viernes, 21 de diciembre de 2012

SOÑAR EN LA VIEJA CIUDAD DE GRANADA.

 
 
Corrían los años cuarenta del siglo pasado, era uno de esos días primaverales cuando las yemas de los árboles entran en explosión, para dar la bienvenida a la primavera e ir cubriendo la desnudez de los árboles en un ropaje multicolor. La vegetación del bosque de la Alhambra, que cubre la ladera norte del palacio nazarí y mira con ojos de enamorado al Albaicín, se había cubierto totalmente de un ropaje que, al mismo tiempo que embellecía el panorama, perfumaba el ambiente.

Aquel día, muy temprano, quise seguir el paseo por la Carrera del Darro y continuar soñando con aquel viejete que montado en su burra dejaba atrás el Paseo de los Tristes, aquel Paseo que jamás pensó se llamaría del Padre Manjón. Sí, aquel catedrático de nuestra Universidad que lo dio todo por Granada y que tuvo la valentía de entregar su vida por redimir a los más necesitados dándoles vestido, alimento, enseñanza y sobre todo educación. Sí, aquel que con su labor pedagógica, conocida hoy mundialmente, consiguió que el analfabetismo de nuestra ciudad disminuyera y que las cárceles cerraran, en gran medida, sus puertas, al aumentar la cultura del pueblo.

Me envuelve la orquesta musical de la naturaleza: murmullo de aguas que corren por el río, aguas producto de una nieve derretida  en Sierra Nevada, convertida en llanto por abandonar la cuna que la ha tenido retenida durante todo el invierno; baja a raudales y se transforma en la alegría de la huerta;  musicalidad de colorines, camachos, jergones, y de una lechuza que da, como directora de orquesta, sus últimos sonidos de un cú-cú salido de ultratumba. Es temprano, no hay vehículos de ninguna clase que puedan perturbar el silencio de una madrugada que se ha escapado, allá por el poniente entre lechugas, coliflores, berenjenas…, por las huertas de la Vega granadina; suenan los últimos toques, al alba, de esa campana de la Vela,  que da por terminada la regulación de los riegos de los campesinos que, durante toda la velada, han estado ejerciendo su labor de verdaderos agricultores, para podernos ofrecer lo mejor de  los productos que emanan de esta tierra bendita, nuestra Vega, la Vega de Granada.

En mi subconsciente suena aquella famosa estrofa escuchada, tantas veces, en los cantares: Quiero vivir en Granada solamente por oír los sones de la Vela cuando me voy a dormir.

Cohetes al aire, voces de una multitud que, sobre la ladera del río, vitorea a unas cuantas jovencitas, las cuales intentan pasar de una parte a otra del río posando sus pies en una serie de piedras puntiagudas, e impregnadas de jabón y sebo, para dar lugar a un que otro chapuzón, produciendo el delirio de los asistentes; son las tradicionales “pasaeras”.
A mojarse las mozuelas gentiles, los zapatitos nuevos, y las bordadas fimbrias de los limpios vestidos en una espuma de la corriente mansa, mientras que la atolondrada muchedumbre, del masculino sexo, se entretiene en cazar “monas”, jumeras increíbles, por los alrededores pintorescos. Los mozos esperaban el momento tomando anís y buñuelos, aquellos que se servían engarzados en un junco.

 
Al mediodía, los niños esperábamos a las cocineras que venían del Sacromonte con sus cacharros y peroles para guisarnos un rico arroz con carne que, en aquellos tiempos, nos sabía a poco; lo servían después las mozas del barrio ataviadas con mantones de manila y peineta, al mismo tiempo que se repartía el agua del Carmen de la Fuente, transportada por borricos enjaezad. Por la tarde, las cucañas: subir por el poste resbaladizo para conquistar el trofeo colocado en lo alto, romper el botijo, con los ojos vendados, para mojarnos si era agua lo que contenía, o coger los caramelos de aquel que los tenía, no solamente se los llevaba el que lo rompía sino todos los niños que nos encontrábamos alrededor y que acudíamos rápidamente; las carreras de sacos, las de bicicletas para coger la cinta, que había colocado la chica a la que pretendíamos, y una vez conseguida llevársela como un gran trofeo a la bella moza.

Tirar en la caseta con las escopeticas de plomo, subirnos en los caballicos arrastrados por aquellos niños a los que el dueño les permitía empujar; la noria a la que el mismo dueño, haciendo uso de sus fuerzas, le hacía girar acompañado por la música de un disco rayado, girando en una gramola, coplas y pasodobles, que salían por un altavoz, chirriando de tanto desgaste a que se encontraba sometido; las barquillas, que con nuestras propias fuerzas teníamos que empujar para subir, lo más alto posible, en competiciones para ver quien se elevaba más; las había, para los más atrevidos, que podían dar la vuelta de campana, eso sí, con los pies bien atados.
Las cadenas eran el delirio, una vez en funcionamiento y cuando, en sus giros, conseguían desplazarse como “volaeras”, lanzadas al viento, nuestra obsesión y mayor ilusión era el poder darle una patada, en el trasero, al que nos precedía y poderlo elevar lo más alto posible.

