domingo, 9 de diciembre de 2012

AÑORANZAS DEL PASADO Y VIVENCIAS DEL PRESENTE. LA AVENIDA DE LA CONSTITUCIÓN


Dormitaba tranquilamente una de esas tardes calurosas del mes de septiembre, sin dejarme interrumpir por la mosca impertinente que, de vez en cuando quiere, una y otra vez, de forma cansina, amargarte la existencia.

Mi imaginación volaba por aquella avenida llamada de Calvo Sotelo, hoy de la Constitución, acompañado por mi padre; escuchábamos los olés que, estruendosamente, se repetían una y otra vez en el coso taurino de la vieja plaza de toros.

Granada estaba en fiesta, era Corpus Christi; a las puertas de los tendidos aguardaban los carruajes tirados por caballos bellamente engalanados; en ellos se subirían bellas señoritas que los adornarían con sus hermosos semblantes; los claveles rojos reventones adosados a sus cabelleras, y preciosos mantones de Manila.

En desfile triunfal por la Gran Vía y Reyes Católicos se lucirían coches y  carrozas. Era el espectáculo de aquellos que, por falta de medios económicos, no habían podido asistir a la corrida; el llamado desfile de los toros.

Había otros que, por los alrededores del coso taurino, simplemente se deleitaban con escuchar el griterío ensordecedor que salía de la plaza.

Las voces de los pregones llegaban hasta mis oídos: ¡Gaseosas frescas!, ¡pingüinos helados!, ¡viseras para el sol!, ¡niñas hay almohadillas, para que las posaderas no se cuezan en las gradas!, y aquel pregón, inolvidable, del que portaba, colgada a sus espaldas, una enorme garrafa metálica, de largo cuello, adornada con ramas extraídas de las proximidades de la Fuente del Avellano: ¡eh!, el agua fresquita del Avellano, niñas el agua. Después de dejar caer sobre el cristal del vaso, que el aguador portaba en una canastilla metálica que colgaba en su cintura, un poco de agua, sus manos restregaban, acompañado con unas hojas de las avellaneras, aquel recipiente hasta dejarlo limpio como una patena. Allí vertía el líquido elemento, dando una inclinación a su cuerpo y por una perra gorda, se lo ofrecía al sediento consumidor.

Por la puerta grande salían los espectadores enfervorizados, portando a hombros a los triunfadores de la tarde que, en un mano a mano, se habían batido sobre el albero: Montenegro y Mariscal.

Aquellos tranvías amarillos cuyo motor de tracción se abastecía de la energía eléctrica que, a través del trole, llegaba hasta su motor, pronto se llenarían de gente  venida de los pueblos de la Vega, para regresar satisfechos a sus pueblos respectivos. Algunos en los estribos, para no quedarse en tierra y otros por evadir al cobrador, en la parte trasera sobre el enganche. El cobrador, con traje gris y gorra de plato, extraía de un estuche metálico rectangular el billete que correspondía al término de cada parada y dejaba sentir el chirriar característico de la tapa, al abrir y cerrar, cada vez que expendía un nuevo tique.

Aquella Avenida tenía dos paseos para los peatones, separados por un paseo central para los coches, mientras los dos laterales contiguos soportaban el ir y venir de los tranvías de Santa Fe, Fuente Vaqueros, Chauchina…

Las gigantescas plataneras que había a través de toda la avenida, le daban el empaque de un gran bulevar. Junto a él la Cruz Blanca, con su enorme placeta para recreo y divertimento de los que aspiraban algún día a ser actores en balompié en el próximo campo de los Cármenes, junto a Trompi, Millán, González Sosa, Conde, Sierra…

Delante de aquella Cruz Blanca, (año 1539)  el Duque de Gandía descubría el féretro que portaba los restos de Isabel de Portugal, esposa de Carlos V, bellísima y elegante soberana; tal fue la impresión que le causó, un cadáver corrupto, que le hizo exclamar: “No quiero servir a señor que se pueda morir”. Muerta su esposa Leonor, que le había dado ocho hijos,  ingresó en la Compañía de Jesús, renunciando a los bienes terrenales, cedió títulos y hacienda, se dispone a todos los sacrificios y planea la manera de entregarse totalmente al servicio de Dios. Aquel Duque de Gandía, con el tiempo se convertiría en San Francisco de Borja.

