miércoles, 16 de enero de 2013

JUGUETES DEL PASADO. RECUERDOS EN VALPARAISO.


Los años de nuestra posguerra (de aquella guerra “incivil”) fueron duros para todos. Sin embargo, es cierto, dentro de aquella amarga dureza de la que los niños no éramos conscientes, -sí, nuestros padres que tuvieron que sacarnos adelante entre penurias y enormes dificultades- sin embargo, éramos felices con lo poco que teníamos; hoy día, al contárselo a nuestros hijos y nietos, parecen no entender lo que ellos llaman “nuestras batallitas “ de años pasados.

Interpretan que son invenciones nuestras con las que pretendemos hacerles una “comedura de coco”, para que vean la opulencia y grandiosidad de la que ellos han disfrutado y siguen haciéndolo en la actualidad, sin darle apenas importancia, considerándose merecedores de todo.

Amigo lector: en mi infancia y posiblemente en la tuya, en aquella década de los años cuarenta del siglo pasado, los juguetes hechos con nuestras propias manos eran el mayor divertimento y la mejor satisfacción con la que nos regocijábamos  durante aquellos extensos días.

Recuerdo, entre los varios elementos lúdicos que construíamos, aquellos tanques que nos fabricábamos con los carretes de madera, ya desprovistos del hilo,  que nuestras madres habían utilizado para echarle remiendos a los calcetines, sí, de aquellos calcetines que con espolones cubrían nuestras piernas en los duros días del invierno granadino.

Cualquier objeto, al que hoy los niños le darían poca importancia, nos servía para dar rienda suelta a nuestra imaginación y creatividad y para fabricarnos el juguete con el que pasábamos horas y horas en la más absoluta felicidad.

¿Recordáis la primera vez que le dimos una patada a una pelota de goma? Nuestros maltrechos pies solamente habían tenido la oportunidad de patear  aquellas otras que  nosotros mismos construíamos, -pelotas de trapo- hechas con los retales de tela y que aún nuestras madres no habían cambiado por un plato, un tazón o un puñado de garbanzos tostados, a aquel que pregonaba: “Niños tiraos al suelo, rompeos los calzones y decidle a vuestra madre que está aquí el trapero”.

Mujer, ¿Y las muñecas de trapo rellenas de serrín a las que les pintábais los ojos, cejas, boca y orejas con un simple lápiz, que vosotras mismas fabricábais, y las vestíais con los restos caídos en el suelo en aquellos talleres de modistillas?

¡Qué tiempos aquellos!

Fueron tantos los juguetes hechos con nuestras propias manos, que no envidiarían a ninguno de los que, dirigidos e informatizados, utilizan actualmente los niños de hoy.

 

Paseaba yo, sumido en estos pensamientos, cuando, en uno de los poyetes que hay en el paseo central de mi colegio en la Cuesta del Chapiz, dos niños se entretenían con uno de esos modernísimos juegos electrónicos, llamados “playstation”, con los que, creo, ni el cuerpo ni la mente se desarrollan pero que les embaucan horas y horas.

Todo esto hizo que rebobinara el vídeo que todos tenemos en nuestros subconsciente y me retrotrajera a los tiempos de mi infancia.

La tarde estaba declinando, era uno de esos pocos días del mes de enero en que una cierta templanza ambiental embargaba mi entorno. Allá en lontananza el cielo se había cubierto con nubes algodonosas tintadas de un color púrpura, pintadas con los lánguidos pinceles de un sol mortecino que en esos momentos se acunaba dando su última despedida vespertina allá por las Sierras de Almijara y Tejera.

Al señor Febo, a esas horas, se le podía mirar, sin remilgos, cara a cara; se encontraba en el límite del horizonte como una enorme bola de fuego; lentamente se iba internando a través de esa línea donde más allá nuestros ojos no pueden vislumbrar nada.

El astro, en el ocaso del atardecer, quería, en su lenta despedida, dejar marcada en el colegio su huella.

A través de la palmera del jardín, de la que recuerdo, desde mis más tiernos años de mi infancia, sus ramas, a modo de peines gigantes, se recreaban rastreando la cabellera del que se despedía y depositando sus largos cabellos, convertidos en finos hilos de plata y oro, desparramados sobre el paseo intentando acariciarle.

Allá arriba, en la montaña, la Abadía del Sacromonte se sonreía con el reflejo de un sol medio adormecido que, al plasmarse en los cristales de la vieja colegiata,  en sus enormes ventanales, construía vidrieras de colores que en nada tendrían que envidiar a las que Alonso Cano colocó en la cúpula del Altar Mayor de nuestra Catedral.

Allá abajo el río Darro, con su murmullo de aguas, convertido en un cantar de “nanas”, intentaba dar las últimas mecidas, a esta inmensa cuna, para que el colegio se durmiera, acompañadas por el rasgueo de guitarras cuyos sones proceden de los comienzos de las zambras gitanas.

Los duendecillos, que todos los días, al anochecer, quieren perturbar la tranquilidad, paz y sosiego del Valle de Valparaíso, desaparecen y se ausentan de la escena, en el momento que la sultana Alhambra se enciende como ascua de fuego formando una cortina de terciopelo rojo que los va a eliminar.

