, sólo por el placer de derrotar en su cariño a la renegada que ocupaba el corazón de Muley Hacen.

Zoraya, no pasaba día en que excitara las iras del padre contra el hijo, acusando a éste de querer atentar contra su vida. Boabdil, vivía en el mismo palacio, sin conocer todo el odio que se estaba sembrando en el corazón de su padre; cuando se enteró de los planes de Zoraya, y antes de ser víctima de las ambiciones de la segunda esposa de su padre, decidió escapar del palacio ayudado por su madre que, con el carácter de hierro que la distinguía, supo con cautelosa calma no excitar sospecha alguna y cierta noche, cuando más descuidados se encontraban en el alcázar, con sus tocas, las ropas de las camas y demás cortinajes del torreón en que se encontraban enclaustrados, descolgó a su hijo querido por un ajimez, y de este modo logró escapar, burlando la vigilancia de los centinelas, huyendo por la cuesta que desde entonces tomó su nombre, refugiándose en el palacio de Darla Horra, propiedad de su madre.

Aixa entretanto, aguardó impasible las iras de su esposo. Éste, cuando supo la huida de Boabdil, comprendió la gravedad de lo ocurrido, sobre todo cuando desde el ajimez vio las ropas que habían facilitado su huida. Atribuyó a Aixa lo ocurrido y quiso darle muerte, pero hubo quien la defendiera; acudió la guardia del rey, y en esta confusión Aixa pudo huir, reuniéndose aquella misma noche en su casa del Albaicín.
Poco tiempo después estallaba, por calles y plazas, la guerra civil y pronto la victoria coronaba como nuevo rey de Granada a Boabdil.
Aixa y su hijo entraban gozosos en la Alhambra.
Desde entonces la cuesta por donde escapó Boabdil al ser descolgado por su madre, es conocida con el tradicional nombre de Cuesta del Rey Chico.
Otra noche, de aquellas otras muchas, nos descubrió el por qué se dice cuando llueve desaforadamente,  el dicho: llueve más que cuando enterraron a Zafra.
La calle de Zafra, próxima a la iglesia de S. Pedro, recibe el nombre porque allí vivió el secretario de los Reyes Católicos.

Uno de los herederos del señor de Zafra, D. César de Zafra, vivía en esta casa solariega; de carácter adusto el caballero, contrastaba notablemente con el continente sencillo de su hijo Alfonso, que sin reparar en las precauciones de la época, alternaba con todas las clases sociales, y en cuestión de amores no reparaba nunca en la condición baja o elevada, de la mujer que sabía despertar sus apasionadas simpatías.

Contiguo a la casa del señor de Zafra vivía una gitana que poseía un huertecito que se regaba con el agua sobrante, del noble señor, por un módico precio. 

 
Azucena, la hija de la gitana, poseía una belleza singular. Desde los balcones de su casa pudo el joven atolondrado admirar la hermosura de la gitanilla Azucena, de quién había oído hacer elogios a sus camaradas de diversiones.

D. Alfonso preso en las redes de aquella muchacha, que con sus artes le hizo en poco tiempo su esclavo, separándolo de la alta sociedad que siempre había frecuentado.

Enterado D. César de esta relación, encarceló al hijo en una torre de la Alhambra y quitó el agua que servía al huertecito de la vecina.

La gitana demandó lo que creía corresponderle, pero la negativa fue lo único que consiguió. Vengándose de la altivez de aquel señor le maldijo con extentóreo acento, deseándole tanta abundancia de agua, que muriese sumergido en ella.

Muerto el señor de Zafra se colocó en el salón bajo de la casa, para que a través de la reja todos pudieran ver el cadáver. 
El día, que estaba sereno y despejado, se volvió triste y nubarrones aterradores hicieron presentir una gran tormenta. Ésta se dejó sentir en las últimas horas de la tarde. El Darro se desbordó y fue tal la cantidad de agua que la sala mortuoria se inundó arrastrando el ataúd en que reposaban los restos de D. César de Zafra, que flotando a merced de las olas, no pudo saberse a donde sería conducido, y que por esta circunstancia se vio privado de cristiana sepultura.

La maldición de la gitana se vio cumplida. D. Alfonso, libre de la autoridad de su padre casó con Azucena. Fue tan renombrada la espantosa tormenta que tuvo lugar el día del fallecimiento de aquel caballero y llovió con tanta abundancia en aquel día, que por tradición se ha conservado en Granada el siguiente adagio: Llueve más que cuando enterraron a Zafra.

Siempre es bonito soñar en Granada y en aquella Granada del pasado, que jamás volverá, pero que sigue latente, sobre todo, en los que tuvimos la gran suerte de vivirla.

(Relato premiado por el Excelentísimo Ayuntamiento de Granada en el Octavo Concurso de Relato Corto)

                                              José Medina Villalba.


miércoles, 19 de diciembre de 2012

POR LOS ACURRUCADOS RINCONES DEL AVE MARÍA.


(Comentario de Carlos López Delgado, (catedrático de Latín) a la obra titulada “Escuelas del Ave María de Granada. 118 años de Historia. Colonia de Valparaiso. (1889-2007).
Mi buen amigo Carlos López, pienso, que hoy me contemplará desde el Cielo,  se sentirá satisfecho de mi blog y del comentario que hace al presentar la obra: “Escuelas del Ave María…”.
           