El barrio de S. Lázaro, con sus innumerables casitas, a modo de Belén viviente, los jardincillos, con su fotógrafo y su máquina de cajón repleta de fotografías de soldados y niñeras. Niñeras que vestidas con su traje negro, cofia y delantal blanco, paseaban a los infantes de las familias más privilegiadas del momento, portando carrito y militar cortejando.

Vendría la Caleta donde habíamos ido a comprar, en aquellos almacenes, las naranjas venidas del Valle de Lecrín, que se agolpaban en montones gigantescos.

Todo ha sido un volar, un soplo en el tiempo.

Hoy me he paseado por ésta que se llama Venida de la Constitución, hoy cuando un humilde frailecillo que vivió allí junto a la plaza de toros, que recorrió las viejas calles de la ciudad y de los pueblos mendigando, portando un sayal atado con una soga  de esparto, llevando un zurrón y con los pies medio descalzos, hoy, en ese enorme campo de aviación en Armilla  vitoreado por millares de devotos, venidos de todas las partes del mundo, ha sido proclamado beato.

Fray Leopoldo de Alpandaire que, por la proximidad de su convento con las Escuelas del Ave María del Triunfo, (desaparecidas en 1946) en más de una ocasión conversó con otro ilustre, Andrés Manjón, que redimió, en los barrios más deprimentes de la ciudad, a las clases más necesitadas de la ignorancia y del analfabetismo, para educar a la población más necesitada y hacer de los niñas y las niñas hombres completos, corporal y mentalmente.

 

La mosca que desde el principio me ha ido socarronamente machacando con su deambular por todo mi cuerpo, me ha vuelto a la realidad actual y he vuelto a pasear por la gran avenida.

Me he levantado temprano, al alba, casi clareando las primeras horas de la mañana, pocas o casi ninguna persona transitaba por la ciudad; es una mañana de este mes en que da comienzo la estación del otoño. Los árboles de la Gran Vía comienzan a amarillear, alguna que otra hoja cae lánguidamente sobre el asfalto que se va cubriendo como un tapiz de tejido multicolor; se escucha el chapoteo de los coches sobre los charcos de agua que va dejando el regador de turno; algunos vestigios desparramados por aquí y por allá de los últimos huelguistas de este fin de semana. Pandillas salpicadas de chicos y chicas que se retiran, medio adormilados o embriagados, de algún botellódromo cercano.

Quiero en esta mañana vivir plenamente este nuevo gran bulevar de la Constitución: grandioso, elegante, y compartir dialogando con los personajes que actualmente lo habitan, las vivencias de sus tiempos.

Una voz fuerte y recia como salida de la ordenanza de un militar me detiene a la entrada.

-Alto, ¡vive Dios!, ¿quien va ahí a estas horas, rompiendo el silencio del amanecer?

-Señor, no quiero interrumpir el sueño eterno de los moradores actuales de esta avenida, pero quisiera, si vos me lo permitís, dialogar un momento con los insignes personajes que aquí se encuentran, antes que el pueblo granadino comience a ocupar la ciudad, le prometo no molestar a nadie.

-Si es así, sed bienvenido.

-Más de uno han criticado su enorme cabezón, que mora en esta entrada a la avenida, pero a mi entender creo que esta grandiosa cabeza nos tendría que decir algo

 -Mire, voy a ser breve, pero en esa brevedad te contaré algo de mi ajetreada vida.

-Soy Gonzalo Fernández de Córdoba,  conocido con el apodo del Gran Capitán.

Fui noble, político y militar español, duque de Santángelo, de Terranova, de Andría, de Montalvo, y de Sessa, Virrey de Nápoles y por mis excelencias en el arte de la guerra, el Gran Capitán. Mis servicios a los Reyes Católicos de 1482 a 1504.

Apodo: Gran Capitán.

Lealtad: España.

Mandos: Capitán de la compañía expedicionaria a Nápoles.

Lugarteniente General de Abulia y Calabria.

Participé en la Guerras de Granada, Italia y Turco-Veneciana.

Durante mi estancia en esta ciudad viví en la placeta de las Descalzas.

-Has oído de esa expresión que dice: “Has hecho las cuentas del Gran Capitán”

Se cuenta que el rey Fernando el Católico pidió a D. Gonzalo cuentas de en qué había gastado el dinero de su reino.