Llegada la noche, la verbena en los jardines del Hotel Reuma, acompañada por la orquesta del vocalista Paquito Rodríguez, que daba sus primeros pasos en estas lides.

El castillo de fuegos artificiales, con sus ruedas encendidas girando y salpicando luces blanquecinas que reflejaban sus destellos en las aguas del río; cohetes lanzados al aire que explosionaban en lo más alto derramándose en diminutas luciérnagas multicolores que mágicamente se esfumaban en su caminar hacia la tierra; la heroicidad del pirotécnico, “el cohetero”, que desplazándose de un lugar hacia otro prendía la nueva mecha a otro artilugio desafiando las chispas de la última rueda prendida; el momento solemne, tan esperado por la multitud, de diversas ruedas que girando al mismo tiempo dejan caer una especie de telón donde aparece la Eucaristía. Se aproxima la terminación, desde la otra parte del río los espectadores, entre una humareda, observan que ya todo se ha quemado, todavía alguna rueda gira, pero es eminente el final, hay que taparse los oídos y abrir la boca, estalla el “gordo”, la feria del barrio ha terminado.  

Sigue la vida normal, al día siguiente, Carmen, “la churrera”, con su enorme sartén reposando en el gran hornillón de carbón, manguera en mano apoyada sobre el hombro va construyendo las ruedas de churros que despacha a los que al puesto se van acercando.

Los niños y las niñas seguimos con nuestros juegos, patadas a la pelota de trapo, al salto de la muerte, a “chichirivoy a los pies de tu cabeza voy”, terminando con un: churro, pico o tecna; a las cajilllas, a la lima, a la rayuela, al hoyo y las bolas, al salto de la comba, a la balde, a los cromos , al trompo, a los nicles: “nicle, nacle y chocolate”, a galope, a la rueda, acompañada de canciones, muchas de ellas, con letra de nuestro Federico, a las esquinitas: “hay lumbre, se preguntaba, respuesta: en casa costumbre, mientras se cambiaba de un lugar a otro; a policía y ladrones, al escondite…, y un largo etcétera que  nos hacía felices, sin ningún gasto económico. Aquellos juegos nos aunaban, acrecentaban el compañerismo, y nos hicieron pasar unos ratos inolvidables.

Llegada las noche, sobre todo en los meses de verano, cuando se había sosegado un poco el calor, que durante todo el día había fustigado y agobiado a los vecinos, había costumbre de reunirse en corrillos a las puertas de las viviendas y cada uno, portando su silla de anea, charlar y charlar hasta altas horas de la madrugada, hasta que comenzaba a refrescar y el sueño llamaba a los ojos.

En estas reuniones la vecindad, familiaridad y amistad, se acrecentaban, se suavizaban rencillas y se comentaban, como si fuese el periódico del día, las noticias ocurridas. Se contaban historietas e incluso alguna persona mayor relataba algún hecho curioso ocurrido en épocas pasadas.

Carmen, la vecina del número 16 de la Calle Horno de Oro, “la Casa de las Fieras”, así llamada por las peleas y discusiones que en esta casa de vecinos se originaban con frecuencia, unas veces por las intrigas entre los chicos, otras por disputarse las pilas de lavar que ocupaban un lugar en el patio, otras porque a la vecina que le tocaba limpiar el wáter, (retrete colectivo), no había hecho los deberes, y otros sucesos nimios; aquella Carmen, tenía una habilidad especial para narrar  acontecimientos del pasado.

Los niños, de vez en cuando, la animábamos para que nos contara alguna de estas historietas, sobre todo, las relacionadas con el barrio del Paseo de los Tristes.

Pronto, como si tocaran a arrebato, nos sentábamos alrededor de la silla de Carmen y ésta, muy en ello y sintiéndose protagonista, comenzaba su narración gesticulando y convirtiéndose en el personaje central de lo que contaba.

 
El rey Muley Hacen, vivía en la Alhambra, se había enamorado de la cautiva Isabel de Solís, bellísima y joven cristiana, se casó con ella que adoptó  el nombre de Zoraya. El rey, entregado a los dulces encantos amorosos de su segunda esposa, olvidando y odiando a su primera mujer, la terrible Aixa, olvidaba también a su hijo Boabdil, que era el encanto de su madre y el arma de que ésta se valía para hacer guerra a su esposo, sólo por el placer de derrotar en su cariño a la renegada que ocupaba el corazón de Muley Hacen.