 Hablar del Albayzín granadino, de los cármenes granadinos que rozan las orillas del río Darro es algo que se presta a un estallido literario difícil de controlar. Es fácil imaginar la primavera del Valparaiso sacromontano, es romántico pisar los alrededores de la fuente del Avellano. Desde esa misma fuente se puede contemplar cuánta belleza destila la colina de enfrente.

 
El viejo Sacromonte se engalana de flores y de ruidos y de canciones infantiles. El alma se sobrecoge con sólo contemplar el espectáculo de mil niños cantando “Ave María”.

El libro, querido lector, que tienes en tus manos no es, sin embargo, producto de literatura sino de prolongada reflexión. No es su autor un advenedizo a las Escuelas del Ave María sino todo lo contrario. Pepe Medina ha escrito simplemente lo que ha vivido, porque entre esas cuatro paredes – debería haber dicho “cuatro paraísos”- que ponen límites a la obra de Andrés Manjón, vio la luz, nació para el Ave María. Y allí, entre plegarias, ha pasado su vida… ¿Quién mejor que él para historiar cuanto ha ocurrido en el jardín albaicinero? Allí vivieron sus padres, allí vivió él, allí ejerció su profesión (su vocación) de maestro, y allí sigue dejando su vida.

Y para que los demás sepamos cuánto ha vivido la obra de Manjón en Granada, ha escrito esta historia breve de 118 años, que no sólo es la historia de las Escuelas del Ave María (sobre todo, de las Escuelas de la Casa Madre) sino que, de alguna manera y permítaseme el atrevimiento, es la historia de Granada y de muchos granadinos que aparecen en estas páginas.

Y ahora, cuando tantas obras aparecen con el prurito de ecuanimidad y rigor y equilibrio, esta obra se presenta con el sambenito –gracias a Dios- de apasionada, cariñosa, evocadora y con los ojos puestos en el futuro; es la historia de una joven institución de más de cien años, y es la historia de un hombre que la ha vivido. Por esta obra desfilan mártires, santos, hombres luchadores, fracasos, conquistas, amor y lucha, milagros del día. Y aunque algunos soñamos con ver a D. Andrés Manjón elevado a los altares, no nos importa esperar a que las autoridades eclesiásticas tengan a bien hacerlo. Nosotros no necesitamos milagros: estamos viendo día a día, hora a hora, el milagro del Ave María, ese milagro al que nos lleva de la mano de Pepe Medina.

 
Es una obra escrita sin pretensiones literarias –ya lo he dicho antes- pero de cuando en cuando a Pepe Medina se le desata el “daimón” artístico que tiene dentro y quiere transformar en murmullos poéticos los vientos que recorren la Casa Madre; y hacer lágrimas cada mañana de primavera de las gotas que el rocío ha dejado en los árboles del jardín de Valparaiso. A duras penas logra recoger los caballos de la cuadriga de sus sentimientos y luego, con el estremecimiento en el cuerpo, es capaz de contarnos cómo se acaricia a un niño y cómo se le enseña “doctrina cristiana” (por seguir usando la terminología de Manjón).

Yo un ignorante del tema pero un entusiasta de la obra de Manjón he ayudado “pro virile parte” (en la medida de mis fuerzas) a que la obra de Pepe Medina vea la Luz del día; yo que sé cuánto cuesta dar a luz un libro tan interesante como el que ahora tenemos en nuestras manos y en nuestra consideración. Ahora, en que se publican muchos libros anodinos y sin gracia; ahora en que parece habernos invadido esa peste anglosajona que proclama “publicar o morir”, ahora, que todo el mundo necesita publicar engendros de ciencia  para así alcanzar no sé cuántos puntos para méritos en la carrera, ahora es un placer, precisamente ahora, tener en las manos un libro tranquilo, que habla de esfuerzo, de dedicación, de niños, de milagros con los que se cura el alma.

 
No es este un libro para leérselo de un tirón; hay que saborearlo a tragos pequeños, tenerlo en la mente  en dosis pequeñas y pensar qué habría sido de aquellos niños del Sacromonte  si aquel día de Dios no hubiera pasado por su lado un pobre cura de Sargentes.

 
Contemplando hoy ese mundo con ojos del S. XXI, no nos cansamos de dar gracias a Dios al ver que, con el milagro de D. Andrés, aquellos niños harapientos, hambrientos, sucios y helados de frío son hoy unas criaturas limpias, saciadas y vestidas, que ponen sus ojos inocentes en la cara de su maestro como Pepe Medina, que ha dado la luz de su alma para aliviar a tantas criaturas.
 

Yo que ahora ando perdido por los bosques de la filología, he disfrutado de nostalgia y de recuerdos al leer esta obra porque, sin levantar la voz, yo también me reconozco avemariano, aunque en lo tocante a esta cuestión no soy digno de desatarle a Pepe Medina la correa de su sandalia

 Esta es una obra repleta de documentación. Pero está más repleta de cariño y, desde luego, nadie me negará que está escrita con el corazón y que, para esa pluma, no se necesita tintero.

 


Desde aquí saludo con afecto a mi amigo Pepe que, de alguna manera, me ha hecho el honor de invitarme al nacimiento de su libro.