-Yo, lo consideré esto como un insulto y se las di al rey de esta forma: por picos, palas y azadones, cien millones de ducados; por limosnas para que frailes y monjas rezasen por los españoles, ciento cincuenta mil ducados; por guantes perfumados para que los soldados españoles no oliesen el hedor de la batalla doscientos millones de ducados; por reponer las campanas averiadas a causa del continuo repicar a victoria, ciento setenta mil ducados; y, finalmente, por la paciencia de tener que descender a estas pequeñeces del rey a quien le he regalado un reino, cien millones de ducados.

Desde la lejanía la veo sentada en el banco, pensativa como trayendo a su mente sus poemas, sus soledades, su vida entre libros de la biblioteca universitaria de Granada y su añoranza perdida en una maternidad de la que nunca pudo disfrutar. Tiene sus poemas en la mano, acompañados con un ramillete de flores, se cubre las espaldas con una toquilla y su bolso lánguidamente se desvanece al margen. Es nuestra poetisa universal Elena Martín Vivaldi.

-Siéntate a mi lado, ¿quieres que te recite alguno de mis poemas?

-Quiero recrearme en la dulzura de tus versos.

-Pues ahí va uno de ellos.

“En ti, soledad, me busco y muero,

En ti, mi soledad, mi vida sigo,

Vencida por tus brazos voy contigo

Y allí te aguardo donde ya no quiero”.

-Gallego y Morell dijo de ella: “Elena Martín Vivaldi pertenece a una Andalucía poética que no va a remolque de Alberti o de Lorca, sino que enhebra con el aliento de Juan Ramón Jiménez y de Salinas después y de Bécquer antes.

- Adiós Elena, me esperan otros amigos.

Federico García Lorca está sentado pierna sobre pierna, con el romancero gitano en la mano. No busquéis a Federico en el barranco de Víznar, decía una de las quintillas de las carocas del pasado Corpus, se encuentra sentadito tomando el sol en la Avenida de la Constitución.

El niño vino a la fragua      Huye luna, luna, luna.       Niño, déjame que baile.

con su polizón de nardos.   Si vinieran los gitanos,     Cuando vengan los gitanos

El niño la mira, mira.          harían con tu corazón        te encontrarán sobre el yunque

El niño la está mirando.      collares y anillos blancos.  Con los ojitos cerrados.

En el aire conmovido

Mueve la luna sus brazos

Y enseña, lúbrica y pura

Sus senos de puro estaño.

 

Oigo al fondo, alguien que está recitando, su voz es de las que embriagan al escucharlo, lento, parsimonioso, poniendo el énfasis en aquella expresiones que calan en el alma.

Me pregunto: ¿Quién puede ser? He escuchado a muchos vates recitar, pero como recita éste jamás a ninguno.

Me acerco sigilosamente para no interrumpirle y descubro al que me imaginaba es nuestro poeta albaicinero, el de la placeta del Salvador.

Tres acacias en mi placeta del Salvador y mi madre en el balcón.

Está recordando sus tiempos de infancia, su Escuela de la Cuesta del Chapiz, y sus cantos al querer:

 

Me detengo y escucho:

 

La lluvia tiene caprichos

Que nadie puede entender;

Un día llueve que llueve

Y otro deja de llover.

 

Y el querer tiene caprichos

Lo mismito que el llover;

Un día quieres y quieres

Y otro dejas de querer.

 

Cuando me veas llorando,

Date media vuelta y déjame

Llorar hasta no sé cuando,

 

Y si llega el no sé cuando,

Date media vuelta y déjame,

Déjame seguir llorando.

 

La mañana por momentos se va despertando, la luz matutina va creciendo las siluetas de los edificios colindantes se van aclarando, sigo caminando y detrás de mis pasos en el caminar sigo escuchando la voz del poeta, que poco a poco se va difuminando.

Agua de mi Escuela,     Yo desde mi cuna,       Dame tus recuerdos,

acequia de Dios.           soy agua también,       ¡me hacen tanto bien!

Un Ave María,               mitad ya cansada,        Y dame tu gracia

Y el Padre Manjón         mitad por correr,          y tu sencillez, ahora,

con su borriquilla,         mitad ya vencida,        en mi vida y en mi muerte. Amén

con su bendición,           mitad por vencer.

como en Galilea

Dios nuestro Señor.