Zoraya, no pasaba día en que excitara las iras del padre contra el hijo, acusando a éste de querer atentar contra su vida. Boabdil, vivía en el mismo palacio, sin conocer todo el odio que se estaba sembrando en el corazón de su padre; cuando se enteró de los planes de Zoraya, y antes de ser víctima de las ambiciones de la segunda esposa de su padre, decidió escapar del palacio ayudado por su madre que, con el carácter de hierro que la distinguía, supo con cautelosa calma no excitar sospecha alguna y cierta noche, cuando más descuidados se encontraban en el alcázar, con sus tocas, las ropas de las camas y demás cortinajes del torreón en que se encontraban enclaustrados, descolgó a su hijo querido por un ajimez, y de este modo logró escapar, burlando la vigilancia de los centinelas, huyendo por la cuesta que desde entonces tomó su nombre, refugiándose en el palacio de Darla Horra, propiedad de su madre.

Aixa entretanto, aguardó impasible las iras de su esposo. Éste, cuando supo la huida de Boabdil, comprendió la gravedad de lo ocurrido, sobre todo cuando desde el ajimez vio las ropas que habían facilitado su huida. Atribuyó a Aixa lo ocurrido y quiso darle muerte, pero hubo quien la defendiera; acudió la guardia del rey, y en esta confusión Aixa pudo huir, reuniéndose aquella misma noche en su casa del Albaicín.
Poco tiempo después estallaba, por calles y plazas, la guerra civil y pronto la victoria coronaba como nuevo rey de Granada a Boabdil.
Aixa y su hijo entraban gozosos en la Alhambra.
Desde entonces la cuesta por donde escapó Boabdil al ser descolgado por su madre, es conocida con el tradicional nombre de Cuesta del Rey Chico.
Otra noche, de aquellas otras muchas, nos descubrió el por qué se dice cuando llueve desaforadamente,  el dicho: llueve más que cuando enterraron a Zafra.
La calle de Zafra, próxima a la iglesia de S. Pedro, recibe el nombre porque allí vivió el secretario de los Reyes Católicos.

Uno de los herederos del señor de Zafra, D. César de Zafra, vivía en esta casa solariega; de carácter adusto el caballero, contrastaba notablemente con el continente sencillo de su hijo Alfonso, que sin reparar en las precauciones de la época, alternaba con todas las clases sociales, y en cuestión de amores no reparaba nunca en la condición baja o elevada, de la mujer que sabía despertar sus apasionadas simpatías.

Contiguo a la casa del señor de Zafra vivía una gitana que poseía un huertecito que se regaba con el agua sobrante, del noble señor, por un módico precio. 

 
Azucena, la hija de la gitana, poseía una belleza singular. Desde los balcones de su casa pudo el joven atolondrado admirar la hermosura de la gitanilla Azucena, de quién había oído hacer elogios a sus camaradas de diversiones.

D. Alfonso preso en las redes de aquella muchacha, que con sus artes le hizo en poco tiempo su esclavo, separándolo de la alta sociedad que siempre había frecuentado.

Enterado D. César de esta relación, encarceló al hijo en una torre de la Alhambra y quitó el agua que servía al huertecito de la vecina.

La gitana demandó lo que creía corresponderle, pero la negativa fue lo único que consiguió. Vengándose de la altivez de aquel señor le maldijo con extentóreo acento, deseándole tanta abundancia de agua, que muriese sumergido en ella.

Muerto el señor de Zafra se colocó en el salón bajo de la casa, para que a través de la reja todos pudieran ver el cadáver. 
El día, que estaba sereno y despejado, se volvió triste y nubarrones aterradores hicieron presentir una gran tormenta. Ésta se dejó sentir en las últimas horas de la tarde. El Darro se desbordó y fue tal la cantidad de agua que la sala mortuoria se inundó arrastrando el ataúd en que reposaban los restos de D. César de Zafra, que flotando a merced de las olas, no pudo saberse a donde sería conducido, y que por esta circunstancia se vio privado de cristiana sepultura.

La maldición de la gitana se vio cumplida. D. Alfonso, libre de la autoridad de su padre casó con Azucena. Fue tan renombrada la espantosa tormenta que tuvo lugar el día del fallecimiento de aquel caballero y llovió con tanta abundancia en aquel día, que por tradición se ha conservado en Granada el siguiente adagio: Llueve más que cuando enterraron a Zafra.

Siempre es bonito soñar en Granada y en aquella Granada del pasado, que jamás volverá, pero que sigue latente, sobre todo, en los que tuvimos la gran suerte de vivirla.

(Relato premiado por el Excelentísimo Ayuntamiento de Granada en el Octavo Concurso de Relato Corto)

                                              José Medina Villalba.


2 comentarios:

  1. ¡Precioso relato que sin duda tuvo un merecido premio! ¡¡Feliz Navidad, D. José!! Qué disfrute de estas fiestas con su familia. ¡Un abrazo!

    ResponderEliminar
  2. Que bonito ! Me parece de escuchar aun a mi abuela ..contandome estas y otras cosas mas de mi Albayzin ...

    ResponderEliminar