El cielo plagado de estrellas, junto a una enorme luna plena, como vigilante nocturno, asoma sigilosa por la Silla del Moro; va a ser el edredón que cubra el valle, para que plácidamente duerma el sueño en esta noche de un invierno pasado.

Es cierto que todas las remembranzas de nuestra infancia se recuerdan con mayor precisión y exactitud que toda una serie de hechos ocurridos durante toda una vida. Y es que, como alguien dijo, se viven intensamente los primeros veinte años, y todo lo demás es pasajero. Según el humanista Juan Luís Vives: “todo el resto de la vida cuelga de la crianza de la mocedad”.

Tengo la plena conciencia, querido lector, que en estos momentos me estás leyendo, no ha sido la primera noche que has conciliado tu sueño dejando volar tu pensamiento a esos días de tu niñez; con él has ido recorriendo palmo a palmo, con claridad plena, las vivencias de aquellos años y como una gran película a todo color, con precisión exacta, te has vuelto a encontrar con aquel compañero o compañera que desde entonces ni has visto ni has vuelto a saber nada de él.

Recuerdas perfectamente el primer amor platónico de tu vida; aquel niño o aquella niña a los que jamás te atreviste a decirle que te gustaba, que lo querías, pero, a pesar del tiempo, aún conservas, en lo más profundo de tu ser, la letra impresa en aquel trozo de papel, con tu declaración amorosa, que jamás llegó a su destino.

Sí, es cierto, la vida ha pasado como un soplo, pero aquellos largos años de nuestra infancia no han pasado ni pasarán y volarán con nosotros cuando dejemos la Tierra y allá en lo más alto de las estrellas nos encontraremos todos los que compartimos años lejanos, para seguir sumergidos en aquellos días, días de regocijo, alegría y felicidad.

Sumido en estos pensamientos bajaba por las escaleras que vienen de la placeta donde ensayan todas las tardes los músicos y como uno más de ellos me inmiscuía en sus conversaciones. En este parloteo se iba desde el saborear lo buenas y apetecibles que están las uvas que penden como farolillos de feria, en el paseo central, a los ricos “higos isabeles” de las higueras de la huerta, de Toecuato, mi padre, o a las suculentas ciruelas, de aquella parata cuajada de flores, de Fernando el jardinero del Colegio.

Estas conversaciones iban más allá de lo que puede ser un intercambio de palabras sin apenas aparentar pretensión alguna. Sí que había pretensiones y sí que existía planteamientos de poder hacer realidad aquellos pensamientos.

Me detengo para beber agua de la acequia de S. Juan, -ésta que junto con la de Santa Ana y Real de la Alhambra vienen de la presa de Jesús del Valle, para vivificar la naturaleza que aquí se encierra,- aquella que pasaba dejando al descubierto su cuerpo, con su cara acuífera impregnando el ambiente, con un lenguaje de sinfonía orquestal que proporciona el suave deslizamiento al ir acariciando los guijarros que en el fondo del cauce hay. Aquella acequia que también fue el gran océano donde nuestros barquitos simulados en pequeños trozos de madera hacían sus batallas y correrías.

Mientras me veo reflejado en el espejo del agua, extasiado, escucho el toque de la campana que invita a los niños al recreo.

Sigo mi marcha por el camino aunque ya no está, pero sí en mi pensamiento, aquel aforismo manjoniano, sobre la pared encalada, que había debajo de la clase: EL QUE MÁS DA MÁS TIENE (Matemáticas de Dios); la clase sigue, aquella donde aprendimos lo más fundamental, para como hombres de bien caminar por la vida.

Aquella clase era toda una enciclopedia cuyas páginas estaban continuamente abiertas.

Las paredes, a través de la cantidad de gráficos, dibujos y mapas, eran el libro diario en la que los alumnos continuamente nos documentábamos.

En el dintel de la parte superior estaba representada toda la Botánica y Zoología; la Geometría, entre líneas, superficies y volúmenes, ocupaba también su lugar y no digamos de los mapas de España, Europa y Mundi.

No nos hacía falta esa cantidad incongruente de libracos metidos en gigantescas mochilas que actualmente portan nuestros hijos y nietos, en ese devenir de ir y volver del colegio, hasta hacerse polvo la columna vertebral.

¿Acaso por muchos libros estos mozalbetes saben, se instruyen y, sobre todo, se educan más y mejor que los de aquella época?

El camino se estrecha, la brisa gélida que viene de Jesús del Valle golpea mi rostro, unos murales protegen mi flanco izquierdo, mientras allá abajo, debajo de las paratas que sirven de huertos a los chavales, las aguas revueltas, agitadas y tempestuosas del río Darro dejan su ronco clamor, como en un adiós que líricamente lo expresaría: “que mansa pena me da, el Colegio siempre se queda y el agua siempre se va”.

Así, caminando lentamente y saboreando en el recuerdo de mi infancia la cantidad de veces que por aquel estrecho camino pasé, por las mañanas temprano, soportando los rigores del invierno, dejo volar mi pensamiento.

 

                                                                    Valparaíso

1 comentario:

  1. Es un buen ejercicio ese de ir recordando nuestra infancia, aunque aún no esté tan lejana. Preciosa entrada. Saludos.

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