 

Poco más allá en estado de éxtasis con las manos juntas y mirando al cielo, nuestro Juan de Yepes, -San Juan de la Cruz-.Lo veo bajo el árbol del Carmen de los Mártires recitando: Noche oscura del alma.

Me da la impresión que me insinúa recitármela. Yo asiento y mientras comienzas sus primeros versos, saboreando la musicalidad de sus estrofas me voy alejando.

En una noche oscura                           Quedéme y olvidéme

con ansias en amores inflamada         el rostro recliné sobre el amado;

¡oh dichosa ventura!                            cesó todo, y dejéme

salí sin ser notada                                dejando mi cuidado

estando ya mi casa sosegada.              entre las azucenas olvidado.

Lo veo sentado en una especie de podium, piernas entrelazadas, manos juntas, enjuto y bastante delgado. Mientras me voy acercando, llevado por las alas de la imaginación lo veo rodeado de sus amigos, Federico García Lorca, Manuel Ángeles Ortiz, Hermenegildo Lanz, con los que reunía en su carmen de Santa Engracia en la calle principal de la Alhambra. Lo recuerdo siendo yo un niño, sentado en la papelería Calle Reyes Católicos, “Casa Caso”, esperando el tranvía del Realejo para después conectar con la cremallera y subir a su vivienda. Al mismo tiempo me llega el delicioso sonido de su “amor brujo”, que va cambiando con “noches en los jardines de España” y el “sombrero de tres picos”.

Hay un pajarillo sobre uno de los seis cojines que adornan un banco, me siento y desde allí contemplo a Pedro Antonio de Alarcón, María la Canastera Eugenia de Montijo y el popular torero Frascuelo.

He conversado con ellos, he vuelto a recorrer la Alpujarra he vivido sus pueblos y tahas, Órgiva, Treveles, Murtas, Turón, la rebelión de los moriscos, Aben Humeya, D. Juan de Austria, las cumbres del Mulhacén y el Veleta y he compartido su admiración contemplando la inmensidad de sus paisajes y la inspiración de sus poesías:

Por mucha gente que muera

Desengañada de amores

Tendrá cada primavera

Tantos pájaros y flores

Como tuvo la primera.

María Cortés Heredia “La Canastera”,

-Cuántas veces he estado en el relicario de tu cueva y he saboreado el sonido de las guitarras, el palmeo de tu cuadro gitano, y las canciones de tu zambra.

-Vaya que sí me acuerdo, esperabas que terminara un cuadro para que le pusieras la inyección a mi Enrique que siempre estaba liado con las anginas.

-Me voy a sentar un ratito en estas sillas de anea, las mismas que hay en tu cueva y deja que observe tu talle, tu rosa tan bien “plantá”  en tu cabeza y ese gesto gitano de tu mano remangándote el delantal.

Escucho el rumor del agua que se desliza por la cascada próxima y desde este banco con cojines hechos de bronce observo el talante majestuoso de nuestra emperatriz Eugenia de Montijo que con su corona de emperador de los franceses en la mano se la ofrece al pueblo granadino del que se siente orgullosa.

El perfume de los rosales, geranios, azucenas y demás plantas ornamentales que situadas en los parterres de toda la avenida comienzan a despertar y dejan  en el ambiente un aroma embriagador.

Salvador Sánchez Povedano, “Frascuelo”, desde lejos me hace un guiño para decirme :- oye, que estoy aquí haciendo el paseillo.

-Mira, Frascuelo, tu dirección no es correcta, la plaza de toros está a tus espaldas.

-Es que yo no voy a torear en esta plaza, voy a la mía, la del Triunfo.

-Lo siento, Frascuelo, esa ya ha desaparecido.

Con su talante de torero juncal, intenta dar media vuelta pero el bronce se lo impide y haciéndome otra mueca me da a entender que quiere permanecer en esta postura contemplando el Albayzín con sus casitas encaladas, las torres de las iglesias de S. Miguel y San Cristóbal, ver diariamente ondear la bandera nacional, y las cumbres nevadas de nuestra sierra.

Son las nueve de la mañana, el bullicio de la gente se deja notar, el claxon de los coches y el rugir de las motos me hacen ir saliendo del letargo que durante unas horas ha alimentado mi espíritu y con paso sigiloso me dirijo a mi casa.

                                                            José Medina Villalba.

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